martes, 20 de noviembre de 2012

entrepuertas y escaleras trailer

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jueves, 13 de octubre de 2011

Mi nombre sin nombre



inviter_avatar Alex Lamico
Ven a conocer mi nuevo blog
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Picture?type=square Mi nombre sin nombre
Published by Alex Lamico


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miércoles, 10 de agosto de 2011

mi nombre sin nombre

En los barrios bajos, cuando un garito cierra al poco tiempo abre otro, a veces en el mismo local, otras veces tres calles más abajo. La fisonomía del barrio va cambiando así poco a poco. Luces rojas por luces azules, toldos a rayas o toldos con publicidad de alguna cerveza. Los traspíes cambian de acera y los zapatos acaban enganchados de nuevo a un taburete recien comprado. El alcohol es el mismo y las gargantas aguardentosas raspan igual. Este garito cerró ya y dentro de poco vendrá la mudanza a llevarse los cuatro trastos que dejamos. Se apagará la luz y las historias, se disolverán vuestros ojos recreándolas con la distancia de recuerdos no vuestros.

Y unas calles más abajo abre un nuevo garito. “mi nombre sin nombre” se llama. Los neones y los espejos están recien puestos, pero aún falta darle el brillo de las ilusiones nuevas y el reflejo del tiempo que las hace andar.

Si os queréis dar una vuelta por allí seréis recibidos con contento y una suave alegría. La dirección es esta:

 

http://minombresinnombre.wordpress.com/

mi nombre sin nombre

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domingo, 17 de julio de 2011

Exitus

 

Ha llegado el momento. Todo termina. Esto empezó el 28 de febrero de 2008, con la excusa de compartir un reproductor de música. Tras la excusa, como una huida, vinieron las fluidas exclusas, el Ponte Vechio, Il Mio Babbino Caro y la certeza de que la melancolía es siempre la huella de una búsqueda.

Todo es una búsqueda, un señuelo mecánico que corre sin parar a dos palmos de tu nariz para que nunca puedas olerte que siempre pisas tus propios pasos, que nunca vas más allá del círculo medroso que te ata los cordones a los zapatos.

Este blog quería tararear músicas como si fueran los soundtracks de las películas de algún sueño. El sonido se ahogó embutido en trajes del cemento hechos a la medida del revoloteo de palabras que querían migrar hacia aquello que precisamente no decían: ¿por qué el silencio, por qué lo nulo, por qué lo nada?

Las palabras se nos quedaban de par en par en la misma boca del metro, esdrújulas y calladas como destartaladas sílabas sin cola que esnifar, colgadas del palo mayor y puestas a secar igual que tomates al sol. Entonces comprendimos que la melancolía es un papel de celofán que oprime como la asfixia de una bolsa de mercadona en el momento de un orgasmo dentro de un coche aparcado en el paseo marítimo.

Quiso ser un blog gonzo y, como tantas veces pasa,  se disfrazó de rimas y relatos, viajes, paseos y fotos, reseñas y el clima de Ulan Bator, aquellos otros humanos que formando con la nueve entraron en París, Bronwyn, Eternal Flame, Alejandra Pizarnik, una ciega oriental escuchando el Réquiem de Mozart en la Sainte Chapelle, la flexiguridad, la crisis, un hombre hablando frente a una fotocopiadora… y así, como sin darnos cuenta, la ficción fue envolviendo las palabras para que sólo sus silencios hablaran.

Vinieron relatos cogidos de la mano de las cosas que ocurrían. Cada uno de ellos fue alumbrado por una historia que nunca tendrá palabras para ser contada. La melancolía estornudaba fuerte y las letras se iban cayendo de los bolsillos, señalando unos caminos que nunca podremos volver a caminar.

Y ahora nos detenemos aquí, en medio de la nada, oteando sin otero, señalando sin dedos,  mirando sin querer ver. A lo lejos una bruma, como una risotada fantasma, nos estampa su burla en toda la cara, sin dejarnos ninguna huella.

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domingo, 24 de octubre de 2010

Sin condiciones

Si tuerces las horas

para no sentirme

y lloras cara a otra pared

que no sea mi mente,

si te escondes por los rincones

de los caminos por los que yo camino,

si te sientas y miras por las ventanas

donde mi sueño no aparece.

Quizá es que estás en otro mundo,

en otro bosque tocando tu violín,

cantando tu canción,

esa música que envuelve

y dibuja ramas que me susurran: vente.

Si vives dando golpecitos a mis sienes,

dejando tus piedrecillas de risa

para que no me pierda,

si oyes las pisadas de mi alma

como un gato que te acompaña,

si acomodas tus risas para que me acojan,

si levitas caminando por Irlanda,

si sueñas, amor, si sueñas…

Quizá es que tu mano me recoge

en un murmullo de aire,

y me lleva despacio a sentir tu lado

de bruja traviesa que sabe que lo que no existe

es sólo el hueco vacío que una palabra tuya

está a punto de inventarme.

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viernes, 24 de septiembre de 2010

No te preocupes, amor.

 

No te preocupes, amor,

si te quedas, si no vienes.

No te preocupes, amor,

si el tiempo cambia

y ya no eres, y ya no sientes,

y ya no quieres.

No te preocupes, amor,

si no recuerdas, si no olvidas

aquello que te olvida.

No te preocupes, amor,

si sales corriendo de tu última idea,

si quieres volar, flotar, mariposa,

y te da miedo no saber que vuelas.

No te preocupes, amor,

si algún día se te escapa

pensando que eres otra.

No te preocupes, amor,

que cualquier segundo es bastante,

que cualquier tiempo existe

si tú lo vives.

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viernes, 10 de septiembre de 2010

La barriga de Violeta

La barriga de Violeta sube y baja como un horizonte que quiere jugar a ser pelota y botar sin tiempo ni suelo ni techo. La cabeza de Alexis se deja acompañar por esa piel que a él le sabe a mapa de mantequilla y saliva. Han pasado tres segundos y tres mil fotogramas por la cinta sin fin que es el pensamiento del hombre que ahora cierra los ojos y parece soñar. El sueño es conocido, es el de siempre.

Hay una luz amarilla como de atardecer pintado. Hay una música que es la voz de Violeta cantando como desde muy lejos. Hay reflejos y los ojos se reciegan y fruncen los párpados. Hay sed o hambre o ganas de saber qué viene después. Los rincones son como huecos, como relojes de queso hubiera dicho Violeta, y todo parece doblarse, subir y bajar, al ritmo de su barriga. El sueño. La ilusión de un día tocar a su puerta y ¿vienes a dar una vuelta?, pero es que estoy cocinando, no puedo, quizá mañana. Y mañana es hoy y Violeta se ha pintado los labios y ha pensado que no vendrá. Y Alexis toca a su puerta, hoy también, y ella se pone colonia bajo las orejas y se mira al espejo con prisa y abre la puerta despacio y dice como acordándose, Alexis, ya no me acordaba, y bajan los tres escalones y bajan por la calle sin hablar, callando cada uno todo lo que quiere decir y así pasa una semana y otra y una risa y otra y como sin saber cómo llegan unos labios, un beso, más labios, más besos y una mano que abraza otra mano y tres palabras o tres suspiros, qué importa lo que digan si están juntos, si están bien.

Y la barriga parece detenerse un momento y el sueño, la película, parece congelarse o rebobinarse o ponerse a pensar si esto fue o no fue. Alexis siente esa piel de ballena tragándose su respirar, aprieta la oreja un poco más fuerte para oír el retumbar de un corazón allá al fondo. Violeta respira hondo y un maremoto alcanza el barquichuelo donde Alexis sueña. Zozobra. Así se llamaba su amor. Zozobra. Se lo pusieron casi al primer mes de darse la mano y los besos. ¿Zozobra de hundirse? No. Zozobra de flotar en esa barriga que sube y baja, que muelle la vida de este hombre. Zozobra es un nombre lleno de eses, lleno de huecos donde hincar las mieses de trigo que se van derramando en cada minuto de no saber cuál será el siguiente segundo. Te quiero, le dijo Alexis. Te quiero, le dijo Violeta.

El ojo de Alexis se despereza y rueda sobre un volcán que juega a ser ombligo y una mariposa que vuela quieta sin parar de volar. Hay amor y pereza de sentirse amor, hay un sol que atardece y una ventana y un querer que el sueño, o la película, se quede así, subiendo y bajando, barriga y ombligo, soñando y desoñando. La canción sigue arrullando, Alexis aprieta más su oreja y todo es como estar debajo del agua, dentro de ella, flotando como ella flota, sintiendo como ella siente.

Un día ella le preguntó qué sientes. Alexis siguió caminando por entre sus senos, acomodó la cabeza al vientre y calló hasta que el mar los cubrió. Zozobra, siento zozobra de saber que esto no es infinito, de saber que esto no es finito, de saber que cada palabra es un sueño, que cada sueño es una palabra. Entonces, ¿qué quieres?, preguntó Violeta, quiero seguir así, subiendo y bajando, en tu barriga, subiendo y bajando, mientras sueño, subiendo y bajando, mientras flotamos.

Y en el sueño Violeta no puede parar de reír. Ríe mientras anda, mientras canta, mientras llora, mientras sueña. No para de reír y ríe mientras recoge cada una de las prendas del armario, las va acomodando dentro de la maleta sin fijarse demasiado si sus camisas blancas se doblan o si algún jersey se cruza de brazos con una rebeca. Y piensa que igual se aman. Y ríe. Y llora y la maleta ya está a rebosar y se sienta sobre ella para que le quepa el alma en este viaje que aún no sabe si es llegar o irse.

