sábado, 5 de junio de 2010

Manual para dejarse ir

Es fácil dejarse morir, pensó el protagonista del cuento que estaba intentando escribir Alex Lamico. Lo dicen todos los manuales: tú te dejas caer en cualquier sitio, a tu elección según tu estado de ánimo, y esperas allí, tumbado, con los ojos cerrados y sin pensar en nada. Yo lo he intentado varias veces, prosiguió su monólogo interior, pero sólo soy capaz de pensar en nada cuando no pienso que no tengo que pensar en nada. Y así, punto dos apartado tres del manual, es imposible dejarse morir.

Quizá pasaron dos horas o sólo cinco minutos y todo seguía igual con el sol cayendo a plomo y el protagonista sin conseguir dejarse morir. La gente que pasaba a su alrededor ni siquiera reparaba en su cuerpo atravesando el camino. Simplemente lo esquivaban poniendo los cinco sentidos en no tropezar con él ni doblarse un tobillo en el intento. Algún perro le olisqueó extrañado, pero tampoco despertó a su olfato un excesivo interés.

Dejarse morir no era tan fácil, así que al final el hombre se durmió y cuando despertó la luna estaba ya muy corrida y sintió frío y la misma desgana de antes. Ya no había nadie alrededor y se quedó muy quieto, haciéndose el dormido para no darse cuenta aún de que nada había pasado, de que todo seguía siendo pasado.

Pasaron las horas y amaneció y el hombre siguió tumbado y los primeros deportistas saltaron sobre su cuerpo sin apenas mirarlo, algunos ciclistas desmontaron para cruzarlo, otro perro, el sol otra vez quemando y él ya no sabía si dormía o si soñaba o si por fin estaba muerto y el pensamiento de ella ahí metido tan adentro era la otra vida que le vivía con ella acunándolo, riéndolo, y leyéndole en voz muy baja el libro de Murakami en un vagón de metro.

Se oyó a sí mismo recitar en la lejanía cada una de las palabras que había inventado para ella, vio su cara y su mirada de tres colores abrazándole para que le siguiera saliendo el respiro, vivió aquellos besos en aquel ascensor que bajaba al metro, olió su olor, dibujó sus pezones en su mente, acarició aquella lengua mojada en su paladar y apretó fuerte con las dos manos el sexo que ella había abierto para él. Llegó la tarde y otra noche y otro día y ella seguía allí en su mente, en cada rendija, en cada brizna de pensamiento que le agarraba como una caricia y no le dejaba dejarse ir.

Y ella, la chica que vendía carteles, un día le escribió en su cartel vacío: "Te quiero" y otro día borró su amor y todas sus caricias y todas sus promesas y se fue a leer otros cuentos, a medir otros metros, a soñar otros sueños donde la vida empezara de nuevo cada vida, cada cuento, cada día, cada sueño, cada palabra escrita del revés y del derecho para que no significara nunca lo mismo. Y quizá alguna noche aún le cayera por la mejilla alguna lágrima antes de dormirse, pero en su sueño ya nunca aparecería él.

Llegó un momento en que su cuerpo alcanzó tal grado de putrefacción, que el protagonista del cuento no pudo resistir más el olor ni los mordisqueos de las ratas y con mucho cuidado de no despertar, de no pensar en nada más que no fuera el pensamiento de ella, se levantó poco a poco, con la pereza de toda la vida a cuestas de eso que ya no sabía si era su ser o el sueño que ella estaba teniendo de él. Antes de alzarse de su propio cadáver se besó en la boca con un detenimiento exacto, como si así pudiera llevarse consigo para siempre la huella de la lengua de ella en su boca. Apenas se alejó unos metros la gente y los perros y los niños empezaron a arremolinarse alrededor de su cadáver. Se sintió un poco mareado.

Deambuló por el cauce del río hasta que llegó la hora y bajó a la estación. Al poco rato apareció ella sin sus gafas negras ni su alma. Llevaba puesta la tristeza de algún lunes y él quiso abrazarla y decirle estate bien, pero ya no tenía vida ni palabras ni sonrisas que la cuidaran. Sólo pudo acercarse mucho a ella, cubrirla con su bruma si es que él era bruma, acariciarla con su mente si es que él era mente. Subieron juntos al metro y ella abrió el libro por la página 260 y se acomodó detrás de ella y empezó a susurrarle cada una de las palabras de aquel libro que sólo se escribía cuando él lo recitaba.

Nada volvió a suceder, pero el protagonista creyó sentirse por un momento feliz.

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viernes, 21 de mayo de 2010

SUEÑO AZUL CON CHICA DE OJOS VERDES EN CUENTO GRIS CON FINAL TRISTE DE MAR

 

Hace unos años, en un viaje a Praga, me senté en la terraza del café Bily Jelínek. Mientras leía fragmentos al azar del libro del desasosiego, me entresacó de la lectura una voz femenina que se dirigía a mí en perfecto castellano, pero con un apenas identificable acento checo. Cuando alcé la vista vi ante mí a una atractiva mujer que me sonreía y que, señalando con el dedo el libro de Pessoa, se disculpó por la intromisión. Al poco estábamos compartiendo otro café y hablando un poco sin orden ni concierto de nuestras historias y orígenes.

Se llamaba Viktoria Bazenová, Novotná de soltera. Hablaba un perfecto castellano porque al ser su padre diplomático, su familia había vivido en Madrid hasta que ella cumplió quince años. Me contó que era escritora y que su mayor ilusión era escribir una novela en castellano. Estuvimos más de tres horas hablando y allí surgió una amistad que ha durado todo este tiempo. Cuando atardeció me acompañó paseando hasta mi hotel y por el camino me confió una historia que le acababa de suceder. No entraré en detalles, se trataba de una historia de amor que había dejado pasar, no sabía muy bien explicar si por miedo, por cansancio o por su situación de mujer casada. Me conmovió pensar que me contaba esto a mí, casi un desconocido, porque era una forma de que la historia, tantas veces para sí misma pensada, cobrara otro acento, como si así pudiera cumplirse de alguna forma lo que ella no llegó a vivir.

Hemos seguido siendo amigos y nunca más hemos hablado de aquella historia, pero hace dos semanas me envió por correo electrónico un primer texto que contaba aquella historia. En el correo me proponía escribir a cuatro manos su historia. Este texto que transcribo a continuación es el resultado.

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SUEÑO AZUL CON CHICA DE OJOS VERDES EN CUENTO GRIS CON FINAL TRISTE DE MAR

El café se llamaba Again. Eran las once de la mañana. Estaban sentados en la terraza, a dos mesas de distancia. Ella llevaba su cazadora de rockera y sus gafas negras, él su camisa desenfadada y su libreta de tapas de hule negras. Sus miradas se encontraron durante seis segundos, luego se buscaron a hurtadillas durante más de media hora. Ambos supieron enseguida que su historia no podía ser.

Al día siguiente el hombre le pidió permiso para sentarse en su mesa. Ella le sonrió y alzó sus gafas para que sus ojos tricolores también sonrieran. Las cosas ocurrieron rápido. Casi sin pensar. Ella, escultora, un café con leche corto de café. Él, escritor, uno solo descafeinado con sacarina. Una palabra, alguna pregunta, más sonrisas y luego más palabras cada día, garabateadas con letra menuda y temblorosa en pequeñas hojas sin cuadricular, arrancadas con cuidado de su libreta. Cada hoja era un poema, cada mañana una hoja puesta, enganchada al platillo del café, en la mesa redonda bajo los árboles y la mirada descarada del viejo camarero queriendo rasgar el velo de un sueño que él ya no podía soñar.

Cada día el hombre se acercaba a las once para dejar junto a ella su noche en vela, su tinta pesada de tristes horas inventando un pequeño refugio de los cielos rasos y de todos los infiernos pasados. Mientras ella intentaba cada noche llevarlo a sus sueños, él pasaba esas noches soñando escribir el cuento perfecto para llevar a la chica a vivir dentro de él. Ella se ceñía sus gafas negras de ocultar mañanas y él hablaba despacio o rápido según le iba el corazón en delimitarla, en ponerle las cotas y las medidas que la abarcaran, para hacerla posible, para hacerla verdad y no voluta y no espera.

Él se proponía cada mañana no contarle sus amaneceres para no agotar en unos instantes la vida que quería junto a ella y sin embargo, no lo podía evitar, y presuroso le recitaba palmo a palmo sus deseos más íntimos, entrelazándolos con las frases cotidianas que podía repetir a cualquiera, tomando un descafeinado, para quitarle quizá la importancia al intenso momento que estaba viviendo. Como si al mezclar así el amor y el resto evitara su huída, para que a ella no le entrara el pánico al saberse atrapada sin remedio en emociones tan intensas que la llevaran a escapar bien lejos, a salvo de todo y en medio de la nada.

A veces intentaba, con mucho esfuerzo y pocos logros, dejar pasar el momento en silencio, prudente, para que ella no notara que lo único que quería era pasarse el día y la vida entera hablándole al oído, susurrándole los te quiero que se le agolpaban uno tras otro, retenidos por el temor, y cuya luz de salida esperaba con tanta ansia que a veces casi no podía ni respirar. Para dejarlos correr sobre su cuerpo, su mente y su alma, sin piedad, sin límites, sin barreras y sin porqués. Para inundarla de besos aplazados sin fecha de caducidad.

