Me llamo Godofredo Ros y desde el día en que me abandonaron en un contenedor, apenas recién nacido, siempre he tenido una atracción especial por la música. Al principio, en los largos días de aquella infancia, cualquier ruido callejero me sumía en una especie de trance en el que mis sentidos rasgaban mi interior y una melancolía anegada de lágrimas sin derramar me ahogaba hasta no ver, ni saber. En esos momentos la vida me dolía con otro tipo de dolor, tan intenso y tan vivo que me hacía sentirme bien. Era una paradoja.
Sentía gran predilección por los bocinazos de los coches y cuando me escapé del orfanato me agencié una caja de limpia y me aseguré el cruce de calles con mayor tráfico rodado de Lisboa. Sin pensarlo había unido dos actividades que me llevarían por todo el mundo en busca de ese dolor que me hacía feliz. Aprendí a distinguir tonos y notas, tiempos y silencios, entre los ruidos que se iban acoplando formando melodías y risas de la gente al pasar y cada una de las caras de los transeúntes era una corchea o una semifusa, cada boca vocalizaba silencios que llenaban mis melancolías amontonadas de años y más abandonos y tantos olvidos. También aprendí a mirar a la gente desde abajo hasta arriba.
Un día de muchas ciudades después oí una bocina que me rasgó el corazón y me cosquilleó desde la nuca a la punta de los pies, hasta hacerme dejar la caja y un zapato, con su pie dentro, a medio limpiar. Estábamos en la plaza del viejo ayuntamiento de Praga y aquel maravilloso ruido venía de alguna calle atrás, de algunos siglos antes sin parar de estirar el aire y el tiempo y el mundo con un sonido que de pronto vi atravesando toda mi existencia, un hilo de oro que venía desde los futuros y me ataba, me giraba y por un momento supe que la melancolía se había ido cuando en la plaza Malé Námësti la vi.
La mujer llevaba puestas unas botas marrones de ante. A mitad pantorrilla emergían unos estrechos vaqueros y un grueso jersey de lana blanca abrazaba sus caderas y su cuerpo y su cuello como yo soñé para siempre desde ese mismo momento. En la plaza no había coches ni ruidos, sólo la música de su violín acostado en su mejilla. Su rostro y su pelo y sus ojos me hicieron feliz nada más verlos. Tan feliz que casi no podía soportar el dolor. Era otra paradoja.
Muchos días después supe que aquel sonido maravilloso que la muchacha irradiaba era una composición de un tal Bach. Supe también que la música es otra clase de ruido, de familia bien, y que ella se llamaba Hilary y besaba dulce y sin prisas ni billetes de por medio. Supe que si cerraba los ojos la veía y que si pensaba en ella me hablaba y ya no había melancolía porque ella y su música llenaron cada día y los meses viviendo juntos en una pequeña habitación de la calle Retëzová, justo al lado del café Mommartre, donde ella tocaba su violín por las noches para que la gente se enamorara y olvidara por un rato que el amor nunca se queda a escuchar. Yo bebía becherovka hasta que todo se me desdibujaba alrededor de su música y su cuerpo.
Cuando terminaba su trabajo paseábamos por la ciudad vieja. Ateridos de frío nos abrazábamos hasta que el calor nos humedecía y volvíamos con prisa a la habitación para follar despacio y contarnos viejas historias imposibles que los dos creíamos entre risas y miradas húmedas que nos enganchaban otra vez a que quizá el futuro sí que podía ser.
Por las mañanas ella practicaba con el violín y yo me quedaba en un rincón, abrazado a mi caja de limpia, con los ojos cerrados y pidiendo por favor que no acabara la música, que no dejara nunca de sonar aquel violín, aquel amor. Tenía tanto miedo de que todo fuera un delirio que no me atrevía a abrir los ojos hasta que su mano no venía a socorrerme, a acariciarme, a traerme al mundo de los sueños.
Un día la música cesó.
Más información:
http://es.wikipedia.org/wiki/Hilary_Hahn
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