Nadie la despide en la cocina, ni un último quédate. Nadie se ha esperado en la casa mirándola en silencio para ver si el silencio de una mirada puede convencerla, nadie en el pasillo, ni en el zaguán, todos en sus recuerdos de mañana, cristalitos rotos, marcos caídos de fotografías, de serás mayor y linda, de serás como tienes que ser. El espejo sí le dice un adiós que es un miedo muy en el fondo. La maleta le pesa y los pasos le corren los peldaños a borbotones hasta llegar a la calle. Hace un día espléndido.

El barrio entero está desdibujado entre visillos y brillos de ventanas. Las miradas son las de ayer para siempre, las de hoy para nunca. Los alfileres se le clavan, pero ella se siente libre por primera vez, por primera vez mariposa que vuela a su bosque. En el suelo hay papeles todavía, sus cartas rotas, volaron por la ventana. En su mejilla aún resuena la última bofetada de una madre que ya no llora. En su bolsillo resuenan una monedas, el reloj le tiembla y el corazón parece pararse como queriendo un respiro. Violeta no puede parar de reír.

Camina a cuestas con su maleta, con todos los juegos de niña en cada rincón de esas calles. Todos están allí, sus ratos y sus silencios, sus por qués y cada una de las rayitas que grabó junto al árbol viejo. Estaba todo y estaban todos, los fantasmas reluciendo, haciendo equilibrio en una cornisa triste, uniéndose al asfalto, sabiendo que perdían a una víctima. Estaban las esquirlas de una sonrisa rota que quedaba atrás mientras ella avanzaba hacia el aeropuerto, el hombre repartiendo semillas a las palomas en la plaza, y que se parecía tanto a… pero no era él, era un deja vú.

A veces se le hacía fácil clasificar esas reproducciones de él en su entorno por sabores y colores, por rasgadura y superficie, por la precisión en el contorno de las manos, esas manos de pianista que la conocían por dentro y por fuera, que habían logrado atisbar con la punta de los dedos una liana solitaria y luminosa que desconocía por completo. Lo veía siempre, como un guardián transparente y dulce que se mimetizaba con un instante, deslizándose fugaz por el punto ciego de sus ojos.

Se dejaba pellizcar las mejillas por el viento helado de Praga, caminaba en círculos, en cuadrados, en estrellas, en triángulos, sabiendo que todos los rumbos la llevarían al mismo sitio: los brazos abiertos, cálidos e iridiscentes de aquel hombre que siempre tuvo dentro, en su imaginación, y que ahora existía también fuera, situado en una coordenada geográfica, un hombre de hueso y de carne, de ideas y letras, un pulmón compartido a distancia.

Seguía caminando mientras reía, no podía dejar de hacerlo, era reír o morir de obstrucción sentimental, de explotar hacia dentro por querer contener lo que jamás debe contenerse: el instante lúcido, preclaro, en que se justificaba la existencia, en que quedaba explicada por sí misma.

Miraba como si le hubieran regalado los ojos minutos atrás y aún no supiera usarlos; las flores, esas flores que él solía ponerle en el pelo, renacían ahora de sus cenizas hechas resplandor cromático, saltaba un poco cada dos pasos, como si el piso fuera una rayuela de baldosas reproducida mil veces por un calidoscopio.

No podía ni puede parar de reír, Violeta se mancha de tinta los dedos al tratar de ponerle un punto final a los desencuentros, las lágrimas, a los momentos lapidatorios, mientras aborda el avión que ha esperado toda su vida sin saberlo. Alexis regresa de su sueño por el tobogán de la barriga de Violeta. El vaivén es ahora suave, quedo, apenas un ritmo. Alexis levanta la vista y contempla el rostro dormido de Violeta, luego vuelve a sumergir su oreja en aquel lago callado para oír soñar a Violeta.

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Este sueño no es un relato. Ni siquiera sé quién lo ha escrito. El que esté ahora en mis manos es fruto de uno más de los azares que suelen ocurrir a diario a cualquier persona, en cualquier lugar del mundo. La historia es más o menos así:

En mi último viaje a Praga fui, como siempre que visito la ciudad, a cenar al restaurante El Golem, en pleno barrio judío. Es un sitio que me encanta porque refleja de una forma sutil la esencia y, a la vez la decadencia, de la vieja Europa. Apenas había cuatro mesas ocupadas además de la mía. Sólo se oía un leve rumor de conversaciones en checo y alemán, envuelto en la lírica y amable música de Dvorák: Las canciones del manuscrito de Königinhofer. Y digo el título porque hay veces que la banda sonora es el argumento. A mi izquierda y en diagonal, dos mesas más allá de la mía, una hermosa joven cenaba en solitario. Tenía el pelo corto, castaño oscuro me pareció en el tenuemente iluminado local. Nuestras miradas se cruzaron y rehuyeron un par de veces antes de que la chica, no sin cierta timidez, se dirigiera a mí:

­­­­—Perdone, ¿es usted español? —Seguramente me hubiera molestado más que me confundiera con un español si no me estuvieran mirando un par de ojos que parecían rescoldos de estrellas y su voz no fuera esa voz dulce que sólo las orillas del Orinoco son capaces de templar.

—En realidad debí nacer en Lisboa. Mis padres adoptivos me recogieron de un contenedor y me llevaron con ellos a España —la cara de la muchacha se quedó congelada un segundo con la boca ligeramente abierta. Hay veces que la verdad sólo se puede contar como si fuera ficción. La chica dudó visiblemente si continuar la charla o sumergirse en su plato de bramboračka, excelente sopa de patatas con mejorana que podía oler desde mi mesa. Al final sonrió y prefirió obviar la cuestión.

—¿Le molesta si me siento en su mesa? —Preguntó al mismo tiempo que con su dedo señalaba mi mesa. Por supuesto asentí tan sorprendido como halagado y, por qué no decirlo, con una esperanza creciente de que la buena voluntad del rabino Löw estuviera mandándome ese regalo del cielo que con unos ajustados vaqueros se dirigía, plato de sopa en mano, hasta mí.

Pocas veces me he encontrado tan a gusto con una persona que acabara de conocer. Sin darnos cuenta los dos empezamos a hablar y al poco parecíamos conocernos desde hacía tiempo. Ella me habló de su país, de sus problemas políticos, de su pueblo, de la sabiduría de los indígenas, de su perro y su morichal, del color del cielo tan diferente al de Europa. Me contó que era bruja y que tenía cuatro mil años. Me dijo que podía ver dentro de mí y que por eso me había hablado. Que tenía la habilidad de entrar en los sueños de la gente a la que quería. Me dijo que era escritora y me recitó un poema. Me habló de Alejandra Pizarnik y de Oliverio Girondo. Me aseguró que Cortázar era también brujo y que ella lo había visto más de una vez paseando por algún parque. Hablamos mientras cenábamos y luego de cenar. Repetimos copa de vino y a ella le brillaban los ojos a cada cosa que me contaba, luego pedimos dos copas de becherovka y al poco pedimos dos más. Su risa estallaba en mi sorpresa y me hacía reír.

—¿Por qué no sabes reír, por qué no te ríes para afuera? —Me preguntó.

—Porque tengo miedo de que alguien me robe la risa —le contesté.

Seguimos hablando un buen rato de nosotros y poco a poco noté que según nuestra cercanía aumentaba, mis legítimas intenciones de llevar a aquella preciosa muchacha a mi hotel iban quedando relegadas por una simpatía y camaradería poco habitual. Me confesó que se había dirigido a mí porque me había oído hablar en checo con el camarero. Me dijo que quería pedirme un favor. Le dije que si estaba en mi mano. Me dijo que creía que sí. Le dije, dímelo.

Sacó de su bolso una libreta de anillas con la tapa dura y decorada con dibujos. Las hojas eran azules con renglones blancos. En la primera hoja ponía: “Desfragmentos”. Abrió la libreta por la mitad. Aparecieron dos hojas secas y dos hojas de papel escritas y un tanto arrugadas. Una estaba escrita en checo, la otra en castellano. Me preguntó si le podía traducir al castellano lo que estaba escrito en checo. Me pidió que se lo escribiera en la libreta y que luego se lo leyera. Cuando empezó a escuchar lo que yo leía sus ojos comenzaron a llorar muy en silencio, muy despacio, como si sus lágrimas fueran las sílabas de mis palabras. Al terminar sonrío como disculpándose y me leyó la segunda hoja, la escrita en castellano. Cuando terminó me preguntó:

—¿Te das cuenta?

—Sí, las historias se continúan —respondí—, pero, ¿por qué una hoja está escrita en castellano y la otra en checo?

—Porque la que está escrita en castellano la escribí yo. Estaba soñando que soñaba tu sueño, Alexis —se incorporó sobre la mesa acercando su rostro al mío y me susurró con ese acento que parecía bailar—. La que está en checo la escribirás tú mañana, cuando despiertes del sueño que tendrás conmigo.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Sus ojos me atrajeron lentamente hasta sus labios y su lengua pareció recorrer cada uno de mis días hasta que desnuda y aún con la respiración agitada, se quedó dormida acariciando mi cabeza sobre su barriga.

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domingo, 5 de septiembre de 2010

La miel

 

De su casa a la fábrica de segundos había apenas cinco minutos. Su despertador sonaba a las 6.30 y una vez más a las 6.38. Norman se levantaba sonámbulo, tratando de no hacer ruido, y recorría el pasillo a oscuras, sin saber muy bien si recordaba o aún soñaba. El espejo era otro hombre y la loción facial y las gárgaras le devolvían a la consciencia. Luego todo pasaba por sus pasos.