Ella vivía entonces cada palabra con su mirada y alguna vez reía y otra vez suspiraba para mirar al suelo buscando el sentido de algo, el punto que parara la noria y el vértigo de todo detrás de todo sin que viniera nada, sin que valiera nada más que la figura a contraluz del hombre que se alejaba sin entrar en su sueño, sin entrar en su cama. Cuando se iba el café y el rato con charla, abrigo, caricia de su mirada, el hombre acurrucaba en la mano de ella la hoja plegada de sábana para que ella soñara. Y mientras pasaba aquel abril de luces tenues y miradas brillantes, a ella se le quedaba pequeño el infinito y él la deseaba cada vez más. La hoja se deshacía en letras que caían como lágrimas sobre su cara hasta llegar a ser rocío entre sus piernas y ella la apretaba fuerte en el cuenco de su mano para sentir el deseo como una caricia susurrándole muy abajo una nueva historia que la penetrara con la fuerza de cada palabra, de cada imagen del hombre llegándole cada día, a las once, desde la nada.

Cada noche ella desplegaba la hoja y la leía muy despacio, dejándose arrastrar por cada letra, por cada palabra, hasta llegar al sueño, guiada por el camino de unas lentas lágrimas que surgían de todo el tiempo perdido, de tanto tiempo sin soñar, sin querer, sin buscar. Luego llegaba el sueño que ella quería vivir. Todo estaba allí: los árboles, el camarero, la mañana, el sol, el deseo, pero el hombre de cada día a las once no llegaba. Pasaba el sueño y el hombre no había llegado. El estremecimiento, la ansiedad, el desvelo, volvían hasta la madrugada y la luz de leche iba iluminando sus ojos abiertos, temerosos de cerrarse para no volver a encontrar sus sueños vacíos. En cada hoja había escrito un sueño, pero el hombre que los escribía nunca se encontraba en ellos.

Aquel día, cuando salió para reunirse con el hombre, llevó consigo su cámara de fotos y cuando éste llegó le besó suavemente en la mejilla y le dijo: “quiero hacerte unas fotos” y se quitó las gafas y el hombre vio su alma reflejada en el mar de aquellos ojos, sin poder imaginar que allí iba a perderla. Todo transcurrió igual, pero aquel día ella, además de su cuento, se llevó el material con el que construir su sueño. Con la ayuda de las fotos modeló con parafina una réplica perfecta del hombre, ensambló con la parafina un molde de barro e introdujo el golem en el horno. Cuando la parafina se derritió, escanció bronce fundido en el alma del hombre de barro y descansó durante el tiempo necesario para que la colación se solidificara.

Desvistió el bronce de su piel de barro y se quedó mirando aquella réplica como miraba a aquel hombre hasta que la escultura se hizo sueño despierto y hombre y vida y amor y sonrisa que la abrazaba y suavemente le quitaba la sombra de un temor con un suave beso en los labios y unos dedos cuidadosos, los del hombre, desabotonando su blusa, acariciando su cuello, su oreja, su nuca, su pelo, su cuello otra vez hasta llegar a su pecho y a su suave pezón sonrosado, despertando a un roce que se iba extendiendo por su pensamiento hasta notar su piel incendiada, su boca amarga con gusto a saliva de él que le daba más sed de él, y sus lenguas abrazaron sus cuerpos y se desnudaron y se recorrieron dibujando el mapa exacto de sus sexos con manos y dedos, con lenguas y bocas mordiendo esos rincones de sus vidas donde la identidad no necesita nombres. Y cuando pasó el orgasmo el bronce siguió siendo bronce y aunque ella rebuscó en su cuerpo no pudo encontrar la huella del hombre, sólo las de sus lágrimas y la de su propia mano acariciándose.

Y cuando se metió en la cama pudo llorar un ratito a gusto, tranquila, dando rienda suelta a todas las emociones contenidas después de haber recibido tanto cariño. Y lloró pensando que quizá sería la última vez que volverían a verse. Habían vivido aquella historia juntos, conociendo desde el principio cómo iba a terminar. Y ahora le dolía el alma, de tanto querer y de saberse tan querida, sin más. No habría más palabras, ni más caricias ni más besos ni más sonrisas. No podían permitírselo, y al saberlo de antemano, cada momento había sido más intenso que cualquier historia incierta que parece tejerse destinada a la eternidad. Apostaría una y mil veces que no habría nunca una historia tan de verdad, aún siendo casi irreal, mitad soñada, mitad vivida. En cada lágrima que ahora derramaba había una parte de esa historia, y ahora resbalaban por sus mejillas como despidiéndose de ella, de él y de sus vidas. Y recordó aquellos momentos iniciales en que sin propósito y casi sin darse cuenta, empezaron a coincidir en varios lugares, en varias canciones, en varias palabras, en algunas calles y en muchos sueños. Y cómo la certeza de saberse comprendidos los fue acercando poco a poco y tan rápido a la vez, que en un abrir y cerrar de noches los días se hicieron comunes y los deseos también. Recordó, sonriendo mientras lloraba, la emoción compartida de saberse solos en medio de la multitud. Y cómo hubo días en que no salía el sol por mucho que se empeñara el uno o el otro en que había que prender la luz. Y no quiso entonces pensar en nada más, se rebeló contra la lógica que auguraba que aquello tenía aquel final y contra el que no pudo o no supo luchar. Visitaría cada día el lugar donde soñaron, pero contemplándolo de lejos, para que no doliera más. Y sabía que pasarían los días, y los meses y media vida quizá hasta poder irse una noche a dormir sin llorar.

Esa noche ella al fin lo soñó. Se fue a dormir con sus quimeras de siempre, temiendo una vez más que no llegara aquello que tanto deseaba, llevarlo a compartir su mar. Se acurrucó entre las sábanas sintiéndose más indefensa que nunca por todo lo que no iba a pasar y derramando las lágrimas de siempre, empezó a soñar. Y lo vio aparecer a lo lejos, caminando por la orilla de aquella playa, desdibujada aún la mirada temblorosa y ardiente que cada día le mostraba al llegar. Le tendió la mano para que no pudiera escapar y le susurró “quédate conmigo, te voy a enseñar mi mar”. Él cogió su mano, acercó sus labios a su boca, rozándola, depositando el primer beso en su mejilla para acercarse lentamente a sus labios y resbalarlos con su lengua, muy despacio, apretándolos como si apretara así el tiempo en ella. Acarició con sus pulgares las sienes de la mujer y fue descendiendo con ambos dedos por sus pómulos, aumentando la presión a cada centímetro, modelando ese rostro por el que había escrito cada una de sus letras. Continúo su caricia hasta llegar a los labios que estaba besando y los introdujo suavemente en la boca de la chica, junto a su propia lengua, a la vez que con los restantes dedos sujetaba su nuca. Penetró aquella boca con su lengua y sus dedos, con ansia, con la sed de todo aquel mar que le llamaba, con la avaricia de tragarse aquellas lágrimas azules de ahogo y ganas que se vertían en su lengua hecha ariete y pene llegando muy adentro en aquella boca abierta y rendida para él. Las manos continuaron bajando por el cuello y luego rasgaron la blusa de la mujer con un crujir de ola que se confundió con el primer gemido de ella, quemándose desde las sienes a los píes, goteando flujo por la entrepierna, mojada desde el primer pensamiento que tuvo de él viéndolo llegar un día a aquel café.

Le dijo: “gracias por tantas palabras, gracias por tanto amor.”

Y el hombre le contestó: “Yo quería llevarte a mi cuento, y tú me has traído a tu sueño. Estamos igual de lejos, igual de solos.”

Y la chica se deshizo de su lengua y con su lengua recorrió esa piel que ella misma había modelado con sus dedos. Besó su nuez y abrió su camisa para morder sus pezones y su pecho, su ombligo. Sus dedos soltaron el cinturón, desabotonaron el pantalón del hombre para que cayera muerto en la arena. De un tirón la mujer bajó sus calzoncillos y le atrapó con ambas manos los testículos y el pene, apretó fuerte como si amasara barro mientras con sus dedos acariciaba sus ingles, su escroto, sus nalgas. Sus labios volvieron a unirse, a chuparse las lenguas y a separarse otra vez mientras la boca de la chica descendía hasta la cintura, hasta el muslo izquierdo, subía a la ingle y se perdía allí, mojando con su saliva cada pliegue de aquel hombre que no había podido sentirla sin ser estatua, sin ser algo más que una replica escrita de algo que no podía existir. La mujer introdujo el pene en su boca y cerró los ojos, su lengua lo circuncindó y lo bañó de sal, lo cimbró y lo bombeó como si quisiera sacar cada segundo del deseo que allí se almacenaba. Él se tumbó en la arena y la mujer, sin soltar el miembro de su boca, se ahorcajó sobre él. Sus glúteos bailaban a centímetros de la lengua del hombre y goteaban sobre aquella boca entreabierta olor de mar y sudor de sexo. El hombre agarró el tanga de la mujer por ambos extremos de su tira central y lo estiró hasta introducirlo entre sus labios vaginales, acercó su lengua y lamió el interior de sus muslos, sus ingles, sus glúteos, su ano, su vagina. Sus dedos recorrieron luego cada uno de estos sitios, horadando a aquella mujer en cada uno de sus recuerdos.

Ella le dijo: “Gracias por estas caricias, gracias por este amor.”

Y el hombre le contestó: “Yo quería darte cada uno de mis días, y tú me has convertido en estatua. Estás igual de sola, estás igual de lejos.”

