He llegado a la plaza al mediodía, tarde ya entrada para los residentes. Es una plaza como tantas otras plazas del centro histórico de las viejas ciudades europeas; llena de turistas, puestos de venta de toda clase de comidas rápidas, souvenirs, helados, gente vendiendo de todo, mimos caracterizados de cualquier cosa petrificados y centrifugando a la gente a su alrededor. Me he detenido por eso, por los mimos y la gente. Y también porque estoy cansado de caminar y de pensar. Llevo caminando desde el 30 de diciembre de 2008 a las 6 y pico de la tarde. Y ahora estoy aquí, en esta plaza. Me siento en un banco apartado, donde la gente no me pueda ver, aunque creo que ya hace tiempo que no soy visible, o por lo menos la gente no hace el menor ademán de haberme visto, como mucho desvían la mirada tan bruscamente que es como si me estuvieran reconociendo, saludando; y eso me reconforta. La gente va y viene. Los coches y los tranvías también. Es curioso, pero no hay mucho ruido si descontamos las llamadas de los vendetodo y las campanillas de los tranvías; por momentos el silencio se hace sitio y llega a ocuparlo casi todo, menos su voz, claro. Es un silencio amigo, suave, apenas cruzado por una tenue melodía de algún piano que no logro divisar en la plaza. Sí, yo creo que ha sido la gente y los mimos los que han llamado mi atención. También los tranvías. Siempre me he sentido atraído por las ciudades con tranvías, esos trenecillos humildes y cercanos juntando gentes y calles en historias y amores o preguntas que se hacen al aire de ciudades como Praga. Los recuerdos ya no son siquiera míos y parece que se me rían burlones.
La gente se mueve rápido de un sitio a otro, de un mimo a otro o de un puesto a otro, pero no parece saberse si hay algo que les indique un determinado camino. ¿Hay algún orden?, me pregunto a mí mismo no sin reírme un poco. Me quedo observando largo rato mirando al vacío y entonces me doy cuenta: la gente no se mueve, en realidad hace mucho tiempo que ya no está; sólo se mueven sus huellas, sus sombras. Sólo se mueven sus ausencias. Hay un perpetuo movimiento de ausencias en esta plaza llena de sombras desfilando en tío-vivos sin concierto. La gente no está, se va. Sólo los mimos están quietos y parados, de píe, mostrando su presencia. Sólo los mimos están y mueven las peonzas de las ausencias en sus juegos malabares. Sólo los mimos giran y giran la nada alrededor de ellos, sólo ellos dibujan las miradas que les ven, las cuencas vacías y abuitradas que les miran. Vuelvo a oír su voz en aquella tarde de diciembre y veo su ausencia desfilar nerviosa de mimo en mimo, como las demás sin ningún sentido, parándose con sus cuencas vacías mientras me desvía la mirada con disimulo. Veo que corre tras de unos niños. Son sus hijos que se le escapan tartamudeando mientras ella les grita y les llora hasta que la niña se tumba en la plaza y se hace la muerta. Su madre se acerca y le hace mimos, pero la niña sigue muerta debajo del hocico de un perro que la olisquea. Los mimos siguen quietos.
En el centro de la plaza hay uno de ellos vestido con una especie de chilaba blanca junto a una mujer que bien podría llevar un burka negro. Mi vista también está cansada ya, pero hay algo en ellos que atrae mi atención, no podría decir muy bien qué. Es fácil para mi imaginar que son pareja y viven de mimarse y mimar a las ausencias que también a ellos les persiguen, aunque no en demasiada cantidad. Yo creo que seleccionan las ausencias que les interesan en grupitos pequeños y no las dejan amontonarse, las mantienen a raya porque saben que si no lo hacen les convertirán a ellos mismos en olvido. Creo que son felices todavía. Unos metros más allá diviso a otro hombre, también vestido con lo que parece una chilaba o túnica, ésta completamente amarilla. Éste está completamente solo, sin ausencias que se arremolinen en su torno. De pronto se acerca una ausencia, parece hablar con él, le da dinero y desaparece. Luego, al rato, se le acerca una pareja, cruzan unas pocas palabras y la pareja también se va. Luego, bastante tiempo después, otro hombre hace lo mismo. El mimo amarillo se queda solo. Lo veo como mira a la pareja de la chilaba blanca y el burka. Les tiene un poco de envidia.
La plaza se ha convertido en un baile de círculos que se abrazan sin poder adivinarlo y se diluyen sin la sospecha de ningún cariño. Pienso en su sexo abierto en el asiento delantero de mi coche y recuerdo que ya no tengo coche ni niños ni casa ni siquiera el recuerdo de haberlos tenido. Sólo su voz al móvil aquella tarde y al fondo del auricular el ruido de las urgencias del hospital. Dejé mi coche con las luces puestas y la puerta completamente abierta. Tiré mi móvil con furia al suelo y comencé a andar. Luego vino un tren, otro y muchos más sin rumbo fijo por paises que no sé si pasé. Ahora estoy cansado en esta plaza, con su voz su ausencia y los mimos aquellos que me daba y sus no me dejes que te deje nunca pase lo que pase. Todo mentiras que giran y giran como estas gentes ausentes que forman corrillos alrededor de mimos que les mienten a cambio de más mimos y algo de dinero. Turistas sin rumbo llenando plazas y tranvías sin destino conocido.
En una esquina de esta plaza casi cuadrangular se ha formado un gran círculo, casi perfecto. El círculo se mantiene tanto tiempo que las ausencias son ya gente que observa muy atenta como un malabarista hace sus juegos y tira fuego por la boca. Me pongo en píe y comienzo a caminar hacia el círculo. Antes de llegar a él acaricio la cabeza de un niño que se ha detenido subido a su bicicleta. Un muchacho con una cazadora naranja pasa corriendo por mi lado y me da la impresión de ser una bola de fuego. Me acerco al mimo con la chilaba amarilla y me doy cuenta de que no es una chilaba, sino una mortaja. Le pregunto si puedo hacer de mimo y me dice que no. Le cuento la historia de la mujer, de su marido, de su niña muerta y se muestra completamente indiferente. Le pregunto si hay salida. Me dice que no. Saco de mi billetera una foto tamaño carnet de la mujer, la rompo en pedazos y se los doy; él los pone en el hueco de su mano y los sopla con fuerza hasta que llenan toda la plaza de nubes y aquella sonrisa perdida. Me dice algo, pero no consigo oírlo, la plaza se va llenando del vocerío de la gente y el ruido de los tranvías. Me dirijo hacia el gran círculo mientras la música del piano se va apagando. Me hago hueco hasta situarme en primera fila. El malabarista sigue comiendo fuego. Me quedo allí, en el círculo, mirándolo con mis cuencas vacías.
(Este magnífico video fue tomado por James Leng, más conocido como Ettubrute en Flickr, en la plaza Dam de Amsterdam. El efecto que ha conseguido es tan especial y evocador que a mí me ha provocado la historieta que os pongo aquí arriba. Como siempre que algo te incita la necesidad de escribir, de crear o elaborar lo que sea, hasta un pastel, el artesano solo es el médium de esa idea que se le ha metido dentro vete tú a saber cómo. Es decir, el relato estaba dentro del cuadro, del video en este caso, yo sólo he puesto las palabras. Os invito a que visitéis las galerias de James en Flickr: http://www.flickr.com/photos/ettubrute/).
(El video se ve mejor en pantalla completa)
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