Ajustándose el cinturón siempre la miraba un momento dormir. Boca abajo, con la cara enmarañada por el pelo y la pierna derecha haciendo un cuatro con la izquierda. La veía dormir, pero ya no pensaba en nada ni se acercaba a darle un beso suave en la frente. Ese tiempo ya se había ido como él, como cada día, cerrando despacio la puerta para no despertarla, bajando los escalones pisando las mismas huellas los mismos sorbos de café en el bar de abajo las mismas palabras los buenos días los mismos ecos. Luego caminaba entre el humo de su cigarro y fichaba cada día a las 7.30.

Susan lo veía mirarla con las manos en su cinturón y esa cara sin ojos aún perdida entre la penumbra. Se hacía la dormida para que él no tuviera que sentirse despierto. Cerraba más fuerte los labios para que ni una sola palabra se creyera todavía viva. La sombra parecía dudar si acercarse, si acordarse del camino hasta aquel lado de la cama, pero siempre se iba. Las manecillas del reloj seguían marcando el ritmo de los pasos alejándose, de la puerta cerrándose, de sus manos buscando la entrepierna, apretando fuerte como un grito para extraer de sus ubres todos los cariños muertos. Sus dedos conocían perfectamente la coreografía que hacía soñar a su sexo con aquellos otros ritmos que entraban y salían, aquellas flores, aquellos abrazos nada más despertar.

Mientras se masturbaba, a Susan se le llenaba la cabeza de palabras, de guiños y risas, de días sin noche, de ilusiones puestas a colgar en cada mirada. Eran las palabras de entonces y otras nuevas que ya no sabía si fueron verdad. Todas venían cada mañana cuando la sombra de su marido le dejaba hueco para poder soñar despierta. Susan mantuvo los ojos cerrados mientras su cuerpo se replegaba en varios espasmos y sus muslos se llenaban de miel.

Fabricar segundos no era un trabajo complicado, pero requería mucha concentración y la imaginación precisa para hacerlos ni muy iguales ni muy diferentes. Norman se sentaba a las 7.35 en su puesto y, después de ponerse las gafas negras de seguridad, ordenaba con mucha atención los útiles. A su izquierda había varias cajas planas y abiertas. En cada una de ellas se podían ver los segundos vacíos. En cada caja un color. Los rojos eran para segundos rápidos, de esos que pasan sin pensar; los azules, eran segundos intensos, podían durar más o menos, pero siempre dejaban un recuerdo profundo. También estaban los verdes, amarillos, negros, blancos, e incluso los segundos incoloros. Todos eran pequeños cubos que parecían brillar si los mirabas demasiado e incluso podían llegar a cegar si no llevabas la vista protegida. A su derecha se apilaban las fichas donde, una vez fabricados, registraba la referencia de cada uno de ellos con la letra pequeña y meticulosa de un orfebre. Frente a él su bloc de notas de hojas blancas sin cuadricular, encima del bloc una pantalla iba cambiando de color según el tipo de segundo que tuviera que crear. Llevaba tantos años en esa faena que para él era fácil fabricarlos. Con su mano izquierda tomaba uno de los cubos, del color que la pantalla le indicaba, y con su mano derecha garateaba alguna palabra en el bloc. Para cualquiera que pudiera leer su grafía inconexa nada de lo escrito tendría ningún sentido. Pero para él tres palabras ya eran un segundo. Con el tiempo y la destreza las palabras no llegaban a ser más que simples signos, dibujos imposibles con forma de pez, quizá. Tras un tiempo de concentración en el que invariablemente cerraba con fuerza sus párpados para que esas palabras se creyeran vivas, el segundo estaba ya listo para caminar. Sólo quedaba apuntar su referencia en la ficha correspondiente y dejar caer el cubo por el receptáculo del color indicado. No le llevaba más de tres minutos fabricar un segundo, era una buena media.

Susan se llevó los dedos a la boca y chupó aquella miel como un desayuno dulce. Se estiró sobre la cama y quiso volver a saborear aquellos segundos de placer que cada mañana la saludaban como un regalo que le hiciera olvidar la noche. Cada amanecer, nada más irse la sombra, ella volvía a vivir aquellos días en que la sombra era luz y le sonreía, era música y le hablaba de Cortázar o de algún escritor maldito sin obra. Susan cerraba los ojos y las escenas se sucedían como en un cine en super ocho mientras su mano parecía mover la manivela del proyector. Poco a poco se acostumbró a esa plenitud ensoñada, a ese hueco feliz donde no cabía su razón ni su marido. Las palabras y las miradas se fueron haciendo raras, los encuentros en la cocina o en la salita eran desencuentros y la casa se dividió en dos, la de su presencia y la de su ausencia. Susan sólo vivía para su despertar y su miel. Al principio se llegó a asustar cuando comprobó que tras cada orgasmo eyaculaba una pequeña cantidad de miel, pero su sabor era tan dulce, su orgasmo tan corrientazo, que ahora se le hacía imposible parar de soñar. Se pasaba el día en la cama, o por cualquier rincón de la casa, destilando miel con su mano. Cada vez sentía más placer, cada vez derramaba más miel.

Norman hacía mucho tiempo que no iba a casa a comer. Aunque su turno terminaba a las 3 de la tarde, prefería tomar un bocadillo rápido en la cafetería del trabajo y subir de nuevo a su mesa. Entonces sacaba una caja nueva de su armario y la colocaba a su izquierda. En ella había también cubos, pero, a diferencia de los otros, estos no eran de un solo color, podían ser azules y rojos o verdes y azules o rojos verdes y azules o incluso podían tener todos los colores a la vez. Norman seguía el mismo método que por la mañana, con la salvedad de que ahora la pantalla permanecía apagada y no escribía ninguna palabra en su bloc. Cada segundo que creaba lo tenía en su cabeza desde el primer día que conoció a Susan. Cada segundo de tres minutos le había durado a él todos estos años desde entonces, sin dejar de latir ni un segundo. Conforme los iba creando los guardaba en su bolsillo para luego, como cada noche, dejarlos derretir en los labios de su mujer mientras ella dormía.

Así apuraba cada jornada hasta muy tarde y luego caminaba despacio sin rumbo por la ciudad para darle tiempo a ella a que se durmiera, para evitarle la incomodidad de su sombra. Aprovechaba el paseo para ordenar los segundos del siguiente día, para prepararlos y convertirlos en el placer de Susan. Cuando llegaba a casa, abría la puerta sin hacer ruido y andaba el pasillo hasta la habitación para, convertido en sombra, acercarse a aquellos labios que besaba suavemente antes de bañarlos con cada uno de los segundos que había creado para ellos. Aquella noche, cuando desenmarañó la penumbra hasta el cuerpo de su mujer, sólo encontró un gran charco de miel.

 

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viernes, 3 de septiembre de 2010

Las pollas y los días


Tus amigos empiezan a hacer pausas entre palabras.
Levantan las cejas
y parecen chuparse las pollas mientras hablan.
Están pagados de sí mismos
y quieren un aplauso.
Tus amantes te dicen te quiero
mientras se hurgan los dedos de los pies,
calzados con cientos de olvidos
de números equivocados.
Tu talla no importa, te juran,
mientras miden con sus dedos
la talla del techo.
Tus días caminan rápido,
sin pararse en ninguna acera.
Los escaparates pasan como desde un coche
que no quiere parar
en ningún abrazo de escayola.

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miércoles, 7 de julio de 2010

Peces de colores

Violeta tiene la piel aterida, blanca como un témpano y fría como la distancia. No soporta más el tembleque de su corazón queriendo calentar tantos días lejos de los suyos y de aquel hombre que a veces calentaba sus piernas, su espalda o sus nalgas con el restallido de aquella otra piel.

Desde hace un par de semanas se ha mudado a la calle Letenska, junto al pasadizo del tranvía y frente al muro trasero del los jardines del palacio Wallenstein. Pero sigue perdiéndose, el encantamiento por el que las calles de Praga cambian de orientación y llevan a sitios diferentes cada vez, está tan activo en la Staré Město como en la Malá Strana. Así que Violeta sigue caminando sin importarle mucho adónde, sólo quiere callejear embutida en su forro polar, completamente embozada entre la capucha y las dos bufandas que la convierten en un ser ambiguo que avanza y retrocede, gira, sopesa y tiembla con la noche y las mortecinas luces del tranvía que por un momento iluminan sus ojos miel que saben ver mentiras en la oscuridad. En ellos hay sonidos de su tierra y risas que estallan más allá de su propia memoria.

Violeta ama todo este frío que no la deja vivir. Se pasaría la noche deambulando entre los callejones si no fuera porque su corazón se detendría. Mientras su cuerpo se colapsa su mente parece abrirse a otras dimensiones, a otros tiempos y religiones, todo fluye en su cabeza mientras sus pasos tropiezan con la nieve escarchada y con los adoquines de una ciudad construida sólo con los gritos y los sueños. Violeta grita, pero su garganta sigue callada, hay veces que el placer duele más que el dolor y su sexo palpita esperando el nuevo golpe. Ahora mismo no sabe si recuerda o sueña.

Cuando llega a casa, llena la bañera de agua muy caliente y se sumerge hasta borrar la última grieta de la tiritona. Las palabras flotan en sus labios a punto de salir como si fueran peces de colores. Cierra la boca fuerte y los ojos para que no se le escape ni una, para que todas sigan bailando muy juntas, abrazadas, hasta que llegue el momento de morirse en un papel. Juega con su sexo debajo del agua y añora aquella crema de mango con la que después del baño masajeaba su piel. Si estuviera ahora en La Portuguesa extendería su flujo por la cara, los pechos, el estomago, para salir a la calle y atraer el amor y la suerte. Pero está en Praga y el amor sólo existe si ella lo escribe.