Ella se puso a cuatro patas y él le bajó el tanga hasta los tobillos, se irguió sobre sus muslos abiertos y cobijó el pene entre las dos nalgas; lo mantuvo allí mientras lloraba el mar sobre la playa y las nubes ocultaban todo el sueño y el azul del cielo se disfrazaba de deseo. Introdujo su pene en la vagina mojada. Estuvo un rato sin moverse, sobre aquella grupa con sus manos abrazándole las caderas. Recordó cada una de las palabras que había escrito para ella, para vivir por ella, y las fue olvidando una detrás de otra, para morir por ella. Comenzó a mover su pelvis, al principio muy despacio, luego rítmicamente, progresivamente, mientras aquel culo que tanto había deseado se abría a su compás. Sus embestidas se hicieron más irregulares y más fuertes. Al chocar su pelvis con los glúteos de ella un estallido sordo les olvidaba de lo que habían sido, de lo que habían querido. Sólo quedaba el ruido, el mar, la playa, sólo los glúteos sonando y su pene sintiendo venir el orgasmo y los gemidos de ella acariciándose el clítoris con desesperación, y todo lo que no pudo ser mirándolos y burlándose un poco también.

La chica le gritó: “Espera, no te corras.”

Él le gritó: “Espera, no te vayas.”

Y ella sacó aquel pene de entre sus nalgas y lo metió en su boca y apretó fuerte para que no se derramara en la arena ni una gota de aquel esperma, para tragárselo todo y poder recordar su sabor cuando despertara del sueño.

Y él se quedó mirando aquellos ojos mar y cielo y nube por última vez y acabó de desnudarse. Caminó hacia la orilla y cuando el agua le llegó al cuello siguió caminando hasta el final. Ella lo miró diluirse en el verde y supo que le recordaría siempre. Metió dos dedos en su vagina y los llevó mojados hasta sus labios, los lamió absorbiendo hasta la última partícula de olor del sexo del hombre al que sólo amo en sus sueños. Se vistió despacio y abrigó su mirada con el gris del cielo nublado. Se quedó un rato largo mirando aquel mar. De espaldas y a contraluz parecía estar esperando a alguien, pero cuando se giró sus ojos eran del mismo azul del sueño. La muchacha del cuento sonrió y se puso sus gafas negras, luego se alejó caminando por la orilla. Cuando despertó no consiguió recordar si había soñado, pero al hombre no volvió a verlo nunca.

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jueves, 6 de mayo de 2010

El hombre que se quemó el alma

El hombre que tenía la llave abrió la inmensa puerta de madera con la rapidez que su cojera y su aún dormido entendimiento le permitieron. Tosió y escupió antes de embocar su cuerpo pastoso a través de la negrura del local. Sus renqueos le llevaron a la llave de la luz y todo se iluminó de amarillo triste como cada triste día se iba oscureciendo su vida desde el miércoles 16 de mayo de 2001. Aquél día le regaló un doble cd de Victoria de los Ángeles, era su cumpleaños, y ella le envío un sms que decía:

"Tengo los morros escosios J. Has oído el (alomorfo de “la”) aria 1 del 1r. CD? (si lo haces ahora no la pongas muy alta, lo justo para que la música te arrope".

El aria 1 del primer cd se titulaba "Oh mio babbino caro" y al hombre que tenía la llave aquella noche quedó arropado por esa música como una condena a varios siempres. Se venció sobre la vieja silla giratoria de agujereado skay negro y abrió a la misma hora del mismo reloj el cajón donde lo guardaba todo: las medias negras que ella conjuntaba con aquel body negro, el sujetapelos de plástico amarillo que aún conservaba algún resto de cabello, el paquete de Marlboro con 7 cigarros ya secos, el vaporizador fusiforme y dorado con el que ella incesaba la cama cuando de madrugada la abandonaba para volver con su marido y dejarlo a él con el olor de su ausencia. Sacó, como cada día desde entonces, una abultada carpeta que contenía cada uno de los capítulos que ella le había impreso de "Alicia en el País de las Maravillas". Cada uno de ellos estaba contenido en un sobre en el que ella, antes de depositarlo sobre su mesa de trabajo, había escrito "Señor L., Aventurero y Exportador de reptiles". Volvió a hojearlos una vez más y se detuvo como siempre en el "que le corten la cabeza" para sonreír y toser y escupir en un mismo gesto que el alcohol de tantos días y el cansancio y el hastío de tanto repetir, tanto repetir, habían convertido en mueca estúpida, abotargada saliva seca sobre la comisura de una vida podrida. En varias carpetas más se arrugaban cientos de hojas con cada uno de los escritos que él le había escrito, con cada uno de los mensajes de correo electrónico que se habían enviado, ordenados por fecha, impresos en azul los de ella, impresos en negro los de él. Allí estaban todos los escritos del hombre del espejo, todos los pensamientos del sujeto elíptico, todos los susurros de la mujer de negro, todos los sortilegios de las rotondas y los gatos.

Releyó, releyó otra vez lo que ya no sabía si era pasado o literatura, ternura o vicio. Puso en el equipo de música el cd y los dos minutos y un segundo que dura el aria duraron otra vez toda su vida mientras la sonrisa y la saliva y el desgarro en el pecho, la amargura de un momento apenas, tan repetida que ya es como un esputo más. Recordó el día del techao de los besos, y el primer encuentro en la escalera, su sonrisa abrazándole, guiando paso a paso por un mundo que él quería descubrir. Recordó su primera cena y a aquella chica que cantó "Algo contigo". Recordó como cogió su mano sobre la mesa y ella la retiró, recordó el paseo hasta el pub donde ella le empezó a contar aquella historia que ahora, diez años después, se había convertido en su propia historia. Y todas las cosas volvieron a ocurrir, como cada día, cada vez que leía aquellos escritos leía las mismas cosas diferentes que volvían a ocurrir de distinta manera, las mismas letras contaban diferentes historias donde ella siempre era ella y diferente. La innumera.

Y leyó la vez que ella le dijo:"No me lo pongas difícil" y a él se le rompió el alma porque sabía que las cosas fáciles no valen la pena y volvió a leer, como cada vez, el mismo párrafo y ya no ponía eso, ponía: "Sé que querer es fácil si no se tiene miedo". Y ella tenía miedo a querer, a que la quisieran, y una noche, en aquel garito, metió las manos en los bolsillos del abrigo del hombre que tenía la llave y le besó durante dos lunas nuevas y le dijo como disculpándose: "Yo no puedo ser fiel" y él en ningún momento pensó que ella no estaba hablando de su marido, sino de él. Y todas las palabras, todas las historias volvieron a mudar en un baile en el que los ojos de cualquier lector terminaban por llorar.

Y leyó la vez que ella le dijo: "Tengo un nudo en el estómago" y fueron a aquel jardín en aquella plaza y ella le dijo hemos terminado y el no tenía palabras, por primera vez no había ninguna palabra que decir ni escribir y ella se fue y a partir de aquel día sólo quedaban para follar y ella lloró, lloró con sus lágrimas tranquilas y desoladas y le gritó en la estación del metro: "¿Qué quieres de mí?" y él le dijo: "Yo sólo quería quererte" y hace unos días el hombre que tenía la llave la ha encontrado en el metro, como muerta con su pelo gris y sus ojos apagados, su gesto de los días malos en los que sus labios se plegaban desvalidos como escondiéndose del mundo. Y se han mirado con la mirada del revés y las letras se han callado todas y el hombre que tenía la llave se ha dado cuenta de que ni uno sólo de los minutos que ha vivido pensando en ella ha valido la pena y ha sentido tanta pena por ella, ha sentido tanta pena de él, de cada uno de los días que no ha vivido releyendo aquellas letras para que fueran de ella, que no ha dudado en echar a correr con su alma amputada y su pierna de carbono hasta abrir el cajón y cumplir el rito diario por última vez antes de quemar aquel inmundo local con él dentro, aquellos inmundos relatos, aquellos inmundos escritos que se escribían de nuevo cada vez que él los leía, cada vez que una nueva llama los ennegrecía como aquella mujer había ennegrecido su puta vida.

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lunes, 26 de abril de 2010

Chica leyendo a Murakami en el metro

El cartel que llevaba la chica colgado al cuello ponía: "No moleste, por favor, estoy leyendo". Estaba leyendo un libro de Murakami. Tokio Blues. Lo llevaba leyendo, lo llevábamos leyendo, más de dos semanas. Como iba por la página 260, justo cuando muere el padre de Midori, calculé que más o menos, a dos viajes de seis paradas al día, le quedaba una semana aún para terminarlo. Yo llevaba más de un mes poniéndome a su lado en el metro, un poco detrás y en diagonal, para poder leer cada palabra que entraba por sus ojos y compartirla. Había veces que me parecía oír en su mente el eco de la misma palabra que yo acababa de leer y entonces, sí, por un minúsculo momento era feliz. Antes de Murakami habíamos leído un minúsculo librito de Camilleri sobre Caravaggio, apenas nos duró dos días, y antes de éste los dos nos emocionamos y hasta nos excitamos con "El viajero del siglo", de un tal Neuman. A mí nunca me ha gustado leer y al principio de conocerla simplemente la observaba. Cada día me ponía un cartel diferente para que no reparara mucho en el demacrado rostro que no podía quitarle la vista de encima. Me encantaba verla sumergirse en el libro que llevara, sentir su respiración acompasarse con aquello que de pronto vivía en su interior, con las comas y puntos que marcaban su pensamiento, su pulso y cada latido de mi corazón expectante a cada uno de los mínimos gestos que la historia que sustituía a su historia le provocaba; imperceptibles para cualquiera, pero grabados en mi mente con un cincel que también me arañaba el alma.

