Puede que sea de esos que se pasaron la niñez fantaseando. Es posible que fuera uno de esos niños de la guerra que disparaban sin cesar y morían sin pausa para resucitar de inmediato y volver a ser heridos de gravedad ante los ojos llorosos de su amada niña de trenzas rubias como el cliché y gafas de pasta de estar mucho más del lado de acá de la realidad. Es posible. Es posible que las historias en mi cabeza empezaran con las informaciones marisabidillas de mis compañeros de juegos (la mayoría más espabilados y con más mundo que yo), que me aseguraban condescendientes que los reyes no venían de París ni las cigüeñas tenían la regla (o algo así, no sé bien). Siempre era más llevadero sofreír la realidad que comérsela cruda.
Recuerdo claramente la tarde que el menor de los Vizcaya (de los peores truhanes del barrio) me contó que en el colegio donde él iba había un patio tan grande que toda la clase hacía carreras de bicicletas y podían jugarse tres partidos de fútbol a la vez. Desde ese momento aquel colegio y aquel patio fueron los escenarios de muchas historias que no se atrevían a salir de la pantalla plana de mi cerebro, pero que, dentro de mí, vivían tan preclaramente que a veces me entraba verdadero pánico a caerme de la bici en una de esas locas carreras. Cuando un par de años después (las cosas de la vida) mis padres me apuntaron a aquel colegio, estuve días sin dormir y sin atreverme a dejar que las historias continuaran su fluir porque algo en mi interior me avisaba de que la gorda realidad arrastraba las sayas por el suelo. En mi primer día de clase busqué con un nervioso fatalismo el inmenso patio, pero aquel colegio no tenía patio ni nada que se le pareciera, apenas un zaguán donde nos apiñábamos todos los críos para hacer la famélica gimnasia sueca que el nacionalcatolicismo del quiero y no puedo impartía bajo la atenta mirada, en mi caso, del maestro chusquero del régimen.
Nunca he podido perdonar al menor de los Vizcaya que secuestrara toda mi fabulación con una fabulación suya. De pronto todas las historias que yo había imaginado imaginando aquel colegio con su patio infinito, con sus veloces y peligrosas carreras, sólo eran apéndices de las suyas, rémoras inútiles colgando de aquel cuento chino al que me sometió aprovechándose de su posición de experimentado engañabobos. O, quizás, nunca he podido perdonar a mis padres que me llevaran a aquel colegio, que pincharan aquel globo de fantasía que yo me había construido sin la menor consideración a un estallido que me produjo más efectos de los que se pueden pensar.
Desde ese momento mis historias dejaron de ser libres, se convirtieron en historietas pusilánimes que no se atrevían a asomar el gaznate por si otra vez la vieja señora, la realidad, venía con sus pinzas de tender la ropa sin arrugas. Era como imaginar el mundo sin agua para no correr el riesgo de ahogarse, como dormir tapado con el embozo hasta la coronilla para que los monstruos nocturnos que creamos no nos encuentren. Me quedé sin historias y la realidad comenzó a abrirme de piernas sin pudor hasta que en mi cabeza ya no había cuentos ni películas ni cines, sólo blancos y negros aristados que iban y venían, sin colores, chapoteando como patos.
Poco tiempo después tuve la sensación de que quería escribir. Era una sensación, no una certeza ni un conocimiento. Sólo una sensación. Era como ese árbol bajo el que pasamos cada día de nuestra niñez y cada día sentimos que un día nos subiremos a él. Es una sensación que me sigue acompañando hoy. Se trataba de sacar las historias de mi cabeza y acomodarlas en el papel. Pero no era tan fácil. Las historias ya no eran libres. Tenían miedo. Se sentían ridículas tumbadas en un papel secante que las convertía en torpes y repetidos cuentos que tenían que parecer, no bastaba ya sólo con ser. De pronto las historias tenían que parecer verdad. Ya estaba allí de nuevo la vieja gorda realidad. En mi cabeza de niño cualquier historia valía, en mi papel de adolescente ninguna historia parecía suficientemente verosímil. Mis bruces habían topado con la Literatura. Se acabó el juego.
De querer escribir a hacerlo van por medio muchos tebeos cambiados en el kiosko del tío Chaume, muchas novelas policíacas de Punto Rojo y poco a poco libros progresivamente más gruesos, hasta alguno de ellos con eso que llaman calidad literaria, que no sé muy bien que es. Tener la sensación de escribir e incluso la voluntad de escribir me fue acompañando a mí y a mis escritos durante toda la adolescencia, también acompañó a mis lecturas el sueño de escribir como ellas estaban escritas y el miedo de no poder escribir como ellas lo fueron. Las historias hacía mucho que habían dejado de ser libres. Estaban acostumbradas ya. Menuda putada.
Pasaron Hesse, Doctoiesvky, Stendhal y algunos más. El miedo seguía en aumento y yo seguía jugando con las historias que otros inventaban para mi. La pereza se hizo abrigo del miedo y así juntitos se acurrucaron en el sofá de leer para no escribir. Y una noche vino él.