Ha venido a Praga a escribir y olvidar el dolor, pero ninguna de las dos cosas ha ocurrido aún. Sólo pasea por las calles y recuerda con placer todo aquel daño, aquel romperse de su piel a cada azote, aquel temer más y pedir más, aquel sentir que dejó de sentir con el último golpe. No se acostumbra a tanta verdura hervida, a tanta noche y a tanto silencio, pero está bien, la soledad la acompaña y los minutos pesan como el hierro, los relojes son cajas de muertos y se mantienen firmes, formados en pelotón para ejecutar a cualquier segundo que se convierta en gemido. Y Violeta gime y se acaricia en círculos con dos dedos, el agua burbujea cuando se muerde el labio y un espasmo y otro más y esperar más, esperar y escribir, esperar y escribir. Sale de la bañera y el frío está otra vez allí, sentado en su silla frente al papel en blanco. Esperar y escribir.

Y escribe hasta el amanecer. Cada noche de dos a seis escribe sin parar peces de colores que revolotean en su cabeza. Escribe sobre aquel hombre, su amo, que una vez le propuso un juego. Escribe sobre cuando era niña y el mundo era interminable. Escribe sobre escribir para no pensar. A veces el papel se queda flotando en el aire y ella sigue escribiendo sin él, se levanta de la silla y recorre tres veces la habitación, de izquierda a derecha, nunca en sentido contrario a las agujas del tiempo que va pasando, yéndose sin irse, quedándose siempre como un envoltorio de lo que quizá fue. Se para frente al espejo y se desnuda, se queda ahí mirándose el vacío de aquellos momentos, de la ternura de aquel hombre y de su violencia, acaricia cada una de las mariposas que él mismo le tatuó, recuerda el fuego de la aguja, la textura de su saliva en la boca, el sabor de aquella sangre que nunca acababa de fluir. Hay veces que llora, pero el frío la vuelve a la vida y tiene que abrigarse deprisa, beber otra copa de slivovice y seguir escribiendo sobre aquel juego que vistió de rojo todas sus letras.

Cuando amanece se va a dormir y cada una de las palabras que ha escrito durante la noche se convierte en un pez, cada pez un color, cada color un deseo y aparece el sol y la mañana está radiante de pájaros y sus cantos y ella se despierta desnuda con la mano acariciando el sexo de su amo y su boca llena de agua lo besa hasta hacerlo estallar y Violeta canta como los pájaros y se levanta a preparar tortitas y huevos para que su amo desayune y sea feliz. Las mañanas en La Portuguesa son siempre de domingo y por las tardes llueve a menudo. A Violeta le encanta andar desnuda por la casa y pasar cerca de su amo para que éste le azote con descuido las nalgas. Pasan las horas como a las escondidas, ninguna detrás de otra, primero las tres, enseguida las seis y no es difícil que luego las dos. Hay veces que vienen dos días seguidos de tres noches, pero ellos ni reparan en esto, sólo les importa el sol de la mañana y la lluvia de la tarde, los relojes son de queso y cuelgan blandos en las paredes, dejando gotear el tiempo por sus manecillas sin dedos. Las reglas son fáciles: el amo manda, la esclava obedece. Hay veces que ella juega a no obedecer y él la castiga con dureza para que se excite más. Cuando llega la lluvia los dos se sientan abrazados en el porche y contemplan las dos horas de chubasco en absoluto silencio. La lluvia cae a puñal y hace un ruido de mil alfileres sobre la hojarasca. Nunca he sabido en qué piensa ninguno de los dos en estos momentos, pero sé que se aman. Cuando pasa la lluvia el amo recupera su vara de mando y le ordena tareas a su esclava. Ella obedece con diligencia para que su amo no se moleste. Cuando termina se acerca a él para que le ate la esclavina a su tobillo. Otro día más ha ganado su premio de dolor. Él nunca la golpea fuerte, apenas que se marque un pequeño cardenal, apenas una gota de sangre que luego lamerá. Los golpes se van siguiendo muy lentos, con una frecuencia tan dispar que Violeta nunca puede adivinar cuando va a venir el siguiente. Esperar, escribir, esperar, escribir. Mientras golpea, el amo narra con su voz aguardentosa una historia que compone al son del restallar de la piel. A Violeta las historias de su amo le parecen tan bellas que las lágrimas hacen un charquito en las sábanas, cuando llega el orgasmo sus mariposas parecen volar.

Violeta siempre se despierta a mediodía, mientras los checos comen sus sopas grasientas. Los párpados la cubren como lápidas y el sueño y los peces de colores no la dejan respirar. Toma aliento: una, dos, tres, y el frío de nuevo la trae a la vida y comienza a temblar. Se viste tan deprisa como puede y se lía el primer porro del día. Se queda muy quieta, con los ojos tapados por sus manos entre calada y calada, quiere que no se le escape el sueño, quiere saber si ha vuelto a soñar lo que anoche escribió, pero el sueño es ya un montón de hierba hecha humo y ella se desespera por un momento porque otro día más todo está en orden: las horas esperan durante sesenta minutos y las cosas que pasan ya no vuelven. Su amo murió cuando ella le abandonó y ella busca una calle en Praga que le lleve hasta él. Esperar y escribir. Pasa un rato largo hasta que se decide a acercarse a la mesa y tomar la hoja de papel. Una vez más allí está escrito lo que después ha soñado, pero no se lee ni una sola palabra, sólo se ven peces de colores.

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sábado, 5 de junio de 2010

Manual para dejarse ir

Es fácil dejarse morir, pensó el protagonista del cuento que estaba intentando escribir Alex Lamico. Lo dicen todos los manuales: tú te dejas caer en cualquier sitio, a tu elección según tu estado de ánimo, y esperas allí, tumbado, con los ojos cerrados y sin pensar en nada. Yo lo he intentado varias veces, prosiguió su monólogo interior, pero sólo soy capaz de pensar en nada cuando no pienso que no tengo que pensar en nada. Y así, punto dos apartado tres del manual, es imposible dejarse morir.

Quizá pasaron dos horas o sólo cinco minutos y todo seguía igual con el sol cayendo a plomo y el protagonista sin conseguir dejarse morir. La gente que pasaba a su alrededor ni siquiera reparaba en su cuerpo atravesando el camino. Simplemente lo esquivaban poniendo los cinco sentidos en no tropezar con él ni doblarse un tobillo en el intento. Algún perro le olisqueó extrañado, pero tampoco despertó a su olfato un excesivo interés.

Dejarse morir no era tan fácil, así que al final el hombre se durmió y cuando despertó la luna estaba ya muy corrida y sintió frío y la misma desgana de antes. Ya no había nadie alrededor y se quedó muy quieto, haciéndose el dormido para no darse cuenta aún de que nada había pasado, de que todo seguía siendo pasado.

Pasaron las horas y amaneció y el hombre siguió tumbado y los primeros deportistas saltaron sobre su cuerpo sin apenas mirarlo, algunos ciclistas desmontaron para cruzarlo, otro perro, el sol otra vez quemando y él ya no sabía si dormía o si soñaba o si por fin estaba muerto y el pensamiento de ella ahí metido tan adentro era la otra vida que le vivía con ella acunándolo, riéndolo, y leyéndole en voz muy baja el libro de Murakami en un vagón de metro.

Se oyó a sí mismo recitar en la lejanía cada una de las palabras que había inventado para ella, vio su cara y su mirada de tres colores abrazándole para que le siguiera saliendo el respiro, vivió aquellos besos en aquel ascensor que bajaba al metro, olió su olor, dibujó sus pezones en su mente, acarició aquella lengua mojada en su paladar y apretó fuerte con las dos manos el sexo que ella había abierto para él. Llegó la tarde y otra noche y otro día y ella seguía allí en su mente, en cada rendija, en cada brizna de pensamiento que le agarraba como una caricia y no le dejaba dejarse ir.

Y ella, la chica que vendía carteles, un día le escribió en su cartel vacío: "Te quiero" y otro día borró su amor y todas sus caricias y todas sus promesas y se fue a leer otros cuentos, a medir otros metros, a soñar otros sueños donde la vida empezara de nuevo cada vida, cada cuento, cada día, cada sueño, cada palabra escrita del revés y del derecho para que no significara nunca lo mismo. Y quizá alguna noche aún le cayera por la mejilla alguna lágrima antes de dormirse, pero en su sueño ya nunca aparecería él.

Llegó un momento en que su cuerpo alcanzó tal grado de putrefacción, que el protagonista del cuento no pudo resistir más el olor ni los mordisqueos de las ratas y con mucho cuidado de no despertar, de no pensar en nada más que no fuera el pensamiento de ella, se levantó poco a poco, con la pereza de toda la vida a cuestas de eso que ya no sabía si era su ser o el sueño que ella estaba teniendo de él. Antes de alzarse de su propio cadáver se besó en la boca con un detenimiento exacto, como si así pudiera llevarse consigo para siempre la huella de la lengua de ella en su boca. Apenas se alejó unos metros la gente y los perros y los niños empezaron a arremolinarse alrededor de su cadáver. Se sintió un poco mareado.

Deambuló por el cauce del río hasta que llegó la hora y bajó a la estación. Al poco rato apareció ella sin sus gafas negras ni su alma. Llevaba puesta la tristeza de algún lunes y él quiso abrazarla y decirle estate bien, pero ya no tenía vida ni palabras ni sonrisas que la cuidaran. Sólo pudo acercarse mucho a ella, cubrirla con su bruma si es que él era bruma, acariciarla con su mente si es que él era mente. Subieron juntos al metro y ella abrió el libro por la página 260 y se acomodó detrás de ella y empezó a susurrarle cada una de las palabras de aquel libro que sólo se escribía cuando él lo recitaba.

Nada volvió a suceder, pero el protagonista creyó sentirse por un momento feliz.

