En la playa de la noche
mostraba mis ojos a las sirenas
que jugaban impunemente con mi pene
con el falo que en el lecho maloliente
deshacen los sueños y cae la piedra
del pensamiento al suelo.
(Leopoldo María Panero, Amanecer sobre la tumba, en "Poesía" 1970 - 1985)
-Te mataré mañana cuando la luna salga...
Leopoldo no paraba de repetir su letanía una y otra vez una y otra vez mientras, como si fuera parte del poema, meneaba la cabeza en un sí no eterno y chupaba su cigarrillo ahogándolo con sus babas y sus risas colgadas de idiota que lo sabe todo.
El sol calentaba el día hasta hacerlo hervir y las líneas que dibujaban los árboles, los bancos y los rosales flotaban en el aire sin poder respirar. Todo estaba quieto y no paraba de moverse en un compás repetitivo que le negaba la posibilidad de su mismo movimiento.
-Te mataré mañana cuando la luna salga..., y el primer somormujo me diga su palabra.
-Te mataré mañana cuando la luna salga...
Jacinto se acercó una vez más a pedirle un cigarrillo rubio a Leopoldo.
-Que te den por culo, grandísimo hijo de puta. Loco de los cojones.-Le increpó entre risotadas y farfulleos y por enésima vez le dio el cigarrillo que inmediatamente Jacinto le devolvió ceremoniosamente dándole las gracias con una respetuosa inclinación de cabeza.
Esta escena, como cualquier cosa que ocurría en aquella especie de prisión ajardinada, se había repetido monótona y milimétricamente durante toda la mañana: Leopoldo con su poema, Jacinto con su ceremonia, Israel con sus lloros pequeños y desconsolados, Ramón haciéndose su paja eterna, Toni "el loco" con su plomizo discurso negando su locura, Miguel preguntando al cielo cada tres segundos: "¿Lloverá?" y respondiéndose cada seis: "No, no lloverá"... La gran sinfonía de la locura tenía cronometrados y ensayados cada uno de sus movimientos en un perfecto perpetuum mobile que a cualquier espectador cuerdo le hubiera recordado un mecanismo de relojería.
La hora de la visita llegó y los autómatas se vieron rodeados de gente vestida de calle y con sonrisas encajadas en sus ganas de irse de aquella patética parodia de seres averiados. Los locos tenían las mismas ganas de que los visitantes se fueran, pero estos siempre preferían no hacerles caso y tomarlos por locos. Leopoldo le tocó el culo a una señora tiesa y sin culo que decía ser la madre de Toni, aunque éste lo negaba, y la enfermera del culo gordo le riñó, más por envidia que por convencimiento. Leopoldo rió; se descojonó, más bien; y siguió con sus denuestos sin orden ni concierto, luego se acercó a mí y me dijo que se sentía orgulloso de que fuéramos los únicos a los que no nos visitaba nadie ya que los dos en realidad estábamos muertos desde el mismo momento en que matamos a nuestras madres.
Yo le dije que sí, que sí y me alejé de él para ver si así se callaba la música que no paraba de sonar en mi oído derecho. Era un aria de una opera de Puccini, "Oh, mio babbino Caro", que hablaba de un río y de un anillo y de una tristeza que yo no recordaba haber sentido nunca, pero esa música me invadía y no podía pensar en nada, sólo podía esperar en mi cabeza la próxima nota de esa melodía sin fin que me tenía atado a ese patio y a esos locos con sol y gente alrededor que tanto molestaba. Alguna vez me ponía furioso e intentaba partirle esa cara de cara que ponían para que no se les viera el alma, pero enseguida los enfermeros me agarraban y me sedaban y entonces la música me invadía por completo y yo sólo quería que parara, que parara, pero sonaba más y más fuerte y se convertía en cosas que yo veía y luego estallaban y el pánico y el sudor volvían a ahogarme.
Apartado de todos, sentado en un banco al otro extremo del jardín, estaba Juan. Me acerqué hasta él y me senté a su lado en silencio. Juan estaba leyendo el mismo libro que leía siempre. En realidad no lo leía porque Juan no sabía leer y ni siquiera pasaba las páginas, pero se sorbía las horas mirando perdido las líneas del libro y recitando lo que él creía que leía. A mí me gustaba quedarme junto a él y escucharlo porque lo que decía era siempre muy bonito, nunca lo mismo, y me parecía que era la letra que le faltaba a mi música.
Juan continuó su lectura durante mucho rato y casi me asusté cuando de pronto paró de leer y de mirar al libro y se quedó fijamente mirándome a mí. Sonrió con un gesto que se podría confundir con amistad y me preguntó si yo sabía leer. Cuando le contesté que sí, me pidió que le leyera yo a él porque quería saber si lo que él leía era lo que ponía en el libro. Yo tomé el libro y comencé a leer, pero no dije ni una sola de las palabras que ponía allí, sino que dejé que todas salieran de muy dentro de mí, de allí donde hacía tanto que yo no podía ya entrar y salieron poco a poco aquellos otros recreos de mi niñez, aquellas ganas de creer, aquel querer sin querer y la música paró por un momento de ser una tortura y me dejó ver el rostro de ella y vi a Juan riendo alegre al comprobar que lo que yo leía era lo mismo que leía él en el libro y sonó la campana de fin del recreo y todos nos fuimos contentos a nuestros cuartos para perder de vista a los visitantes y seguir viviendo nuestras vidas.
Más información:
http://es.wikipedia.org/wiki/Leopoldo_Mar%C3%ADa_Panero
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