Aquel día, entre la tercera y cuarta parada, en la página 272, cuando Hatsumi pregunta a Watanabe si el amor de éste es ilícito, la chica de improviso cerró el libro sobre sus dos pulgares, se giró y se quedó por un largo momento mirando mi cartel. Un temblor convulso me bañó de sudor y pánico. La chica leyó el cartel, pude oír también este eco, y con un movimiento muy lento de su mano derecha alzó sus gafas de sol y sus ojos para mirarme. Eran unos ojos azules y verdes a la vez, con la mirada más limpia que había visto nunca, con cientos y miles de letras flotando en ella, proyectando cada una de las historias que había leído, que había vivido, en mi deseo de vivirlas yo con ella. Me sonrió con dulzura y congeló por un instante infinito su mano su mirada y su alma para que yo pudiera leer en ella, luego acarició mi cartel y lo leyó en voz alta: "Ya no tengo palabras". Después de eso, abrió el libro y siguió leyendo.

Durante dos días no me atreví a subir en el metro con ella, así que me perdí buena parte de lo que quedaba de Tokio Blues. Me limité a acudir a la tienda donde trabajaba. Allí me parapetaba tras el escaparate e intentaba seguirla con la mirada sin que ella lo sospechara. En la tienda vendían carteles. De todos los tipos y con toda clase de leyendas. La gente entraba y salía con un cartel nuevo, con una leyenda nueva, colgado del cuello. Cada leyenda era una vida nueva, o una forma de ser diferente para el que la portaba. Unas eran completamente abstractas: "Ilusión", "Espero continuamente"; otras incomprensibles: "Dios de los azules", "Sator Arepo Tenet Opera Rotas", y muchas, la mayoría, eran simples y repetidas nominaciones: "Cartero", "Orador" e incluso "Pensador". Cada cosa, pensamiento o ser que existiera en este mundo estaba reflejado en una leyenda. La gente cambiaba constantemente de cartel y leyenda con la esperanza de un día encontrar una vida que verdaderamente les valiera la pena, pero aún no se sabía de nadie que hubiera dado con la leyenda adecuada. Yo, por mi parte, fabricaba mis propias leyendas, aunque bien sabía que sólo un cartel homologado podría surtir efecto, pero también era cierto que en general hacía ya mucho que no me interesaba nada mi vida, ni cualquier vida salvo la de aquella mujer con la que podía vivir escasos momentos cada día mientras leía por encima de su hombro.

Al tercer día no pude resistir más la ausencia de su eco y volví al metro a leer con ella el último tercio de la novela. Iba por la página 332, cuando Midori, con gafas oscuras, como la chica de las gafas de sol que la leía, y vestida con un jersey de color de la artemisa (soñé para siempre verla a ella vestida con ese color), no quiere hablar con Watanabe y yo me pregunté si ella querría volver a hablarme, a leer con su lentitud de sueño deseado la leyenda de mi cartel, a sonreírme con esos labios que sonreían marcando el camino de la vida que yo hubiera querido vivir si hubiera podido escribir la leyenda "Me das paz cuando me miras", pero mi cartel de ese día ponía "No tengo más días" y ella se giró y me miró largamente y luego miró mi cartel y leyó con su voz de cantar nanas a los hombres rotos: "No tengo más días" y me acarició la mejilla y sonrió y me dijo: "¿Quieres que almorcemos en el río" y me quitó el cartel y se quitó el cartel y bajamos en la sexta parada y fuimos hasta el río y allí me cantó una canción que decía "No hago otra cosa que pensar en ti" y escribió en su cartel "Necesito que me abraces" y nos abrazamos y estuvimos así todas nuestras vidas durante uno o dos minutos y creo que una de sus lágrimas llegó a mis labios y entonces los dos reímos y ella me dijo no tengo el cartel que diga "Te quiero" y me besó en los labios y a lo lejos vi su vida, su hija, y me alegré de que fuera feliz sin necesidad de carteles y el sol se fue, Murakami se fue, y ella se volvió y me pidió no vuelvas, y yo le prometí que no volvería a leer tras su hombro nunca más, no subiría nunca más en su metro ni iría a mirarla tras los cristales y escribí en mi cartel una leyenda que decía: "Los ecos de tus palabras fueron mi voz" y corrí a comprarme Tokio Blues, edición de bolsillo, y empecé a escribir en los huecos de sus páginas la vida que yo hubiera querido vivir con ella.

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viernes, 2 de abril de 2010

El hombre del espejo y los días sin fin

 

En ese país los días duraban veinticuatro horas y nunca se volvían a repetir. Nunca se volvían a repetir porque ningún nuevo día tenía nada que ver con el anterior. Cada cosa o cada vida dejaba de sentirse en la hora 24 y volvía a renacer en el minuto cero sin tener el más mínimo recuerdo de haber existido o de haber sido. Los inviernos no se iban ni los veranos llegaban, la felicidad no se añoraba, sólo se sentía. Cuando se sentía. Todo sucedía tan de primera y última vez que en realidad a nadie le importaba si había pasado o no. La gente no se reconocía por la calle y los escaparates reflejaban extrañas caras acostumbrándose los perfiles.


Nunca nadie llegó a preguntarse cómo, pero las cosas así funcionaban bien, al menos durante veinticuatro horas. No había rencores ni amores, los destinos y las huidas siempre terminaban en el mismo momento y las horas más largas siempre se detenían bajo el mediodía.

 
En ese país el tiempo no duraba lo suficiente para saberse tiempo y las vidas se amontonaban en los cuerpos sin llegarse a tropezar. Un día uno era uno y otro día el mismo era otro, pero todo se sucedía y nada hacía pensar que pudiera volver a suceder.


Las primeras horas eran siempre difíciles para todos. Al amanecer daba la sensación de que había que hacer algo, pero esos ímpetus tempranos se iban calmando poco a poco, minuto a minuto, sin necesidad de más comprensión que la intuición de que la experiencia era como el falso recuerdo de un miembro amputado. Cuando el sol empezaba a calentar todo el mundo ya se estaba acostumbrando a ser sí mismo y no quería más que deambular y mirarse y mirar y unos pocos empezaban a soñar y se quedaban quietos, muy quietos, como un poco asustados de saberse soñar.


Esa noche llegó y el hombre del espejo se desperezó con ruido de huesos antes de acercarse a la maquinaria del reloj y acariciar suavemente con la yema de los dedos su única saeta. Con precisión y cariño avanzó la manecilla un segundo para que su vida fuera un segundo más corta y el nuevo día aplastó al viejo día y los hombres continuaron a lo que estaban haciendo siendo ya otros hombres y haciendo  otras cosas  diferentes  a  las que estaban  haciendo y el tiempo comenzó de nuevo, todo comenzó de nuevo menos la vida del hombre del espejo que estaba condenado a seguir su vida día tras día sin la suerte del olvido ni la paz de no saberse.


En ese país nada se paraba salvo el tiempo y el silencio. Todo continuaba diferente y extraño, todo era igual e irreconocible, todo era nada y nada servía más que para ser nada. Todo estaba bien y el hombre del espejo seguía cada día con su pequeña trampa adelantando un segundo la vida para que la pena no fuera tan larga, para poder llegar a algún día en el que no hubiera más días ni países ni toda esa tristeza de ver a sus amores odiarle o callarle en estaciones de metro, sin saberse ya amores, con mechones grises en los cabellos y miradas de desprecio y hastío, con tanto no ser ya, con tanto ser otra cosa, cada veinticuatro horas, que ya no era aquella otra cosa.


El hombre del reloj ve a sietelunas en la estación del metro, como cada día, y va hasta ella, como cada día, y le dice que aunque el tiempo ya no exista él la quiere igual, aunque ella ya no sea aquella y todo esté sucio hasta el recuerdo de aquella caricia en la mejilla bajando las escaleras del metro de aquella época en aquel país en aquella vida en que la vida parecía existir. Y sietelunas le dice no me digas nada, no sé quién eres, sólo quiero estar aquí sola con mi cara de pena y mi mechón de cabellos blancos, mis labios cerrados y no verte no verte más hombre del espejo que me buscas cada día y yo cada día soy otra otra muerta diferente que te olvida desde entonces. No me importas nada hombre quién seas, ¿te lo tengo que explicar o quieres que me muera?


Y el hombre del espejo sabe que sietelunas ya no tiene que explicar nada porque ya hace tanto que no existe que ninguna palabra tiene ya lugar ni asomo ni siquiera voz, pero la oye y se refugia por un momento en su mirada y quiere ver aquellas nubes azules pero ahí sólo hay vacío y locura de no saber más días, más tiempos que recordar para olvidar los otros tiempos. Nada existe, sólo el día y la estación de metro y el desprecio y el no querer haber vivido.


El hombre del espejo se aleja y sigue observándola cada día y avanza la manecilla del reloj para que todo acabe pronto.

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miércoles, 20 de enero de 2010

La columna Durruti

Restaurante. Interior noche.

—¡La guerra no tiene ninguna regla!

La alta voz me hizo desviar la mirada desde los ojos de mi mujer al grupo de seis hombres que cenaba en la mesa de al lado. Mi mujer es rubia de bote y hace año y medio que me engaña con un compañero de trabajo. Lo sé porque los sms son delatores y porque ahora a veces me trata con un cariño que sabe a conciencias y perdones que nunca me pedirá. Entre los dos todo ha ido mal siempre, pero eso no quita el cariño. En el banquete de bodas rompió con mis padres y cuando tuvimos al chico se tiñó el pelo. Entonces supe que ya no me quería, pero siguió conmigo por la hipoteca y porque yo hago todas las noches la cena. La niña tiene ahora dos años y se parece tanto a ella que es rubia como la lluvia y adorablemente callada como su silencio.