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viernes, 21 de mayo de 2010

SUEÑO AZUL CON CHICA DE OJOS VERDES EN CUENTO GRIS CON FINAL TRISTE DE MAR

 

Hace unos años, en un viaje a Praga, me senté en la terraza del café Bily Jelínek. Mientras leía fragmentos al azar del libro del desasosiego, me entresacó de la lectura una voz femenina que se dirigía a mí en perfecto castellano, pero con un apenas identificable acento checo. Cuando alcé la vista vi ante mí a una atractiva mujer que me sonreía y que, señalando con el dedo el libro de Pessoa, se disculpó por la intromisión. Al poco estábamos compartiendo otro café y hablando un poco sin orden ni concierto de nuestras historias y orígenes.

Se llamaba Viktoria Bazenová, Novotná de soltera. Hablaba un perfecto castellano porque al ser su padre diplomático, su familia había vivido en Madrid hasta que ella cumplió quince años. Me contó que era escritora y que su mayor ilusión era escribir una novela en castellano. Estuvimos más de tres horas hablando y allí surgió una amistad que ha durado todo este tiempo. Cuando atardeció me acompañó paseando hasta mi hotel y por el camino me confió una historia que le acababa de suceder. No entraré en detalles, se trataba de una historia de amor que había dejado pasar, no sabía muy bien explicar si por miedo, por cansancio o por su situación de mujer casada. Me conmovió pensar que me contaba esto a mí, casi un desconocido, porque era una forma de que la historia, tantas veces para sí misma pensada, cobrara otro acento, como si así pudiera cumplirse de alguna forma lo que ella no llegó a vivir.

Hemos seguido siendo amigos y nunca más hemos hablado de aquella historia, pero hace dos semanas me envió por correo electrónico un primer texto que contaba aquella historia. En el correo me proponía escribir a cuatro manos su historia. Este texto que transcribo a continuación es el resultado.

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SUEÑO AZUL CON CHICA DE OJOS VERDES EN CUENTO GRIS CON FINAL TRISTE DE MAR

El café se llamaba Again. Eran las once de la mañana. Estaban sentados en la terraza, a dos mesas de distancia. Ella llevaba su cazadora de rockera y sus gafas negras, él su camisa desenfadada y su libreta de tapas de hule negras. Sus miradas se encontraron durante seis segundos, luego se buscaron a hurtadillas durante más de media hora. Ambos supieron enseguida que su historia no podía ser.

Al día siguiente el hombre le pidió permiso para sentarse en su mesa. Ella le sonrió y alzó sus gafas para que sus ojos tricolores también sonrieran. Las cosas ocurrieron rápido. Casi sin pensar. Ella, escultora, un café con leche corto de café. Él, escritor, uno solo descafeinado con sacarina. Una palabra, alguna pregunta, más sonrisas y luego más palabras cada día, garabateadas con letra menuda y temblorosa en pequeñas hojas sin cuadricular, arrancadas con cuidado de su libreta. Cada hoja era un poema, cada mañana una hoja puesta, enganchada al platillo del café, en la mesa redonda bajo los árboles y la mirada descarada del viejo camarero queriendo rasgar el velo de un sueño que él ya no podía soñar.

Cada día el hombre se acercaba a las once para dejar junto a ella su noche en vela, su tinta pesada de tristes horas inventando un pequeño refugio de los cielos rasos y de todos los infiernos pasados. Mientras ella intentaba cada noche llevarlo a sus sueños, él pasaba esas noches soñando escribir el cuento perfecto para llevar a la chica a vivir dentro de él. Ella se ceñía sus gafas negras de ocultar mañanas y él hablaba despacio o rápido según le iba el corazón en delimitarla, en ponerle las cotas y las medidas que la abarcaran, para hacerla posible, para hacerla verdad y no voluta y no espera.

Él se proponía cada mañana no contarle sus amaneceres para no agotar en unos instantes la vida que quería junto a ella y sin embargo, no lo podía evitar, y presuroso le recitaba palmo a palmo sus deseos más íntimos, entrelazándolos con las frases cotidianas que podía repetir a cualquiera, tomando un descafeinado, para quitarle quizá la importancia al intenso momento que estaba viviendo. Como si al mezclar así el amor y el resto evitara su huída, para que a ella no le entrara el pánico al saberse atrapada sin remedio en emociones tan intensas que la llevaran a escapar bien lejos, a salvo de todo y en medio de la nada.

A veces intentaba, con mucho esfuerzo y pocos logros, dejar pasar el momento en silencio, prudente, para que ella no notara que lo único que quería era pasarse el día y la vida entera hablándole al oído, susurrándole los te quiero que se le agolpaban uno tras otro, retenidos por el temor, y cuya luz de salida esperaba con tanta ansia que a veces casi no podía ni respirar. Para dejarlos correr sobre su cuerpo, su mente y su alma, sin piedad, sin límites, sin barreras y sin porqués. Para inundarla de besos aplazados sin fecha de caducidad.

Ella vivía entonces cada palabra con su mirada y alguna vez reía y otra vez suspiraba para mirar al suelo buscando el sentido de algo, el punto que parara la noria y el vértigo de todo detrás de todo sin que viniera nada, sin que valiera nada más que la figura a contraluz del hombre que se alejaba sin entrar en su sueño, sin entrar en su cama. Cuando se iba el café y el rato con charla, abrigo, caricia de su mirada, el hombre acurrucaba en la mano de ella la hoja plegada de sábana para que ella soñara. Y mientras pasaba aquel abril de luces tenues y miradas brillantes, a ella se le quedaba pequeño el infinito y él la deseaba cada vez más. La hoja se deshacía en letras que caían como lágrimas sobre su cara hasta llegar a ser rocío entre sus piernas y ella la apretaba fuerte en el cuenco de su mano para sentir el deseo como una caricia susurrándole muy abajo una nueva historia que la penetrara con la fuerza de cada palabra, de cada imagen del hombre llegándole cada día, a las once, desde la nada.

Cada noche ella desplegaba la hoja y la leía muy despacio, dejándose arrastrar por cada letra, por cada palabra, hasta llegar al sueño, guiada por el camino de unas lentas lágrimas que surgían de todo el tiempo perdido, de tanto tiempo sin soñar, sin querer, sin buscar. Luego llegaba el sueño que ella quería vivir. Todo estaba allí: los árboles, el camarero, la mañana, el sol, el deseo, pero el hombre de cada día a las once no llegaba. Pasaba el sueño y el hombre no había llegado. El estremecimiento, la ansiedad, el desvelo, volvían hasta la madrugada y la luz de leche iba iluminando sus ojos abiertos, temerosos de cerrarse para no volver a encontrar sus sueños vacíos. En cada hoja había escrito un sueño, pero el hombre que los escribía nunca se encontraba en ellos.

Aquel día, cuando salió para reunirse con el hombre, llevó consigo su cámara de fotos y cuando éste llegó le besó suavemente en la mejilla y le dijo: “quiero hacerte unas fotos” y se quitó las gafas y el hombre vio su alma reflejada en el mar de aquellos ojos, sin poder imaginar que allí iba a perderla. Todo transcurrió igual, pero aquel día ella, además de su cuento, se llevó el material con el que construir su sueño. Con la ayuda de las fotos modeló con parafina una réplica perfecta del hombre, ensambló con la parafina un molde de barro e introdujo el golem en el horno. Cuando la parafina se derritió, escanció bronce fundido en el alma del hombre de barro y descansó durante el tiempo necesario para que la colación se solidificara.

Desvistió el bronce de su piel de barro y se quedó mirando aquella réplica como miraba a aquel hombre hasta que la escultura se hizo sueño despierto y hombre y vida y amor y sonrisa que la abrazaba y suavemente le quitaba la sombra de un temor con un suave beso en los labios y unos dedos cuidadosos, los del hombre, desabotonando su blusa, acariciando su cuello, su oreja, su nuca, su pelo, su cuello otra vez hasta llegar a su pecho y a su suave pezón sonrosado, despertando a un roce que se iba extendiendo por su pensamiento hasta notar su piel incendiada, su boca amarga con gusto a saliva de él que le daba más sed de él, y sus lenguas abrazaron sus cuerpos y se desnudaron y se recorrieron dibujando el mapa exacto de sus sexos con manos y dedos, con lenguas y bocas mordiendo esos rincones de sus vidas donde la identidad no necesita nombres. Y cuando pasó el orgasmo el bronce siguió siendo bronce y aunque ella rebuscó en su cuerpo no pudo encontrar la huella del hombre, sólo las de sus lágrimas y la de su propia mano acariciándose.

Y cuando se metió en la cama pudo llorar un ratito a gusto, tranquila, dando rienda suelta a todas las emociones contenidas después de haber recibido tanto cariño. Y lloró pensando que quizá sería la última vez que volverían a verse. Habían vivido aquella historia juntos, conociendo desde el principio cómo iba a terminar. Y ahora le dolía el alma, de tanto querer y de saberse tan querida, sin más. No habría más palabras, ni más caricias ni más besos ni más sonrisas. No podían permitírselo, y al saberlo de antemano, cada momento había sido más intenso que cualquier historia incierta que parece tejerse destinada a la eternidad. Apostaría una y mil veces que no habría nunca una historia tan de verdad, aún siendo casi irreal, mitad soñada, mitad vivida. En cada lágrima que ahora derramaba había una parte de esa historia, y ahora resbalaban por sus mejillas como despidiéndose de ella, de él y de sus vidas. Y recordó aquellos momentos iniciales en que sin propósito y casi sin darse cuenta, empezaron a coincidir en varios lugares, en varias canciones, en varias palabras, en algunas calles y en muchos sueños. Y cómo la certeza de saberse comprendidos los fue acercando poco a poco y tan rápido a la vez, que en un abrir y cerrar de noches los días se hicieron comunes y los deseos también. Recordó, sonriendo mientras lloraba, la emoción compartida de saberse solos en medio de la multitud. Y cómo hubo días en que no salía el sol por mucho que se empeñara el uno o el otro en que había que prender la luz. Y no quiso entonces pensar en nada más, se rebeló contra la lógica que auguraba que aquello tenía aquel final y contra el que no pudo o no supo luchar. Visitaría cada día el lugar donde soñaron, pero contemplándolo de lejos, para que no doliera más. Y sabía que pasarían los días, y los meses y media vida quizá hasta poder irse una noche a dormir sin llorar.

