Hace algunos años, en un viaje a París, ocurrió este suceso que os voy a contar y que se convirtió en un cuento de los que terminan con puntos suspensivos, como esos finales abiertos de las buenas narraciones que no quieren pontificar, aleccionar ni formar con un final, feliz o no, que no sería más que el golpe definitivo de autoridad de un autor, dios omnipresente, que lo sabe todo, lo puede todo y lo controla todo.
Durante mi estancia en París acudí junto a unos amigos a una interpretación del Réquiem de Mozart en la Sainte Chapelle. ¿Qué decíos de la Saint Chapelle? ¿Qué decíos del Réquiem? Ambas cosas juntas prometían ser impresionantes, así que con ese espíritu abierto a la impresión acudí yo al evento.
La obra fue interpretada por un coro y orquesta de estos que se dedican a interpretar conciertos para turistas, aunque, no obstante lo que se suele encontrar por ahí, su calidad era muy encomiable. No así la del público, nosotros, que éramos turistas del montón, porque los que no lo son, del montón, se llaman viajeros.
(No he podido encontrar un video de la Sainte Chapelle y menos con alguna interpretación del Réquiem, pero he encontrado ésta que os pongo, dirigida por Karl Böhm, que parece ser tiene la particularidad, aparte de su exquisitez, de tener un ritmo algo más lento de lo normal, con lo que la pieza cobra más profundidad si cabe)
La capilla se fue abarrotando de gente simpar que parecía más dirigirse a contemplar un espectáculo popular (ya fuera una suelta de vaquillas o la quema de alguno de esos horrendos monumentos de poliespan) o incluso deportivo y también popular. Pero, claro, para popular el réquiem de Mozart y para popular, su uso lo delata, la Sainte Chapelle, o ¿qué función tiene, si no, este espectacular santuario de mitad del siglo XIII que no sea la de acoger miles y miles de turistas deseosos de poseer en poco tiempo cientos de años de historia? Todo lo que se puede comprar es popular.
Ya estábamos todos asentados (que no acomodados): francesitos de provincias que nos miraban (a los turistas genuinos) con su poquito revirado de chauvinismo francés, eslavos de todas la rusias vestidos a lo saturday night fever de verano (esto sucedía en julio, justamente un día después de la muerte de Marlon Brando), españoles siempre a medio camino entre el ser y el estar, ingleses todos metidos para dentro y, dios mío: había italianos, multitud de italianos en formato familiar con multitud de hijos, esposas y demás familia política al más puro estilo neorealista, llenos de cachivaches para el viaje y coca-cola, muchísimas botellas de coca-cola de litro y medio, muchísimos paquetitos de plástico que rasgar y muchísimos comentarios en voz alta que llevaron mi espíritu profundamente concienciado para la mitificación de música y espacio a la desesperación de mi cruda realidad de turista del montón.
Era evidente que yo era uno de ellos, pero intentaba por todos los medios abstraerme de lo absoluto concreto que suponía mi estar allí en ese lugar. Imagino que cada uno de ellos, de los otros, estaba en ese mismo momento intentando el mismo ejercicio de abstracción (sería muy duro la invasión de ese espacio con la intención de escuchar algo como el réquiem sin un mínimo esfuerzo de alejarse de la simple realidad que aquello era poco más o menos la misma feria que inventaron siglo y medio antes los hermanos Lumière), pero os aseguro que en conjunto no lo conseguían.
Imaginaos cual fue mi sorpresa, y salvación, cuando en uno de los giros nerviosos de mi cuello descubrí unas tres o cuatro filas más atrás, justamente detrás de una de esas familias de italianos bullangueros, una pareja impecablemente vestida, talmente como si fueran a la ópera (de París). Eran un hombre y una mujer, ambos de mediana edad, ella podría tener entre 38 y 42 años y él quizás un poquito más. Desde el momento en que los vi ya no pude sustraer mi atención de ellos, así que con un precario disimulo me abstraí en ellos de mi pobre condición de turista alienado y no dejé de preguntarme ni un momento qué hacía esa pareja tan completamente diferente al resto allí.