A los dos nos gusta salir a cenar y mirarnos a los ojos como si aún nos quisiéramos, ella juega a que me quiere y yo juego a que me quiera mientras la quiero; luego nos vamos a casa y follamos cada uno a los suyo: ella pensando en que me engaña y yo pensando en que me engaño. Todo está bien.

—¡No puedo admitir lo que dices! Negar que la guerra está sujeta a la ley es hacer de la guerra una excepción que niega su propia excepción: cualquier transgresión necesita su norma; justificar la tortura, o la muerte de inocentes en una guerra, es negar la guerra como excepción a la convivencia, es darle una carta de naturaleza independiente de su contrario, la paz, y por lo tanto éticamente injustificable.

La discusión de la mesa de al lado acaparó toda mi atención y por un momento sentí envidia de sus voces y sus razones enfrascadas en unas trincheras en las que me hubiera gustado tirarme de bruces, acalorarme con ellos, beber y no ver los ojos de mi mujer enfrente y sus labios queriéndome querer sin verme, sin sentirme desde la primera vez que mi dedo raspó su vagina seca, desde la primera vez que ya ninguna vez era primera vez.

Uno de los de la mesa agitaba su dedo índice indignado oponiendo cualquier posibilidad de ser a las opiniones del otro; este otro alzaba su mano escorzada amagando un vaso invisible mientras acusaba al santo Vicente, así se llamaba, de conversaciones de cubata alejadas de la realidad. Vicente, más indignado si cabe, se levantó y con su dedo en ristre fulminó a su interlocutor con una mirada en la que las palabras dejaron paso a una ética que no sabía de premisas ni argumentos, una ética que es una guerra que es un no.

Y yo miré a mi mujer y le dije no y ella me dijo no qué y yo le dije no tú, no tu amor, no tus labios, tus mentiras, tus tequieros tus niños tus besos tus reglas tus deseos tus miedos tus fríos tus ganas tus desganas. No tú. Y ella se levantó y se fue a esperarme en casa o se fue con su amante, no sé; y yo me levanté y me acerqué a ellos y les dije:

—Me llamo Amadeo, ¿puedo sentarme con vosotros?

Y ellos dejaron de discutir y se quedaron atónitos mirándome y me dijeron que me sentara y yo les hablé de que nunca había estado en la guerra ni había hecho la mili, pero que la guerra era cada día, cada pensar, cada ver, y que verlos allí tan juntos discutiendo sólo de ideas sin pagos ni plazos, bebiendo tan juntos en la misma trinchera, me había hecho sentirme un poco bien, me había hecho recordar aquellos tiempos en que creía en luchar o en querer, aquellos sábados de ver amanecer en algún banco de algún jardín creyendo en lo que decía, creyendo en lo que me decían, y el camarero sirvió otra ronda de orujos blancos y ya estaba yo allí, junto a ellos, en la Columna Durruti, me dijeron, y pasaron dos o tres horas, y hablamos de Quico Sabaté y del Facerías, y yo les dije que no sabía quienes eran, que yo en realidad era más de oír en la radio al Jiménez Losantos, y ellos se rieron y dijeron que había empezado mi conversión y creo que todos estábamos ya borrachos cuando empezamos a cantar la Internacional y nos sentimos orgullosos de ser libres o por lo menos de creérnoslo.

Y amaneció y nos despedimos con un abrazo y yo sentí que por esas horas había recuperado una forma de mirar diferente y hubiera soñado poder mirar así de nuevo a mi mujer, como cuando la conocí y el amanecer de cada día era su reflejo y en este amanecer ahora ya ando yo sólo hacia mi casa, feliz y triste de saber que sólo espero que ella siga allí, con mis hijos, aunque ya no sea ella, y camino despacio, tropezando y silbando, pensando en voz alta en mis nuevos camaradas, pensando que nuestras mujeres nos han abandonado y nuestros hijos son los hijos de los otros. Pensando que sólo nos quedamos nosotros, los que vivimos, los que sentimos, frente a alguna trinchera que nos hace pensarnos camaradas, frente a alguna guerra o alguna idea que nos hace formar en columna y abrazarnos a un recuerdo o a un sueño que se pueda llamar Durruti o como quiera que se llame.

 

 

Más información:

Buenaventura Durruti:

http://es.wikipedia.org/wiki/Buenaventura_Durruti

http://www.sbhac.net/Republica/TextosIm/Durruti/Durruti.htm

http://www.kaosenlared.net/noticia/discurso-buenaventura-durruti-gran-revolucionario-anarquista

La Columna Durruti

http://es.wikipedia.org/wiki/Milicia_confederal

http://agora.ya.com/barricada36/1936/durruti2.html

http://www.alasbarricadas.org/forums/viewtopic.php?f=19&t=42049

http://guerracivil.forumup.es/about3816-guerracivil.html

Quico Sabaté

http://es.wikipedia.org/wiki/Francesc_Sabat%C3%A9

Josep Lluís Facerías

http://es.wikipedia.org/wiki/Josep_Llu%C3%ADs_Facer%C3%ADas

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=55389

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martes, 19 de enero de 2010

Memoria

Memoria de cada día

que me moría o que vivía.

¡Qué memoria ni qué vivía!

¿De qué me moría si ya no había vida?

 

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miércoles, 23 de diciembre de 2009

Por el socialismo hacia el mimetismo

Últimamente se están poniendo de moda los videos en donde, de forma pretendidamente espontánea, la gente se une en un ritual de mímesis que abre los corazones del personal a la emoción de lo solidario, lo empático y lo grupal. No estamos solos, somos como ellos, y nos emocionan las mismas cosas, nuestras cosas. Es el pensamiento único llevado a la coreografía de grupo. No eres malo, eres como ellos, como todos, como nosotros, como él, como ella, aunque en tus ratos desagrupados engañes a tu marido y jures por tus dos hijos, aunque disimules y llores en los días señalados, como índica la regla (esa otra regla), aunque te cueles en el metro o defraudes a hacienda (los que bailamos somos todos) o des para caridad todo lo que has robado a tu chica de la limpieza. Es bonito integrarse y participar del rito, hacer el mismo paso, creer que somos mejores por estar juntos y entregarnos a ceremonias que nos cogen de la mano para cruzar las éticas, las conciencias y las querencias.

No hemos alcanzado el socialismo, pero estamos, todos unidos, alcanzando la república del mimetismo.

 

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lunes, 30 de noviembre de 2009

El día que soñé con Hilary Hahn

 

Me llamo Godofredo Ros y desde el día en que me abandonaron en un contenedor, apenas recién nacido, siempre he tenido una atracción especial por la música. Al principio, en los largos días de aquella infancia, cualquier ruido callejero me sumía en una especie de trance en el que mis sentidos rasgaban mi interior y una melancolía anegada de lágrimas sin derramar me ahogaba hasta no ver, ni saber. En esos momentos la vida me dolía con otro tipo de dolor, tan intenso y tan vivo que me hacía sentirme bien. Era una paradoja.

Sentía gran predilección por los bocinazos de los coches y cuando me escapé del orfanato me agencié una caja de limpia y me aseguré el cruce de calles con mayor tráfico rodado de Lisboa. Sin pensarlo había unido dos actividades que me llevarían por todo el mundo en busca de ese dolor que me hacía feliz. Aprendí a distinguir tonos y notas, tiempos y silencios, entre los ruidos que se iban acoplando formando melodías y risas de la gente al pasar y cada una de las caras de los transeúntes era una corchea o una semifusa, cada boca vocalizaba silencios que llenaban mis melancolías amontonadas de años y más abandonos y tantos olvidos. También aprendí a mirar a la gente desde abajo hasta arriba.

Un día de muchas ciudades después oí una bocina que me rasgó el corazón y me cosquilleó desde la nuca a la punta de los pies, hasta hacerme dejar la caja y un zapato, con su pie dentro, a medio limpiar. Estábamos en la plaza del viejo ayuntamiento de Praga y aquel maravilloso ruido venía de alguna calle atrás, de algunos siglos antes sin parar de estirar el aire y el tiempo y el mundo con un sonido que de pronto vi atravesando toda mi existencia, un hilo de oro que venía desde los futuros y me ataba, me giraba y por un momento supe que la melancolía se había ido cuando en la plaza Malé Námësti la vi.

La mujer llevaba puestas unas botas marrones de ante. A mitad pantorrilla emergían unos estrechos vaqueros y un grueso jersey de lana blanca abrazaba sus caderas y su cuerpo y su cuello como yo soñé para siempre desde ese mismo momento. En la plaza no había coches ni ruidos, sólo la música de su violín acostado en su mejilla. Su rostro y su pelo y sus ojos me hicieron feliz nada más verlos. Tan feliz que casi no podía soportar el dolor. Era otra paradoja.

Muchos días después supe que aquel sonido maravilloso que la muchacha irradiaba era una composición de un tal Bach. Supe también que la música es otra clase de ruido, de familia bien, y que ella se llamaba Hilary y besaba dulce y sin prisas ni billetes de por medio. Supe que si cerraba los ojos la veía y que si pensaba en ella me hablaba y ya no había melancolía porque ella y su música llenaron cada día y los meses viviendo juntos en una pequeña habitación de la calle Retëzová, justo al lado del café Mommartre, donde ella tocaba su violín por las noches para que la gente se enamorara y olvidara por un rato que el amor nunca se queda a escuchar. Yo bebía becherovka hasta que todo se me desdibujaba alrededor de su música y su cuerpo.

