El mismo día que cumplió tres años conoció la primera prohibición seria de su vida. Hasta entonces todo habían sido noes y que te doy al culo y hasta más de un cachete había recibido, pero todo formaba parte del tira y afloja que se llevaba el mundo con él, eran juegos de un paso más o un paso atrás, nada que no pudiera borrar un nuevo no o un nuevo sí. Pero la prohibición de acercarse al grifo y menos tocarlo fue algo diferente. Una raya que fijó el horizonte para siempre.
Ni su padre ni el resto de sus mayores eran demasiado estrictos; tampoco eran el país de jauja, pero se podía vivir bien con ellos, pensó el día que cumplió los doce. Las normas eran claras y sencillas, fáciles de cumplir, difíciles de olvidar a poco que quisieras que las cosas estuvieran en su sitio. Los pocos castigos que había merecido siempre habían sido más por inexperiencia suya que por verdadero afán de infringir alguna de las reglas. Sólo se trataba de hacer las cosas bien, no de no hacerlas.
Aprendió a mentir y a reír mientras tanto, a besar con la mejilla y a querer desde el hueco de su voz. Comprendió letras e incluso ideas, memorizó fórmulas, ritos y pasajes, descubrió ilusiones y les retorció el cuello para que no chillasen, acomodó sus pasos a los andares pedidos y olvidó la calderilla de los pequeños sueños en algún bolsillo con más de un agujero. Se casó y tuvo gemelos y a los tres años les prohibió acercarse y menos tocar aquel grifo que nadie sabía que hacía alli en medio del patio o en medio de sus vidas desde que alguno de sus abuelos lo abrió por última vez antes de instaurar el tabú.
Aprendió a callar su memoria, a ahogar su nostalgia con palabras fuertes y aguardientes de lijar momentos débiles. Aprendió a cantar canciones de viejos y quiso llorar y no pudo cuando sus gemelos se casaron el mismo día con dos gemelas traídas de China para ellos y ya lloró de chocheo el día que sus gemelos tuvieron a la vez cada uno gemelos de ojos rasgados y piel un poco desteñida. Se murió y el grifo siguió allí y sus hijos ya eran abuelos y el tiempo ya no se medía por años ni por álbumes de fotos y sus nietos lloraron el mismo día que sus hijos gemelos y sus nueras gemelas murieron en las torres gemelas en un viaje que había organizado el Inserso. Todo pasó y el tiempo también y los niños rasgados ya tenían niños de colores, gemelos, y la prohibición era la misma. Ni se os ocurra acercaros al grifo y menos tocarlo.
Un día de no se sabe qué tiempo apareció una muchacha con ojos de beberse toda la vida y se quedó mirando el grifo, quizá con sed quizá con ganas de saber. Uno de los gemelos de colores se acercó a ella y le avisó drásticamente de la prohibición de tocar aquel grifo.
—No lo pensaba tocar, sólo estoy mirando —el desdén se convirtió en cálida ironía cuando su mirada acarició el rostro irisado, esta vez un poco más rojo por la vergüenza, del muchacho.
—Yo sólo te lo digo, por si no lo sabías —intentó recuperar una posición que ya tenía perdida para siempre.
—Me llamó Arkadia y acabo de llegar a la ciudad con mi hermana para vivir con mis abuelos. Vamos a ser vecinos, por si no lo sabías —rió con entusiasmo y con su melena rubia bailando alrededor de la cabeza del gemelo en el momento de darle un beso con sus labios en una mejilla a punto de explotar por la dulce invasión.
—Yo soy Koko —balbució Koko.
—Eso de no tocar el grifo es una chorrada —punteó Arcadia en una despedida que enseguida se convirtió en una bienvenida eterna que al muchacho le cambió en un segundo todos sus colores, todas sus memorias y conciencias hasta no poder callarse el decir.
—Sí, seguramente es una chorrada. Pero no se puede tocar.
Y ambos se tocaron las almas con la punta de sus ojos y se quedaron allí parados dos o tres siglos o tres segundos y ambos se volvieron y se fueron a sus casas a contarle a su hermano gemelo, Coco, a su hermana gemela, Pastora, que habían conocido el amor que habían conocido que ninguna prohibición va más allá de lo que nosotros nos queremos prohibir.
Koko y Coco, Arkadia y Pastora, se pasaron la noche hablando y contando cada uno los sueños que hasta entonces habían callado. Ya no tenían reglas, ya no tenían miedos, sólo la esperanza de que las horas vinieran alegres hasta el amanecer y despertarse y seguir soñando seguir contando los pasos hasta el centro del patio y tras el primer beso dejar correr el agua dejar correr la vida.
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