Esa noche ella al fin lo soñó. Se fue a dormir con sus quimeras de siempre, temiendo una vez más que no llegara aquello que tanto deseaba, llevarlo a compartir su mar. Se acurrucó entre las sábanas sintiéndose más indefensa que nunca por todo lo que no iba a pasar y derramando las lágrimas de siempre, empezó a soñar. Y lo vio aparecer a lo lejos, caminando por la orilla de aquella playa, desdibujada aún la mirada temblorosa y ardiente que cada día le mostraba al llegar. Le tendió la mano para que no pudiera escapar y le susurró “quédate conmigo, te voy a enseñar mi mar”. Él cogió su mano, acercó sus labios a su boca, rozándola, depositando el primer beso en su mejilla para acercarse lentamente a sus labios y resbalarlos con su lengua, muy despacio, apretándolos como si apretara así el tiempo en ella. Acarició con sus pulgares las sienes de la mujer y fue descendiendo con ambos dedos por sus pómulos, aumentando la presión a cada centímetro, modelando ese rostro por el que había escrito cada una de sus letras. Continúo su caricia hasta llegar a los labios que estaba besando y los introdujo suavemente en la boca de la chica, junto a su propia lengua, a la vez que con los restantes dedos sujetaba su nuca. Penetró aquella boca con su lengua y sus dedos, con ansia, con la sed de todo aquel mar que le llamaba, con la avaricia de tragarse aquellas lágrimas azules de ahogo y ganas que se vertían en su lengua hecha ariete y pene llegando muy adentro en aquella boca abierta y rendida para él. Las manos continuaron bajando por el cuello y luego rasgaron la blusa de la mujer con un crujir de ola que se confundió con el primer gemido de ella, quemándose desde las sienes a los píes, goteando flujo por la entrepierna, mojada desde el primer pensamiento que tuvo de él viéndolo llegar un día a aquel café.

Le dijo: “gracias por tantas palabras, gracias por tanto amor.”

Y el hombre le contestó: “Yo quería llevarte a mi cuento, y tú me has traído a tu sueño. Estamos igual de lejos, igual de solos.”

Y la chica se deshizo de su lengua y con su lengua recorrió esa piel que ella misma había modelado con sus dedos. Besó su nuez y abrió su camisa para morder sus pezones y su pecho, su ombligo. Sus dedos soltaron el cinturón, desabotonaron el pantalón del hombre para que cayera muerto en la arena. De un tirón la mujer bajó sus calzoncillos y le atrapó con ambas manos los testículos y el pene, apretó fuerte como si amasara barro mientras con sus dedos acariciaba sus ingles, su escroto, sus nalgas. Sus labios volvieron a unirse, a chuparse las lenguas y a separarse otra vez mientras la boca de la chica descendía hasta la cintura, hasta el muslo izquierdo, subía a la ingle y se perdía allí, mojando con su saliva cada pliegue de aquel hombre que no había podido sentirla sin ser estatua, sin ser algo más que una replica escrita de algo que no podía existir. La mujer introdujo el pene en su boca y cerró los ojos, su lengua lo circuncindó y lo bañó de sal, lo cimbró y lo bombeó como si quisiera sacar cada segundo del deseo que allí se almacenaba. Él se tumbó en la arena y la mujer, sin soltar el miembro de su boca, se ahorcajó sobre él. Sus glúteos bailaban a centímetros de la lengua del hombre y goteaban sobre aquella boca entreabierta olor de mar y sudor de sexo. El hombre agarró el tanga de la mujer por ambos extremos de su tira central y lo estiró hasta introducirlo entre sus labios vaginales, acercó su lengua y lamió el interior de sus muslos, sus ingles, sus glúteos, su ano, su vagina. Sus dedos recorrieron luego cada uno de estos sitios, horadando a aquella mujer en cada uno de sus recuerdos.

Ella le dijo: “Gracias por estas caricias, gracias por este amor.”

Y el hombre le contestó: “Yo quería darte cada uno de mis días, y tú me has convertido en estatua. Estás igual de sola, estás igual de lejos.”

Ella se puso a cuatro patas y él le bajó el tanga hasta los tobillos, se irguió sobre sus muslos abiertos y cobijó el pene entre las dos nalgas; lo mantuvo allí mientras lloraba el mar sobre la playa y las nubes ocultaban todo el sueño y el azul del cielo se disfrazaba de deseo. Introdujo su pene en la vagina mojada. Estuvo un rato sin moverse, sobre aquella grupa con sus manos abrazándole las caderas. Recordó cada una de las palabras que había escrito para ella, para vivir por ella, y las fue olvidando una detrás de otra, para morir por ella. Comenzó a mover su pelvis, al principio muy despacio, luego rítmicamente, progresivamente, mientras aquel culo que tanto había deseado se abría a su compás. Sus embestidas se hicieron más irregulares y más fuertes. Al chocar su pelvis con los glúteos de ella un estallido sordo les olvidaba de lo que habían sido, de lo que habían querido. Sólo quedaba el ruido, el mar, la playa, sólo los glúteos sonando y su pene sintiendo venir el orgasmo y los gemidos de ella acariciándose el clítoris con desesperación, y todo lo que no pudo ser mirándolos y burlándose un poco también.

La chica le gritó: “Espera, no te corras.”

Él le gritó: “Espera, no te vayas.”

Y ella sacó aquel pene de entre sus nalgas y lo metió en su boca y apretó fuerte para que no se derramara en la arena ni una gota de aquel esperma, para tragárselo todo y poder recordar su sabor cuando despertara del sueño.

Y él se quedó mirando aquellos ojos mar y cielo y nube por última vez y acabó de desnudarse. Caminó hacia la orilla y cuando el agua le llegó al cuello siguió caminando hasta el final. Ella lo miró diluirse en el verde y supo que le recordaría siempre. Metió dos dedos en su vagina y los llevó mojados hasta sus labios, los lamió absorbiendo hasta la última partícula de olor del sexo del hombre al que sólo amo en sus sueños. Se vistió despacio y abrigó su mirada con el gris del cielo nublado. Se quedó un rato largo mirando aquel mar. De espaldas y a contraluz parecía estar esperando a alguien, pero cuando se giró sus ojos eran del mismo azul del sueño. La muchacha del cuento sonrió y se puso sus gafas negras, luego se alejó caminando por la orilla. Cuando despertó no consiguió recordar si había soñado, pero al hombre no volvió a verlo nunca.

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jueves, 6 de mayo de 2010

El hombre que se quemó el alma

El hombre que tenía la llave abrió la inmensa puerta de madera con la rapidez que su cojera y su aún dormido entendimiento le permitieron. Tosió y escupió antes de embocar su cuerpo pastoso a través de la negrura del local. Sus renqueos le llevaron a la llave de la luz y todo se iluminó de amarillo triste como cada triste día se iba oscureciendo su vida desde el miércoles 16 de mayo de 2001. Aquél día le regaló un doble cd de Victoria de los Ángeles, era su cumpleaños, y ella le envío un sms que decía:

"Tengo los morros escosios J. Has oído el (alomorfo de “la”) aria 1 del 1r. CD? (si lo haces ahora no la pongas muy alta, lo justo para que la música te arrope".

El aria 1 del primer cd se titulaba "Oh mio babbino caro" y al hombre que tenía la llave aquella noche quedó arropado por esa música como una condena a varios siempres. Se venció sobre la vieja silla giratoria de agujereado skay negro y abrió a la misma hora del mismo reloj el cajón donde lo guardaba todo: las medias negras que ella conjuntaba con aquel body negro, el sujetapelos de plástico amarillo que aún conservaba algún resto de cabello, el paquete de Marlboro con 7 cigarros ya secos, el vaporizador fusiforme y dorado con el que ella incesaba la cama cuando de madrugada la abandonaba para volver con su marido y dejarlo a él con el olor de su ausencia. Sacó, como cada día desde entonces, una abultada carpeta que contenía cada uno de los capítulos que ella le había impreso de "Alicia en el País de las Maravillas". Cada uno de ellos estaba contenido en un sobre en el que ella, antes de depositarlo sobre su mesa de trabajo, había escrito "Señor L., Aventurero y Exportador de reptiles". Volvió a hojearlos una vez más y se detuvo como siempre en el "que le corten la cabeza" para sonreír y toser y escupir en un mismo gesto que el alcohol de tantos días y el cansancio y el hastío de tanto repetir, tanto repetir, habían convertido en mueca estúpida, abotargada saliva seca sobre la comisura de una vida podrida. En varias carpetas más se arrugaban cientos de hojas con cada uno de los escritos que él le había escrito, con cada uno de los mensajes de correo electrónico que se habían enviado, ordenados por fecha, impresos en azul los de ella, impresos en negro los de él. Allí estaban todos los escritos del hombre del espejo, todos los pensamientos del sujeto elíptico, todos los susurros de la mujer de negro, todos los sortilegios de las rotondas y los gatos.