Cuando terminaba su trabajo paseábamos por la ciudad vieja. Ateridos de frío nos abrazábamos hasta que el calor nos humedecía y volvíamos con prisa a la habitación para follar despacio y contarnos viejas historias imposibles que los dos creíamos entre risas y miradas húmedas que nos enganchaban otra vez a que quizá el futuro sí que podía ser.

Por las mañanas ella practicaba con el violín y yo me quedaba en un rincón, abrazado a mi caja de limpia, con los ojos cerrados y pidiendo por favor que no acabara la música, que no dejara nunca de sonar aquel violín, aquel amor. Tenía tanto miedo de que todo fuera un delirio que no me atrevía a abrir los ojos hasta que su mano no venía a socorrerme, a acariciarme, a traerme al mundo de los sueños.

Un día la música cesó.

 

Más información:

http://www.hilaryhahn.com/

http://es.wikipedia.org/wiki/Hilary_Hahn

http://www.lastfm.es/music/Hilary+Hahn

http://www.classissima.com/spa/people/Hilary_Hahn

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sábado, 21 de noviembre de 2009

En un tren

 

La estación del Norte de Valencia es, además de un poco secesionista, modernista y muy bonita. P está esperando el tren para Vinaroz y una mujer, muy joven para él, se le acerca y le pregunta si esa es la vía del tren para Barcelona y si hace falta cancelar el billete en algún sitio. P está aburrido y cansado y triste, pero la sonrisa de la muchacha es como una película y él le dice que cree que sí porque él va a Vinaroz y que no hace falta validarlo porque él tampoco lo ha hecho y ella le mira sin dejar de sonreír y le dice gracias y le sigue mirando y un muchacho se le acerca y muy formal, las distancias, también le dice gracias y se aleja con la muchacha unos metros y ella con su preciosa sonrisa y su preciosa mirada se despide en silencio.

P no puede evitar sentarse en el vagón detrás justo de la pareja. La chica tiene una melena rubia que debe saber a medialuna y unos ojos azules grises que parecen chisporrotear cuando miran, su culo es un tobogán donde apenas se sujetan unos shorts negros y su pezón izquierdo parece desperezarse tras su camiseta también negra. A P le duelen los pensamientos y saca su libreta de hule negro para escribir algún poema que le esconda de la memoria.

El tren arranca y la chica y el chico hablan y ríen y parecen querer gustarse y ser muy amables e ingeniosos. Los principios siempre son así y P se alegra, qué estupidez, de notar que la pareja se conoce desde hace poco cuando ve cómo el chico mira el culo de la chica que se ha levantado para coger algo de su mochila y saca unas fotos y empieza a enseñárselas al chico y a P que espía desde el asiento de atrás. La chica, en una de esas, mira y ve la mirada de P y vuelve a sonreírle como antes y a P le hace daño la vida otra vez y se alegra de seguir vivo otra vez.

Las fotos y los paisajes pasan por la ventanilla y P se levanta para ir al servicio y luego se acerca al bar y pide un orujo blanco de esos que acartonan las lágrimas en la faringe e intenta no recordar que recuerda cada segundo que se fue cuando una sombra rubia a su lado le sobresalta y es la rubia pidiéndole fuego y él, temblando a su edad, no fumo, pero el camarero seguro, y ella, su sonrisa, gracias, ¿qué estás bebiendo?, orujo, ¿qué?, orujo, es aguardiente, lo hacen en Galicia, ah, Galicia, el año que viene iré a Galicia, ¿eres francesa?, sí, soy de Lille, ¿de Lille?, qué lejos y qué acento tan bonito que tienes, que bien hablas español, es que yo siempre tengo novios españoles y así se aprende mucho, jajaja, y su mirada y sus labios abiertos y P viviendo otra vez, pobre tonto.

Y pasan cinco minutos y parece que han pasado dos meses y ella está muy cerca y huele muy bien y ya saben a qué se dedica cada uno; lectora, en una editorial, ella; funcionario, de prisiones, él; tan joven, ella, tan mayor, él. Tan bonito estar así hablando mientras pasan los campos y casi rozar el agua de sus ojos y casi rozar sus labios con los dedos y todos los años pasados parecen zombis saliendo de sus tumbas y agarrándose a los tobillos de P para que su ilusión no se convierta en otra mentira.

Las palabras parecen músicas que no importa lo que digan, los gestos se van haciendo cercanos y ovillo y lana con gusto de estar cerca, casi rozándose, y lo que piensan se queda siempre dos segundos detrás de lo que sienten, como si fuera una doble imagen de lo que quisieran sentir. Ella habla y ríe y cuenta y de pronto la sonrisa se congela y el gris de los ojos es un poco negro y la voz un poco grave, un poco hueca, completamente nueva al contarle algo que nunca había contado, que un día un chico murió por ella, justo en una vía de tren, porque el chico la quería, pero ella no, la historia de siempre y el tren, la adolescencia, la vía, la muerte. Y P calla que no le importa nada la historia, pero verla así triste y seria y tan adentro ha valido tanto la pena de cualquier muerte, de cualquier vida, que P no puede evitar sentirse un poco hipócrita cuando pone su mano sobre la de ella y siente el contacto de su vida y se siente más cerca de ella que de sí mismo y sabe que todo es mentira, cualquier cosa, y hubiera muerto allí mismo por besarla, pero la muerte nunca ha sido tan fácil, y sólo puede acompañar el desliz de la lágrima de la chica por su mejilla, cuánta mentira, y susurrarle un tú no tuviste la culpa sabiendo que no es verdad, que todos tenemos siempre la culpa, por más que escribamos poemas para engañar.

La mano de P sigue yaciendo sobre la de la chica. El traqueteo del tren divide la vida en trozos y el tiempo parece una línea recta que se aleja de sí misma. Es ya de noche y P y la chica siguen hablando. Es posible que nunca follen, pero los cuarenta y cinco minutos que llevan juntos ya han removido cada uno de sus flujos, lo demás es puro acontecimiento. P pide otro orujo y ella le acompaña, P le cuenta su historia, le habla de su mujer, su amor desde los dieciséis, de su hija, su único amor, de su amante, de los celos de su mujer, de la locura de su mujer, de la muerte de su hija ahogada por su mujer, de su soledad, de su culpa, de su hastío, de su nada. El tren llega a Vinaroz.

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lunes, 2 de noviembre de 2009

Home Proyect

Yann Arthus-Bertrand, el muy valorado fotógrafo francés; sobre todo desde que se especializó en hacer fotografías aéreas por todo el mundo; presentó el pasado mes de junio su documental HOME, uno más de los proyectos encaminados a conseguir alcanzar un desarrollo sostenible como única forma de preservar nuestro entorno, la naturaleza.

Pero HOME no es un proyecto cualquiera, se trata de una impresionante obra de arte que ensambla las fotografías tomadas por Yann convirtiéndolas en una espectacular película de animación que se completa con una espléndida banda sonora de Armand Amar y un texto en off que va explicando de una manera muy gráfica cómo la acción antrópica está acabando con lo que permite nuestra vida.

El proyecto fue subvencionado con 10 millones de euros por el grupo francés PPR, al que pertenecen marcas como Gucci, Fnac o Puma. Se ha creado un interesante debate sobre el hecho de que los logos de estas marcas de lujo aparezcan en los créditos de la película: ¿marcas de productos superfluos patrocinando el consumo responsable?, ¿una más de las vueltas de tuerca del capitalismo?

Aunque dura hora y media, os aconsejo que os pongáis cómodos y la veáis con atención. Vale la pena. No la puedo poner entera aquí, pero os pongo el enlace:

http://www.youtube.com/watch?v=SWRHxh6XepM

(ya sabéis, a pantalla completa)

 

Más información:

http://www.yannarthusbertrand.org/v2/home_es.htm

http://www.davidporcel.com/

http://www.scoremagacine.com/Compositores_det.php?Codigo=1564

http://mpmv2.foroactivo.net/europa-f14/armand-amar-discografia-t36.htm

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viernes, 23 de octubre de 2009

El monstruo y la polaroid

Diez segundos para autodisparo.

A las nueve de la mañana Amadeo Moreno termina de un trago su cuarto barrechat y consigue que la copa ya no le tiemble en la mano mientras se ahoga con la siguiente calada al cigarro y se escapa corriendo al baño para escupir en el lavabo otro viscoso esputo rojo. Deja correr el agua para que desaparezca la sangre y el miedo. Se mira al espejo y sonríe sin ganas. Está vivo y aún puede caminar. Viste su raído traje oscuro y la corbata azul de ir a vender colonia de marca falsificada. Siempre le ha gustado su sonrisa, aunque también sea falsa.

Sale a la calle y lo ve. Hacía mucho tiempo que no lo veía, pero cada cierto tiempo se vuelve a encontrar con él. Desde que tiene uso de razón. Le recuerda mirando casi a hurtadillas como los demás niños jugaban, apartado, como sin derecho a mirar desde su feo y deformado rostro. Se recuerda a él mismo mirándole también huidizo, con miedo a que sus miradas se encontraran y aquello que era sólo un monstruo se convirtiera en una persona. Siempre había sentido vergüenza de la fealdad de aquel niño que se fue convirtiendo en muchacho a la vez que él en su mismo barrio. Nunca cruzaron una sola palabra y Amadeo se acostumbró a olvidarse de él apenas cambiaba de dirección para no verlo demasiado cerca.

