Había meado casi medio litro de orín amarillo más bien blanco y estaba un poco borracha, pero ahora, delante del espejo del servicio de señoras con azulejos rosas y posters de folclóricas todo sonrisa y dientes, se encontraba guapa. O por lo menos se podía mirar sin desviar la mirada hacia los ensueños de tantos años atrás con tantos desengaños detrás. Se observó con un poco de miedo de ser otro póster más y realizó sus ejercicios maxilares durante los treinta segundos necesarios para seguir en el papel de folclórica ensayando delante de un espejo con la música prestada y las ganas de amanecer mañana colgando de cualquier puente con los ojos ciegos.
Se atusó con mimo la peluca rubia. Qué coño, pensó, estoy para comerme, aunque sea con natillas, rió. Se acomodó las bragas y el esparadrapo en la entrepierna y se dispuso para salir a la sala. La próxima canción era la suya.
Los sillones eran de skay rojo y la oscuridad iba y venía entre luces azules y naranjas. Babyblue se acercó a la cabina y entregó el papelito con su nombre y la canción que quería cantar. No hubiera sido necesario, desde hacía ocho años cada jueves por la noche sin falta, a eso de las 00:30, cantaba la misma canción vestida con el mismo vestido granate de raso que le caía hasta los tacones de aguja negros como el abismo.
El aplauso de cada jueves la recibió cuando subió al escenario y como cada vez los focos fueron borrando a sus amigos puestos en pie para homenajearla mientras sus caras se iban haciendo de oro y fuego y sonrisa. Alguna envidia y cientos de recuerdos la venían a vitorear perdidos allí en medio de tanta vida que no se sabía a dónde había ido a parar o si había sido suya o si había sido siquiera de alguien, fuera quien fuera, él o ella. La copla inundó el vocerío con clarines y redobles y Babyblue ya no veía nada más que los palos que recibió de niño cada vez que se vestía para cantar, que las burlas en el "Juan Sebastián Elcano", que las lágrimas escondidas tras mucho coñac del malo y algún golpe contra algún cristal de espejo que reflejaba la ausencia de su mujer.
"Apoyá en er quisio de la mansebía miraba ensenderse la noche de mayo"
Su voz acostumbrada a adueñarse de la música ajena también se adueñó del mundo como cada jueves que era lo que quería ser. Todos los miedos y los lloros se fueron con cada palabra de cada estrofa para que Babyblue marcara el compás con sus caderas y pusiera a girar sus sueños hechos del revés. Abajo del escenario las parejas bailaban abrazadas con las sonrisas puestas a imaginar sus propias historias perdidas. Las mujeres tomaban sanfranciscos y los hombres fumaban con desdén mientras se les caía aún un poco del deseo por la comisura de la boca. Al fondo de la sala una mulata sin papeles, posiblemente treinta años más joven que cualquiera allí, se dejaba manosear por un gordo calvo vestido a lo fiebre del sábado noche y con un medallón de bisutería asomando entre sus sebosas tetas de buscón de saldos y oportunidades. Junto a la barra el sector bujarrón no cejaba en su algarabía de coqueteos, tientos, desplantes y requiebros de pantalones entallados hasta la cintura y camisas rojas o verdes y chillonas con sus canesús. Cerca de la pista de baile había un hombre sentado en una mesa, completamente sólo. Bebía a sorbos lentos una bebida alcóholica, quizá whisky, y fumaba recreándose en el humo que exhalaba con una cadencia ensimismada. Iba vestido de negro, pantalón y camisa de puños cerrados y su aspecto era de no estar allí ni en ningún sitio. Mientras fumaba y escuchaba a Babyblue tamborileaba con sus dedos sobre la hoja blanca donde había escrito la canción que a continuación iba a interpretar: "Tatuaje".
Babyblue puso todo su tesón en alcanzar el tono perfecto para terminar el estribillo:
"Ojos verdes, verdes como la albahaca. Verdes como el trigo verde y el verde, verde limón."
Todo el público arrancó a aplaudir con entusiasmo mientras Babyblue hacía las reverencias de rigor y se retiraba con paso pausado y triunfador hasta los servicios de caballeros del karaoke. Allí se quitó la peluca, las medias y el vestido que plegó perfectamente; se desmaquilló y se quitó la lencería negra que le acompañaba cada vez que jugaba a ser él. Con sumo cuidado despegó el esparadrapo de su pene y lo liberó para volver a mear con la fluidez que le permitía su próstata. Se vistió de hombre y salió a la calle. El aire fresco le hizo sentir bien. Avivó el paso, era muy tarde y por la mañana tenía que llevar a su nieto al colegio.
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