Releyó, releyó otra vez lo que ya no sabía si era pasado o literatura, ternura o vicio. Puso en el equipo de música el cd y los dos minutos y un segundo que dura el aria duraron otra vez toda su vida mientras la sonrisa y la saliva y el desgarro en el pecho, la amargura de un momento apenas, tan repetida que ya es como un esputo más. Recordó el día del techao de los besos, y el primer encuentro en la escalera, su sonrisa abrazándole, guiando paso a paso por un mundo que él quería descubrir. Recordó su primera cena y a aquella chica que cantó "Algo contigo". Recordó como cogió su mano sobre la mesa y ella la retiró, recordó el paseo hasta el pub donde ella le empezó a contar aquella historia que ahora, diez años después, se había convertido en su propia historia. Y todas las cosas volvieron a ocurrir, como cada día, cada vez que leía aquellos escritos leía las mismas cosas diferentes que volvían a ocurrir de distinta manera, las mismas letras contaban diferentes historias donde ella siempre era ella y diferente. La innumera.

Y leyó la vez que ella le dijo:"No me lo pongas difícil" y a él se le rompió el alma porque sabía que las cosas fáciles no valen la pena y volvió a leer, como cada vez, el mismo párrafo y ya no ponía eso, ponía: "Sé que querer es fácil si no se tiene miedo". Y ella tenía miedo a querer, a que la quisieran, y una noche, en aquel garito, metió las manos en los bolsillos del abrigo del hombre que tenía la llave y le besó durante dos lunas nuevas y le dijo como disculpándose: "Yo no puedo ser fiel" y él en ningún momento pensó que ella no estaba hablando de su marido, sino de él. Y todas las palabras, todas las historias volvieron a mudar en un baile en el que los ojos de cualquier lector terminaban por llorar.

Y leyó la vez que ella le dijo: "Tengo un nudo en el estómago" y fueron a aquel jardín en aquella plaza y ella le dijo hemos terminado y el no tenía palabras, por primera vez no había ninguna palabra que decir ni escribir y ella se fue y a partir de aquel día sólo quedaban para follar y ella lloró, lloró con sus lágrimas tranquilas y desoladas y le gritó en la estación del metro: "¿Qué quieres de mí?" y él le dijo: "Yo sólo quería quererte" y hace unos días el hombre que tenía la llave la ha encontrado en el metro, como muerta con su pelo gris y sus ojos apagados, su gesto de los días malos en los que sus labios se plegaban desvalidos como escondiéndose del mundo. Y se han mirado con la mirada del revés y las letras se han callado todas y el hombre que tenía la llave se ha dado cuenta de que ni uno sólo de los minutos que ha vivido pensando en ella ha valido la pena y ha sentido tanta pena por ella, ha sentido tanta pena de él, de cada uno de los días que no ha vivido releyendo aquellas letras para que fueran de ella, que no ha dudado en echar a correr con su alma amputada y su pierna de carbono hasta abrir el cajón y cumplir el rito diario por última vez antes de quemar aquel inmundo local con él dentro, aquellos inmundos relatos, aquellos inmundos escritos que se escribían de nuevo cada vez que él los leía, cada vez que una nueva llama los ennegrecía como aquella mujer había ennegrecido su puta vida.

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lunes, 26 de abril de 2010

Chica leyendo a Murakami en el metro

El cartel que llevaba la chica colgado al cuello ponía: "No moleste, por favor, estoy leyendo". Estaba leyendo un libro de Murakami. Tokio Blues. Lo llevaba leyendo, lo llevábamos leyendo, más de dos semanas. Como iba por la página 260, justo cuando muere el padre de Midori, calculé que más o menos, a dos viajes de seis paradas al día, le quedaba una semana aún para terminarlo. Yo llevaba más de un mes poniéndome a su lado en el metro, un poco detrás y en diagonal, para poder leer cada palabra que entraba por sus ojos y compartirla. Había veces que me parecía oír en su mente el eco de la misma palabra que yo acababa de leer y entonces, sí, por un minúsculo momento era feliz. Antes de Murakami habíamos leído un minúsculo librito de Camilleri sobre Caravaggio, apenas nos duró dos días, y antes de éste los dos nos emocionamos y hasta nos excitamos con "El viajero del siglo", de un tal Neuman. A mí nunca me ha gustado leer y al principio de conocerla simplemente la observaba. Cada día me ponía un cartel diferente para que no reparara mucho en el demacrado rostro que no podía quitarle la vista de encima. Me encantaba verla sumergirse en el libro que llevara, sentir su respiración acompasarse con aquello que de pronto vivía en su interior, con las comas y puntos que marcaban su pensamiento, su pulso y cada latido de mi corazón expectante a cada uno de los mínimos gestos que la historia que sustituía a su historia le provocaba; imperceptibles para cualquiera, pero grabados en mi mente con un cincel que también me arañaba el alma.

Aquel día, entre la tercera y cuarta parada, en la página 272, cuando Hatsumi pregunta a Watanabe si el amor de éste es ilícito, la chica de improviso cerró el libro sobre sus dos pulgares, se giró y se quedó por un largo momento mirando mi cartel. Un temblor convulso me bañó de sudor y pánico. La chica leyó el cartel, pude oír también este eco, y con un movimiento muy lento de su mano derecha alzó sus gafas de sol y sus ojos para mirarme. Eran unos ojos azules y verdes a la vez, con la mirada más limpia que había visto nunca, con cientos y miles de letras flotando en ella, proyectando cada una de las historias que había leído, que había vivido, en mi deseo de vivirlas yo con ella. Me sonrió con dulzura y congeló por un instante infinito su mano su mirada y su alma para que yo pudiera leer en ella, luego acarició mi cartel y lo leyó en voz alta: "Ya no tengo palabras". Después de eso, abrió el libro y siguió leyendo.

Durante dos días no me atreví a subir en el metro con ella, así que me perdí buena parte de lo que quedaba de Tokio Blues. Me limité a acudir a la tienda donde trabajaba. Allí me parapetaba tras el escaparate e intentaba seguirla con la mirada sin que ella lo sospechara. En la tienda vendían carteles. De todos los tipos y con toda clase de leyendas. La gente entraba y salía con un cartel nuevo, con una leyenda nueva, colgado del cuello. Cada leyenda era una vida nueva, o una forma de ser diferente para el que la portaba. Unas eran completamente abstractas: "Ilusión", "Espero continuamente"; otras incomprensibles: "Dios de los azules", "Sator Arepo Tenet Opera Rotas", y muchas, la mayoría, eran simples y repetidas nominaciones: "Cartero", "Orador" e incluso "Pensador". Cada cosa, pensamiento o ser que existiera en este mundo estaba reflejado en una leyenda. La gente cambiaba constantemente de cartel y leyenda con la esperanza de un día encontrar una vida que verdaderamente les valiera la pena, pero aún no se sabía de nadie que hubiera dado con la leyenda adecuada. Yo, por mi parte, fabricaba mis propias leyendas, aunque bien sabía que sólo un cartel homologado podría surtir efecto, pero también era cierto que en general hacía ya mucho que no me interesaba nada mi vida, ni cualquier vida salvo la de aquella mujer con la que podía vivir escasos momentos cada día mientras leía por encima de su hombro.

Al tercer día no pude resistir más la ausencia de su eco y volví al metro a leer con ella el último tercio de la novela. Iba por la página 332, cuando Midori, con gafas oscuras, como la chica de las gafas de sol que la leía, y vestida con un jersey de color de la artemisa (soñé para siempre verla a ella vestida con ese color), no quiere hablar con Watanabe y yo me pregunté si ella querría volver a hablarme, a leer con su lentitud de sueño deseado la leyenda de mi cartel, a sonreírme con esos labios que sonreían marcando el camino de la vida que yo hubiera querido vivir si hubiera podido escribir la leyenda "Me das paz cuando me miras", pero mi cartel de ese día ponía "No tengo más días" y ella se giró y me miró largamente y luego miró mi cartel y leyó con su voz de cantar nanas a los hombres rotos: "No tengo más días" y me acarició la mejilla y sonrió y me dijo: "¿Quieres que almorcemos en el río" y me quitó el cartel y se quitó el cartel y bajamos en la sexta parada y fuimos hasta el río y allí me cantó una canción que decía "No hago otra cosa que pensar en ti" y escribió en su cartel "Necesito que me abraces" y nos abrazamos y estuvimos así todas nuestras vidas durante uno o dos minutos y creo que una de sus lágrimas llegó a mis labios y entonces los dos reímos y ella me dijo no tengo el cartel que diga "Te quiero" y me besó en los labios y a lo lejos vi su vida, su hija, y me alegré de que fuera feliz sin necesidad de carteles y el sol se fue, Murakami se fue, y ella se volvió y me pidió no vuelvas, y yo le prometí que no volvería a leer tras su hombro nunca más, no subiría nunca más en su metro ni iría a mirarla tras los cristales y escribí en mi cartel una leyenda que decía: "Los ecos de tus palabras fueron mi voz" y corrí a comprarme Tokio Blues, edición de bolsillo, y empecé a escribir en los huecos de sus páginas la vida que yo hubiera querido vivir con ella.

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viernes, 2 de abril de 2010

El hombre del espejo y los días sin fin

 

En ese país los días duraban veinticuatro horas y nunca se volvían a repetir. Nunca se volvían a repetir porque ningún nuevo día tenía nada que ver con el anterior. Cada cosa o cada vida dejaba de sentirse en la hora 24 y volvía a renacer en el minuto cero sin tener el más mínimo recuerdo de haber existido o de haber sido. Los inviernos no se iban ni los veranos llegaban, la felicidad no se añoraba, sólo se sentía. Cuando se sentía. Todo sucedía tan de primera y última vez que en realidad a nadie le importaba si había pasado o no. La gente no se reconocía por la calle y los escaparates reflejaban extrañas caras acostumbrándose los perfiles.