Luego sin darse cuenta olvidó también su infancia y las cosas le fueron bien. Encontró un buen trabajo con cochazo incluido. Se compró un piso en una de las mejores zonas de la ciudad y una mujer rubia de bote que le parió un niño y una niña guapísimos. Se hizo de derechas y empezó a oír la Cope y a aguantar las broncas de la rubia por quedarse con el jefe a tomarse la cervecita de los viernes. Un día se quedó sin trabajo y poco después encontró a su rubia de bote follando con otro en su cama. Sólo pudo oír el llanto de su hija en la cuna y a su mujer gimiendo: "Dame caña, dame caña". Se fue sin maletas ni niños. Ahora se dedica a ir por las calles vendiendo las colonias e intentando ocultar con ellas el olor a putrefacción que desprende su hígado.

Cinco segundos para autodisparo.

Ya no recuerda que más le ha contado al monstruo. Sólo recuerda que por una vez ha tenido más vergüenza de sí mismo que del horrible y se ha acercado a él. Está mucho más deforme y monstruo, pero en un momento se ha convertido en persona. Han hablado y hablado sentados en un banco del parque. Ha descubierto que el monstruo es una persona cultivada y sensible, con un sentido del humor y de la ironía que él ha perdido hace mucho. Han recuperado con avidez toda la amistad que no se habían dado, se han mirado a los ojos sin miedo y Amadeo le ha perdido perdón sin decírselo. Aquel intocable al que todos rehuían está abrazándolo en ese banco y Amadeo siente cosquillas de cariño en la garganta y carraspea y dice que van a pensar que estamos liados y Tito, así se llama, ríe y dice que de alguna manera las infancias lían a las personas para toda la vida. Dicen muchas cosas más. Se levantan y caminan y Tito le cuenta que es muy feliz desde que aceptó ser como es, que está contento de haber vivido tanto y de haber sentido amor y el sol y todas estas cosas con las que algunos se engañan a sí mismos para no sufrir tanto.

Tito convence a Amadeo para que vaya a su casa y éste se sorprende de ver una decoración tan cuidada. Las paredes están llenas de fotografías del skyline de multitud de ciudades. Todas las ha hecho Tito. También hay un cuadro con un gato blanco eclipsado por una luna negra. Se llama "Eclipse de gato", pero ésa es otra historia, apunta el narrador. Amadeo se encuentra un poco incómodo, nervioso, en la casa ajena, y agradece el cardhu de doce años que le ofrece el anfitrión.

Tres segundos para autodisparo.

Tito es encantador y lo sabe. Le habla de sus viajes, de cómo le gustaba observar a los otros niños jugando al futbol porque, mientras lo hacía, se imaginaba a sí mismo jugando con ellos. Amadeo se atreve a preguntarle por su deformidad y Tito ríe como para adentro y sale de la habitación para volver enseguida con dos álbumes de fotos. Son instantáneas sacadas con una cámara polaroid. En la primera foto que le enseña hay dos bebés idénticos en una incubadora. Los bebés ya no vuelven a aparecer juntos en ninguna fotografía, pero en cada una de las siguientes páginas del álbum hay dos fotografías, cada una de ellas de un niño. Pocas páginas después Amadeo se reconoce y enseguida lo reconoce también a él. A cada fotografía el niño que fue Amadeo se muestra con mejor aspecto, a cada fotografía Tito aparece más deforme. Con el corazón a punto de helársele, Amadeo pasa página tras página, toda su vida y la de Tito están unidas por las fotografías.

—Es el retrato de Dorian Gray.

—No. Es nuestro retrato —Tito ha perdido su amabilidad—. Cada vez que yo te hacía una foto, parte de lo malo que llevabas contigo venía a mí. Desde que nacimos ha sido así. Tú has llevado el mal dentro de ti, yo lo he llevado fuera de mí. Ahora sólo nos queda la última foto.

Amadeo comprende y siente un poco de alivio. Está dispuesto. Tito prepara la polaroid, toma el cable disparador y se sienta junto a Amadeo. Ambos sonríen.

Autodisparo.

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domingo, 18 de octubre de 2009

La buena familia

 

Marta cierra los párpados y graba con fuerza en su oscuridad un deseo. Luego sopla y la vela se apaga y todos cantan y aplauden a sus quince años que por un momento parecen felices aunque la tarta la haya encontrado su padre en un contenedor. Abre los ojos y su mirada distorsionada por una lágrima recorre las arrugas de su madre, las manchas alcohólicas de las mejillas de su padre, los mocos de pegamento esnifado de su hermano pequeño. Se siente feliz y muy triste de saber que sólo es un momento.


La tarta está buenísima y se la comen en un santiamén, señor suspira la madre, y todos brindan con vasos disparejos y beben y el hermano eructa y el padre acaricia la mejilla de Marta, mi rubia maravillosa, y bailan aquel pasodoble de cuando era pequeña y los desconchados de las paredes sienten vergüenza de no haber sido capaces de seguir siendo como eran entonces, pero ya nada es igual y el padre se va al bar, a buscar trabajo dice él, y la madre sigue cosiendo los remiendos de la familia y Marta recoge la mesa, el mantel de hule agujereado por los cigarrillos, y se encierra en su cuarto a imaginar en su diario el primer día de sus quince años.

Ya es el segundo día y en el desayuno su madre le confirma lo que ya sabía: va a irse a casa de la condesa. Las dos lloran, se abrazan. Marta piensa en el chico que va a dejar, su madre se odia por lo que va a hacer. A su padre no lo volverá a ver, su hermano es como si no existiera ya. Su familia recibirá un dinero que se gastará pronto, como todo. Su madre balbucea un sinfín de excusas para taparse silencios que la acusen, Marta sonríe y la besa con dulzura, no te preocupes que estaré bien.


La condesa vive en una muy cuidada casa de campo, rodeada de huertas y jardines y con un río en el que han acondicionado una playa para su uso particular. Marta toca la campanilla de la puerta de servicio y tras unos segundos la puerta se abre y un hombre de aspecto rocoso y con aire juvenil en su sonrisa la recibe y ella hola, soy Marta. Él le coge la pequeña y deteriorada maleta y la acompaña hasta la habitación de las chicas. Allí no hay nadie y él le señala una de las cuatro camas, ahora sólo hay una chica más, Isa, en otra habitación duerme Carmen, la señora que se encarga de todo, y Juana, la cocinera, viene cada día. El hombre es agradable y consigue que Marta deje de temblar antes de dejarla sola para que se acomode. Al rato aparece Isa y todo parece ir mejor de lo que esperaba, serán amigas, piensa, y la acompaña a la cocina para presentarle a Juana y a Carmen.


Marta se deja llevar por los ánimos que le dan las dos mujeres y Carmen, una mujer lustrosa y sonrosada, le da las ropas que utilizará, le pellizca la mejilla y hace que se sienta bien, muy bien. Isa la coge de la mano y va a enseñarle toda la casa, no te preocupes, la condesa hasta mañana no vendrá, y le cuenta la historia de la casa, de la condesa, de Carmen, de Juana, de su familia, de su novio, ¿y tú tienes novio?, y a Marta se le hace un vacío en el estomago y musita sí, creo, tenía, no, ya no. Isa la abraza y le susurra al oído, ya verás al jardinero.


Es el día siguiente y aún no ha visto a la condesa, tan sólo ha podido espiarla desde la ventana de la cocina mientras aquella se bañaba en el río. Desde la distancia le ha parecido una mujer muy guapa. Se pone a temblar sólo de pensar en el momento en que la llame. Se ha puesto ya la ropa que le dio Carmen porque en cualquier momento tiene que estar disponible. No puede evitar sentir vergüenza, se siente desnuda con el minúsculo tanga blanco que deja sus labios vaginales al aire, con sus pezones pintados con lápiz de labios, con el cortísimo y transparente camisón de gasa blanca. Carmen la lleva frente a un espejo, le pregunta: ¿Alguna vez te has visto tan preciosa como hoy?


Por fin la campanita suena y Carmen le da un beso en la mejilla y la acompaña hasta el dormitorio de la condesa, no hables si ella no te pregunta, haz cada cosa que te diga sin emitir ningún sonido, no la mires nunca a los ojos. La condesa viste una bata negra, se acerca a ella y la toma de la barbilla, mira su rostro con complacencia y mientras Carmen abandona la estancia la besa en los labios, muy suavemente, la lleva a la cama, la tumba, le abre las piernas y besa su vagina, sus ingles, su clítoris, con un amor que Marta nunca había sentido, con un placer que su novio aún no había encontrado, y recuerda que no puede gemir, mientras la condesa introduce dos dedos en su vagina y siente dolor, y recuerda que no puede quejarse, y la condesa con su dulce sonrisa se yergue y dibuja un corazón en su frente con sus dedos rojos de sangre.

