Aunque sé muy bien que sólo se mueren los demás, nunca nosotros, pude prever esa muerte que nunca sentiría a algunos centímetros, o cientos o metros, o mejor a un simple vistazo de pájaro, por debajo del puntero del ratón.
Nueva York aparecía un poco desdibujada en el Google Maps, pero todos sus olores y humores confluían en la punta de mi nariz de sabueso antiguo husmeando esas fotos tan extensas como lo que querían mostrar, tan reales como el mapa de Borges, tan falsas como la ilusión de los inmortales. Caminé por sus calles sin rumbo fijo, dejándome perder por mis propios sentidos extraviados y mis cuatro ideas de la ciudad, más propias de filmotecas blanquinegras y carajillos de antaño en el Café Malvarrosa que de alguna anterior visita.
La dirección: 225 E 60th St New York, NY 10022; la hora: las 19:30 de una apacible y ya tenuemente soleada tarde de julio de este mismo año. Apreté el street view y mi muñequito se encontró de repente deambulando por aquellas calles. Manhattan es un barrio con nombre de cóctel y está lleno de tiendas caras y restaurantes modernos llenos de mujeres caras llenas de potingues y caras comidas de polla, así que me conformé con andar con toda la soltura que me daba el saberme agarrado al mapa y no mirar más de lo necesario.
Me encontraba en el comienzo del Queensboro bridge, en el cruce de 2nd Ave. y 59th St.; un lugar inhóspito donde confluían multitud de calles y de taxis amarillos. Mi muñequito tuvo un amago de ataque de agorafobia y tuve que sentarme en un banco y centrar mi vista en un punto fijo para que se me fuera el vértigo y el pasado. Seguí caminando y mi muñequito siguió caminando con mis mismos pasos hasta coger la 2nd Ave. a la derecha, una amplia calle con buena pinta y muchos comercios y tráfico fluido y como educado. No había casi negros por las aceras.
Cruce la 2nd Ave. con mi paso un tanto acartonado, me daba la impresión de haber hecho aquel camino muchas veces, pero sabía que no, que nunca había estado antes allí, que las calles eran tan planas como mi memoria, que mi vista sólo veía lo que sabía, que sólo mi corazón sabía lo que iba a pasar. Serendipity.
En el siguiente cruce había un semáforo y en el semáforo había una mujer, media melena lacia de pelo rubio teñido y desvencijado, media mirada segura y otro tanto acobardada más allá de mañana o del siguiente paso. La seguí y ella cruzó como si cruzara por otra calle, como si pensara ser otra mujer la que cruzara o la que era o la que fue. Cruzamos, mi muñequito y yo y ella, y seguimos caminando, ella como perdida y yo perdido, recordando los pasados que ya no tenían huella. Llegamos a la 60th St. y la mujer dobló a la izquierda y yo doblé a la izquierda.
Caminaba a dos metros de ella enganchado a la estela de su perfume y los pensamientos se le iban cayendo sueltos a mis pies que intentaban esquivarlos con nerviosos saltitos del muñequito y nerviosas renuncias mías a leérselos antes de que explotaran de algún sopetón. Nueva York es una gran ciudad y mi muñequito del Google tenía miedo a encontrar la casualidad.
Llegamos a la dirección antes indicada y ella entró en el local: Serendipity. Y yo entré en el local. Ella se sentó en una mesa cerca de la entrada y revisó su móvil distraída hasta que llegó el camarero. Yo me senté justo detrás de ella, procurando no llamar su atención. Ella pidió pastel caliente de chocolate con helado de chocolate encima. Yo también. Ella comió despacio, yo callé despacio todo lo que hubiera querido decirle. Ella se giró despacio, llevaba los labios sucios de chocolate, yo le sonreí y con una servilleta le limpié la boca. Ella siguió callada durante algún tiempo, luego se sentó frente a mí y comenzó a hablar. Cuando terminó ya había anochecido en Google y tras el cristal de la puerta pude ver a mi muñequito sentado en un banco. Parecía dormido. Yo quise responderle, decirle que nada importaba, que todo había estado bien, pero no tenía voz ni palabras y sólo pude acariciar la comisura de sus labios. Ella dejó resbalar un par de lágrimas y me besó el dedo índice y lo introdujo en su boca y me enseñó su ropa interior y me dijo ¿follamos la última vez? y yo le dije que sí y entonces entró un negrazo de dos metros y a mi me pareció que al final se la iba a follar él y yo le dije negro de mierda y él con acento de puertoriqueño se rió y me clavó su cuchillo, creo, y vi como el muñequito se quedaba muy quieto desangrándose en el banco, tan congelado como el helado de chocolate que se derretía en el plato. El Google Maps en mi ordenador se quedó colgado. Como la casualidad de encontrarte un día, aunque fuera en Nueva York.
Más información:
http://es.wikipedia.org/wiki/Serendipia
http://www.unafamiliageek.es/2008/04/serendipia-serendipity-suerte-e-ingenio/
http://www.cienciateca.com/ctsserend.html
http://detodounpoco-tag.blogspot.com/2007/11/cerrado-por-cucarachas-y-ratones-el.html
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