Nunca nadie llegó a preguntarse cómo, pero las cosas así funcionaban bien, al menos durante veinticuatro horas. No había rencores ni amores, los destinos y las huidas siempre terminaban en el mismo momento y las horas más largas siempre se detenían bajo el mediodía.

 
En ese país el tiempo no duraba lo suficiente para saberse tiempo y las vidas se amontonaban en los cuerpos sin llegarse a tropezar. Un día uno era uno y otro día el mismo era otro, pero todo se sucedía y nada hacía pensar que pudiera volver a suceder.


Las primeras horas eran siempre difíciles para todos. Al amanecer daba la sensación de que había que hacer algo, pero esos ímpetus tempranos se iban calmando poco a poco, minuto a minuto, sin necesidad de más comprensión que la intuición de que la experiencia era como el falso recuerdo de un miembro amputado. Cuando el sol empezaba a calentar todo el mundo ya se estaba acostumbrando a ser sí mismo y no quería más que deambular y mirarse y mirar y unos pocos empezaban a soñar y se quedaban quietos, muy quietos, como un poco asustados de saberse soñar.


Esa noche llegó y el hombre del espejo se desperezó con ruido de huesos antes de acercarse a la maquinaria del reloj y acariciar suavemente con la yema de los dedos su única saeta. Con precisión y cariño avanzó la manecilla un segundo para que su vida fuera un segundo más corta y el nuevo día aplastó al viejo día y los hombres continuaron a lo que estaban haciendo siendo ya otros hombres y haciendo  otras cosas  diferentes  a  las que estaban  haciendo y el tiempo comenzó de nuevo, todo comenzó de nuevo menos la vida del hombre del espejo que estaba condenado a seguir su vida día tras día sin la suerte del olvido ni la paz de no saberse.


En ese país nada se paraba salvo el tiempo y el silencio. Todo continuaba diferente y extraño, todo era igual e irreconocible, todo era nada y nada servía más que para ser nada. Todo estaba bien y el hombre del espejo seguía cada día con su pequeña trampa adelantando un segundo la vida para que la pena no fuera tan larga, para poder llegar a algún día en el que no hubiera más días ni países ni toda esa tristeza de ver a sus amores odiarle o callarle en estaciones de metro, sin saberse ya amores, con mechones grises en los cabellos y miradas de desprecio y hastío, con tanto no ser ya, con tanto ser otra cosa, cada veinticuatro horas, que ya no era aquella otra cosa.


El hombre del reloj ve a sietelunas en la estación del metro, como cada día, y va hasta ella, como cada día, y le dice que aunque el tiempo ya no exista él la quiere igual, aunque ella ya no sea aquella y todo esté sucio hasta el recuerdo de aquella caricia en la mejilla bajando las escaleras del metro de aquella época en aquel país en aquella vida en que la vida parecía existir. Y sietelunas le dice no me digas nada, no sé quién eres, sólo quiero estar aquí sola con mi cara de pena y mi mechón de cabellos blancos, mis labios cerrados y no verte no verte más hombre del espejo que me buscas cada día y yo cada día soy otra otra muerta diferente que te olvida desde entonces. No me importas nada hombre quién seas, ¿te lo tengo que explicar o quieres que me muera?


Y el hombre del espejo sabe que sietelunas ya no tiene que explicar nada porque ya hace tanto que no existe que ninguna palabra tiene ya lugar ni asomo ni siquiera voz, pero la oye y se refugia por un momento en su mirada y quiere ver aquellas nubes azules pero ahí sólo hay vacío y locura de no saber más días, más tiempos que recordar para olvidar los otros tiempos. Nada existe, sólo el día y la estación de metro y el desprecio y el no querer haber vivido.


El hombre del espejo se aleja y sigue observándola cada día y avanza la manecilla del reloj para que todo acabe pronto.

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miércoles, 20 de enero de 2010

La columna Durruti

Restaurante. Interior noche.

—¡La guerra no tiene ninguna regla!

La alta voz me hizo desviar la mirada desde los ojos de mi mujer al grupo de seis hombres que cenaba en la mesa de al lado. Mi mujer es rubia de bote y hace año y medio que me engaña con un compañero de trabajo. Lo sé porque los sms son delatores y porque ahora a veces me trata con un cariño que sabe a conciencias y perdones que nunca me pedirá. Entre los dos todo ha ido mal siempre, pero eso no quita el cariño. En el banquete de bodas rompió con mis padres y cuando tuvimos al chico se tiñó el pelo. Entonces supe que ya no me quería, pero siguió conmigo por la hipoteca y porque yo hago todas las noches la cena. La niña tiene ahora dos años y se parece tanto a ella que es rubia como la lluvia y adorablemente callada como su silencio.

A los dos nos gusta salir a cenar y mirarnos a los ojos como si aún nos quisiéramos, ella juega a que me quiere y yo juego a que me quiera mientras la quiero; luego nos vamos a casa y follamos cada uno a los suyo: ella pensando en que me engaña y yo pensando en que me engaño. Todo está bien.

—¡No puedo admitir lo que dices! Negar que la guerra está sujeta a la ley es hacer de la guerra una excepción que niega su propia excepción: cualquier transgresión necesita su norma; justificar la tortura, o la muerte de inocentes en una guerra, es negar la guerra como excepción a la convivencia, es darle una carta de naturaleza independiente de su contrario, la paz, y por lo tanto éticamente injustificable.

La discusión de la mesa de al lado acaparó toda mi atención y por un momento sentí envidia de sus voces y sus razones enfrascadas en unas trincheras en las que me hubiera gustado tirarme de bruces, acalorarme con ellos, beber y no ver los ojos de mi mujer enfrente y sus labios queriéndome querer sin verme, sin sentirme desde la primera vez que mi dedo raspó su vagina seca, desde la primera vez que ya ninguna vez era primera vez.

Uno de los de la mesa agitaba su dedo índice indignado oponiendo cualquier posibilidad de ser a las opiniones del otro; este otro alzaba su mano escorzada amagando un vaso invisible mientras acusaba al santo Vicente, así se llamaba, de conversaciones de cubata alejadas de la realidad. Vicente, más indignado si cabe, se levantó y con su dedo en ristre fulminó a su interlocutor con una mirada en la que las palabras dejaron paso a una ética que no sabía de premisas ni argumentos, una ética que es una guerra que es un no.

Y yo miré a mi mujer y le dije no y ella me dijo no qué y yo le dije no tú, no tu amor, no tus labios, tus mentiras, tus tequieros tus niños tus besos tus reglas tus deseos tus miedos tus fríos tus ganas tus desganas. No tú. Y ella se levantó y se fue a esperarme en casa o se fue con su amante, no sé; y yo me levanté y me acerqué a ellos y les dije:

—Me llamo Amadeo, ¿puedo sentarme con vosotros?

Y ellos dejaron de discutir y se quedaron atónitos mirándome y me dijeron que me sentara y yo les hablé de que nunca había estado en la guerra ni había hecho la mili, pero que la guerra era cada día, cada pensar, cada ver, y que verlos allí tan juntos discutiendo sólo de ideas sin pagos ni plazos, bebiendo tan juntos en la misma trinchera, me había hecho sentirme un poco bien, me había hecho recordar aquellos tiempos en que creía en luchar o en querer, aquellos sábados de ver amanecer en algún banco de algún jardín creyendo en lo que decía, creyendo en lo que me decían, y el camarero sirvió otra ronda de orujos blancos y ya estaba yo allí, junto a ellos, en la Columna Durruti, me dijeron, y pasaron dos o tres horas, y hablamos de Quico Sabaté y del Facerías, y yo les dije que no sabía quienes eran, que yo en realidad era más de oír en la radio al Jiménez Losantos, y ellos se rieron y dijeron que había empezado mi conversión y creo que todos estábamos ya borrachos cuando empezamos a cantar la Internacional y nos sentimos orgullosos de ser libres o por lo menos de creérnoslo.

Y amaneció y nos despedimos con un abrazo y yo sentí que por esas horas había recuperado una forma de mirar diferente y hubiera soñado poder mirar así de nuevo a mi mujer, como cuando la conocí y el amanecer de cada día era su reflejo y en este amanecer ahora ya ando yo sólo hacia mi casa, feliz y triste de saber que sólo espero que ella siga allí, con mis hijos, aunque ya no sea ella, y camino despacio, tropezando y silbando, pensando en voz alta en mis nuevos camaradas, pensando que nuestras mujeres nos han abandonado y nuestros hijos son los hijos de los otros. Pensando que sólo nos quedamos nosotros, los que vivimos, los que sentimos, frente a alguna trinchera que nos hace pensarnos camaradas, frente a alguna guerra o alguna idea que nos hace formar en columna y abrazarnos a un recuerdo o a un sueño que se pueda llamar Durruti o como quiera que se llame.

 

 

Más información:

Buenaventura Durruti:

http://es.wikipedia.org/wiki/Buenaventura_Durruti

http://www.sbhac.net/Republica/TextosIm/Durruti/Durruti.htm

http://www.kaosenlared.net/noticia/discurso-buenaventura-durruti-gran-revolucionario-anarquista

La Columna Durruti

http://es.wikipedia.org/wiki/Milicia_confederal

http://agora.ya.com/barricada36/1936/durruti2.html

http://www.alasbarricadas.org/forums/viewtopic.php?f=19&t=42049

http://guerracivil.forumup.es/about3816-guerracivil.html

Quico Sabaté

http://es.wikipedia.org/wiki/Francesc_Sabat%C3%A9

Josep Lluís Facerías

http://es.wikipedia.org/wiki/Josep_Llu%C3%ADs_Facer%C3%ADas

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=55389

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