Más información:

http://es.wikipedia.org/wiki/Erzs%C3%A9bet_B%C3%A1thory

http://www.isabelmonzon.com.ar/condesa.htm

http://condesabathory.blogspot.com/

http://www.apocatastasis.com/alejandra-pizarnik-condesa-sangrienta.php

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domingo, 11 de octubre de 2009

La muerte de dios

La puerta de la habitación se cerró y todo quedó con un silencio oscuro que sólo rompía la respiración de Max, su miedo, y los ecos del padrenuestro que acababa de rezar.
Dios estaba en todas partes, le habían dicho, y eso era lo que más miedo le daba. No se podía huir de él y esa noche seguro que sería la que vendría y se lo llevaría para que no pudiera ver de nuevo el sol ni jugar a hacerse el muerto porque ya estaría muerto.
Max sumergió su cabeza en el embozo de la cama y contó hasta 2000 agarrándose a cada nuevo número como si de ello dependiera no caer en el precipicio que daría con sus huesos en el infierno. Pero el miedo de Dios siguió allí. Repasó mentalmente la cara de sus diez mejores amigos intentando adivinar a cuál de ellos se llevaría primero Dios a ese mundo triste donde los juegos no tenían brazos ni piernas. Siguió sin poder dormir y el ruido de su corazón empezó a componer palabras que le golpeaban cada pensamiento de intentar mantener la calma y la dignidad de esa noche no dejarse vencer por el pánico.
Pero una vez más el que venció fue el pánico y supo que iba a morir porque no podía respirar y el sudor le cubrió de sangre y sintió los dedos de Dios apretándole el cuello e intentó librarse de él con un salto que le arrojó de la cama con gran estrépito para dejarlo boqueando en el suelo convertido en pez pescado por ese cruel Dios que convertía los peces y todo lo que tocaba en norma y castigo, en muerte y en miedo.
Esa noche no murió. Ni la siguiente ni las muchas que vinieron después ya sin padrenuestros ni dioses acosadores. El miedo tampoco murió, pero consiguió esconderlo en el armario de los secretos imposibles de decir. Allí también fue metiendo nuevos miedos y nuevas ilusiones perdidas. Dejó de nombrar a dios con mayúsculas y cambió de piel varias veces; también de casa, de trabajo, de mujer y de ser. Dejó de ser y volvió a ser varias veces otro que ya nada tenía que ver con el niño ni el joven ni el hombre que había sido. Se compró recuerdos para olvidar y olvidó todo lo demás, pero cada noche el miedo se despertaba en su armario.
Se acostumbró a vivir con él y a disfrutar un poco con la espera de su visita. Poco a poco se fue apartando de todo lo demás. Encontró un trabajo de vigilante nocturno en una fábrica. Ya no tenía ataques de ansiedad, ya no boqueaba en el suelo, ya no pensaba nunca en dios, pero no podía vivir sin ese miedo húmedo que se le agarraba a la nuca y retumbaba en cada paso de la noche o del día. Max estaba viejo y cansado de esperar vivir, de esperar morir sin saber si la vida había pasado ya o si dios se lo había llevado en alguna de aquellas noches con padrenuestro. Encontró un libro abandonado en la garita desde la que vigilaba. Era una novela de ciencia ficción titulada "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?". Ocupó toda la noche en leerla y, a medida que lo hacía, algo en él comenzó de nuevo a cambiar, pero esta vez no era él el que cambiaba, algo más íntimo que su propio yo empezó a transformarse, el miedo dejó poco a poco de apretarle el cuello, el aire entró en sus pulmones con una pureza que le hizo daño y fue consciente en ese mismo momento de que dios, ese ser terrorífico, había muerto; o mejor, supo que nunca había existido y se sintió engañado, robado en todos esos años que había perdido en tener miedo.
Cuando salió del trabajo no quiso ir a su pensión a dormir. Caminó sin rumbo junto al amanecer y fue tirando al día cada uno de sus miedos, cada uno de los años pasados delegados al miedo y al ser sin ser. Compró un paquete de tabaco y fumó por primera vez en su vida, se atragantó hasta las lágrimas y rio feliz de poder seguir respirando, pasó junto a una iglesia y entró. Hacía más de cincuenta años que no entraba en una. La nave estaba en penumbras y desierta, con la única luz de los altares laterales y las vidrieras. Llegó hasta la primera bancada frente al altar mayor y se sentó. En el retablo había una escalofriante escultura de un Cristo crucificado. Supo que ese Cristo era él y odió a dios por tanto miedo y tanto sufrimiento, por tanto castigo, tanto daño, tanta violencia. Se sintió bien. Hacía un poco de frío, pero no le costó dormirse en aquel banco, tampoco tuvo ningún miedo, ni siquiera se dio cuenta cuando dios se lo llevó.
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domingo, 4 de octubre de 2009

Perpetuum mobile

 

En la playa de la noche
mostraba mis ojos a las sirenas
que jugaban impunemente con mi pene
con el falo que en el lecho maloliente
deshacen los sueños y cae la piedra
del pensamiento al suelo.

(Leopoldo María Panero, Amanecer sobre la tumba, en "Poesía" 1970 - 1985)

 

-Te mataré mañana cuando la luna salga...

Leopoldo no paraba de repetir su letanía una y otra vez una y otra vez mientras, como si fuera parte del poema, meneaba la cabeza en un sí no eterno y chupaba su cigarrillo ahogándolo con sus babas y sus risas colgadas de idiota que lo sabe todo.

El sol calentaba el día hasta hacerlo hervir y las líneas que dibujaban los árboles, los bancos y los rosales flotaban en el aire sin poder respirar. Todo estaba quieto y no paraba de moverse en un compás repetitivo que le negaba la posibilidad de su mismo movimiento.

-Te mataré mañana cuando la luna salga..., y el primer somormujo me diga su palabra.

-Te mataré mañana cuando la luna salga...

Jacinto se acercó una vez más a pedirle un cigarrillo rubio a Leopoldo.

-Que te den por culo, grandísimo hijo de puta. Loco de los cojones.-Le increpó entre risotadas y farfulleos y por enésima vez le dio el cigarrillo que inmediatamente Jacinto le devolvió ceremoniosamente dándole las gracias con una respetuosa inclinación de cabeza.

Esta escena, como cualquier cosa que ocurría en aquella especie de prisión ajardinada, se había repetido monótona y milimétricamente durante toda la mañana: Leopoldo con su poema, Jacinto con su ceremonia, Israel con sus lloros pequeños y desconsolados, Ramón haciéndose su paja eterna, Toni "el loco" con su plomizo discurso negando su locura, Miguel preguntando al cielo cada tres segundos: "¿Lloverá?" y respondiéndose cada seis: "No, no lloverá"... La gran sinfonía de la locura tenía cronometrados y ensayados cada uno de sus movimientos en un perfecto perpetuum mobile que a cualquier espectador cuerdo le hubiera recordado un mecanismo de relojería.

La hora de la visita llegó y los autómatas se vieron rodeados de gente vestida de calle y con sonrisas encajadas en sus ganas de irse de aquella patética parodia de seres averiados. Los locos tenían las mismas ganas de que los visitantes se fueran, pero estos siempre preferían no hacerles caso y tomarlos por locos. Leopoldo le tocó el culo a una señora tiesa y sin culo que decía ser la madre de Toni, aunque éste lo negaba, y la enfermera del culo gordo le riñó, más por envidia que por convencimiento. Leopoldo rió; se descojonó, más bien; y siguió con sus denuestos sin orden ni concierto, luego se acercó a mí y me dijo que se sentía orgulloso de que fuéramos los únicos a los que no nos visitaba nadie ya que los dos en realidad estábamos muertos desde el mismo momento en que matamos a nuestras madres.

Yo le dije que sí, que sí y me alejé de él para ver si así se callaba la música que no paraba de sonar en mi oído derecho. Era un aria de una opera de Puccini, "Oh, mio babbino Caro", que hablaba de un río y de un anillo y de una tristeza que yo no recordaba haber sentido nunca, pero esa música me invadía y no podía pensar en nada, sólo podía esperar en mi cabeza la próxima nota de esa melodía sin fin que me tenía atado a ese patio y a esos locos con sol y gente alrededor que tanto molestaba. Alguna vez me ponía furioso e intentaba partirle esa cara de cara que ponían para que no se les viera el alma, pero enseguida los enfermeros me agarraban y me sedaban y entonces la música me invadía por completo y yo sólo quería que parara, que parara, pero sonaba más y más fuerte y se convertía en cosas que yo veía y luego estallaban y el pánico y el sudor volvían a ahogarme.

Apartado de todos, sentado en un banco al otro extremo del jardín, estaba Juan. Me acerqué hasta él y me senté a su lado en silencio. Juan estaba leyendo el mismo libro que leía siempre. En realidad no lo leía porque Juan no sabía leer y ni siquiera pasaba las páginas, pero se sorbía las horas mirando perdido las líneas del libro y recitando lo que él creía que leía. A mí me gustaba quedarme junto a él y escucharlo porque lo que decía era siempre muy bonito, nunca lo mismo, y me parecía que era la letra que le faltaba a mi música.

Juan continuó su lectura durante mucho rato y casi me asusté cuando de pronto paró de leer y de mirar al libro y se quedó fijamente mirándome a mí. Sonrió con un gesto que se podría confundir con amistad y me preguntó si yo sabía leer. Cuando le contesté que sí, me pidió que le leyera yo a él porque quería saber si lo que él leía era lo que ponía en el libro. Yo tomé el libro y comencé a leer, pero no dije ni una sola de las palabras que ponía allí, sino que dejé que todas salieran de muy dentro de mí, de allí donde hacía tanto que yo no podía ya entrar y salieron poco a poco aquellos otros recreos de mi niñez, aquellas ganas de creer, aquel querer sin querer y la música paró por un momento de ser una tortura y me dejó ver el rostro de ella y vi a Juan riendo alegre al comprobar que lo que yo leía era lo mismo que leía él en el libro y sonó la campana de fin del recreo y todos nos fuimos contentos a nuestros cuartos para perder de vista a los visitantes y seguir viviendo nuestras vidas.

 

Más información:

http://es.wikipedia.org/wiki/Leopoldo_Mar%C3%ADa_Panero

http://www.letras.s5.com/fv161005.htm

http://www.flickr.com/photos/yeyo1/3915531994/

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