Era una de esas madrugadas en las que los jóvenes regresan a casa con copas y aún sin sueño. Yo, no recuerdo ahora el porqué, fui a dormir a casa de unos amigos, en un lecho preparado con mantas en el suelo. Ante el desvelo y la incomodidad al poco rato me levanté y empecé a inspeccionar una librería que había en la habitación. Topé con una contraportada desde la que un barbudo con ojos de pez me miraba. Enseguida vi a través de su mirada que tenía llena la cabeza de la mismas historias que yo la tenía cuando niño. De las mismas y muchas más porque, además de ser mucho más mayor que yo, él nunca había dejado de fabricarlas.
El libro se titulaba "Final del juego". Se trataba de una recopilación de cuentos. Cautivado por la mirada del escritor, me senté en un sillón y comencé a leer al azar uno de los cuentos. Se llamaba Axolotl. Devoré la narración sin respirar y cuando llegué al punto final comprendí la mirada de la contraportada y también que yo nunca podría escribir. Esta vez no se trataba de miedo, ni siquiera a la realidad. Al contrario, por una vez había encontrado una realidad que no me zarandeaba. Se trataba de una cuestión de economía: no valía la pena intentar escribir cuando alguien ya había escrito todo lo que valía la pena leer.
A "Axolotl" siguieron todos los cuentos de ese ejemplar y de otros más. Vinieron "Los Premios", “El perseguidor”, "El libro de Manuel", los cronopios, el 62...Y llegó Horacio. No sé si el orden es enteramente correcto, pero llegó Horacio, la maga y Rocamadour. Rayuela. Durante varios años estuve leyendo compulsivamente a Cortázar. Perdí la sensación de escribir, sólo tenía el afán de poder encerrarme en sus historias, ya no me interesaban para nada las mías. De tener la cabeza llena de ellas, había pasado yo a estar completamente metido en las ideas de Julio. Me había convertido en un axolotl.
Mi mundo se fue a corretear la calles de París, a mirar reflejos buscando magas, a pedir en lúgubres restaurantes Polidor châteaus saignants, a felicitar a los conductores de bus urbano y a mirar a las enfermeras señoritas Cora como si su ternura pudiera salvarme de mí mismo. Pero no existía París, ni el Sylvaner es un vino tan bueno. Era un cronopio con uniforme de fama, otra historia dentro de mi que no existía, otro colegio sin patio, porque los horacios tienen el problema de evaporarse al contacto con la vieja gorda y los que vemos andando por las calles, sean o no de París, son famas engominados disfrazados de cronopios. Es así la cosa.
Llegó un momento en que el dejarse llevar por la lectura se convirtió en compulsión, las diferentes voces de los narradores y metanarradores de las historias de Cortázar se encaramaron dentro de mí y me hablaban sin cesar de cosas como las jacarandas o los cementerios de París. Una noche me vi asomado al balcón de un hotel de Montmartre observando las tumbas del cementerio desveladas bajo mis pies, oí los gritos de algún personaje colgados de mi silencio y sentí tristeza de estar tan lejos ya de aquel niño que un día perdió la libertad de imaginar. Volví a maldecir al menor de los Vizcaya, a mis bien intencionados padres y a este bendito escritor que me había metido en su pecera de infinitas palabras de colores disfrazadas de pez.
Decidí dos cosas: no volver a escribir y no volver a leer a Cortázar. Fueron dos decisiones cobardes, aterradas, que me exiliaron de la tierra de las historias para encerrarme entre las tres paredes de los despertadores blandos que siempre tocan el mismo himno a la misma hora. Cada día el día de la marmota me fue curando de mis locuras quijanescas y me devolvió a la normalidad de una vigilia con sueños financiados a plazos. La gimnasia sueca no había sido en vano, aunque el rigor mortis del sentido común no ha podido evitar que permanezcan conmigo dos secuelas. La primera es que cada vez que subo a un subte busco con una ansiedad mal disimulada encontrarme con los ojos reflejados de la maga (de mi maga, de alguna maga) en el cristal de una ventanilla y, la segunda, que ya sólo me puedo enamorar de mujeres que lean Rayuela en un tren que viaja hacia París. Es posible que ambas secuelas sean una sola secuela.
Ahora, tantos años después, recuerdo como entre sombras sus mecanos de piolines entre ventanas para salvar distancias imposibles entre lo que queremos y lo que creemos que queremos, recuerdo caídas infinitas sobre rayuelas dibujadas en las lápidas de cementerios nómadas que siempre vuelven a París. A Montmartre. Creo haber soñado su magia apacible de mantenerse tan joven, tan niño fabulando, y morirse tan triste de amor. Creo haber vivido, haber estado viviendo, quizás en algún olvido, sus escritos letra a letra, coma y punto, exactamente a la misma velocidad que alcanzaba en mis carreras de bicicleta. Es una sensación. Es posible que Cortázar no haya muerto. Ni siquiera vivido. Es posible que lo esté imaginando yo todo.
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