Me pregunté muchas cosas más, me imagine muchísimas más. Me llamó mucho la atención la actitud que tenía el uno para el otro. Comentaban entre ellos de forma queda y atenta, se miraban con caricias, con una atención cuidadosa y sabia que mecía la mirada del otro con esa protección desenvuelta con la que algunas madres ven jugar a sus niños en el parque. La mujer era muy bella, de rasgos orientales y unos labios pintados de rojo que me recordaron otros rojos, de labios. Su pelo era claro, seguramente tintado, y sus ojos me miraron distraídos, como sin verme, durante alguna fracción de segundo. Yo disimulé como pude mi vigilancia, pero no podía separarme de aquel embeleso que me provocaban sin darse cuenta de mi existencia aquellos dos seres, tan extraños a lo que les rodeaba, tan vestidos y puestos para consumir esa gloria que es el Réquiem como si estuvieran bajo las lámparas de la Ópera de Garnier y no rodeados de nuestra horda de ávidos consumidores de postales. El hombre tenía una apariencia muy distinguida, un poco distraída y, es posible que esto fuera cosecha mía, bondadosa. Su pelo era completamente blanco, pero su semblante aún mantenía vivos los brillos de una juventud pausada, conocedora, relajada, que parecía disfrutar de lo que tenía con la lejanía suficiente como para no sentirse dueño, ni esclavo, de ello. Iba vestido de impecable traje de chaqueta con corbata burdeos que le hacía juego con una mirada que a veces me pareció un poco metida para dentro. En un momento la mujer le acarició la mejilla y yo creí morir de celos; no de ella, de ella en ese momento, y en todos los posibles, sólo podría sentir envidia, sino de otra caricia en mi mejilla en una escalera mecánica del metro, de otra ciudad, de otros tiempos. Allí estaba yo, mirón invasor de las caricias que había perdido, pero ni siquiera existía para ellos, que no reparaban en mi admirado y un poco ensoñado mirar. Posiblemente nada hubiera despertado mi atención si ella no hubiera sido guapísima, si ambos no hubieran sido tan especialmente distinguidos, si no hubieran contrastado tanto con lo que les rodeaba; pero os aseguro que mi atención no hubiera durado más de lo habitual si ellos no hubieran atesorado todas estas características.
El coro y los músicos irrumpieron en el sagrado espacio y los italianos, españoles y demás representantes del bajo pueblo consiguieron simular un silencio inquieto dominado por los primeros compases del Réquiem (Dales el descanso eterno, Señor); yo, muy a mi pesar, tuve que girar mi cuello y dejar de verlos, de imaginarlos, mientras esa bendita música me hacía olvidar mi condición de eterno aspirante y perpetuo condenado a lo que soy. Creo que fue el Réquiem más amoroso que nunca he oído, por lo que yo había perdido y por lo que veía que otros tenían.
Cuando llegamos al Lacrimosa el rabillo del ojo ya lo tenía en la nuca, pero era imposible, no podía ver la nacarada cara de la ¿japonesa?, ¿filipina?, acunando las notas de la antífona. Mi emoción estaba ya tan sarpullida que hasta los italianos me parecían querubines y en mi cabeza sólo había lágrimas que se preguntaban por la salida y el por qué de tantas cosas que ya no tenían ni siquiera un qué a esas alturas en que la luz eterna volvió a iluminar la capilla y mi cuello fue un resorte para buscar a la pareja que estaba tres filas más atrás como inserta en una mandorla que los aislaba del todo y los iluminaba, si esto fuera posible, más que esa misma luz eterna.
Los volví a encontrar muy juntos, pero sin enñoñamiento, su cariño era un cariño del saber, inteligente si esto es posible, generoso y racional a la vez, de regalo sabido, acostumbrado a sentirse caricia y mimo, también cuidado y protección, era un amor con sacarina, no para no engordar, sino para no empalagar. Y tenían huellas en su cara, en su mirada, de que la música la llevaban ya ellos, antes de que sonara, pero que el escucharla les había asegurado lo que ya sabían: ellos.
La gente, los turistas, empezaron a desfilar rápido y a trompicones, las etapas se suceden sin cesar y el tiempo siempre es escaso. La pareja seguía en su asiento, unas veces en silencio, otras con palabras quedas que ellos comprendían antes de ser articuladas. Yo me hice el propósito de no moverme de allí hasta que ellos no emprendieran la marcha y conseguí urdir un simulacro de conversación con mis compañeros para rezagar nuestra marcha. De pronto la pareja se levantó. Conseguí contemplar a la mujer de pie y vi que iba extraordinariamente elegante vestida con un traje que bien podía ser de noche, negro, muy escotado y con cortes longitudinales a ambos lados que le llegaban hasta muy arriba, casi la cintura. Iba muy sexy. Mi envidia y mi deseo hacían grecorromana. Mi sorpresa fue enorme cuando vi que el hombre llevaba en su mano un bastón blanco, plegable, de ciego.
Fue como si el bastón explicara toda esa ternura que había estado contemplando, espiando, durante toda la audición. Fue como si la ternura sólo pudiera existir con el bastón, como si el bastón me excusara a mí de no haber podido conservar en su momento y para mí todo ese amor que en ellos adivinara; de no poder tener, pobre harapiento, toda esa distinción que esa ternura les irradiaba, no los trajes, no la diferencia. Fue una especie de salvación, de salvoconducto, que me eximía de todos mis pecados y me quitaba la condena de ser mortal, egoísta y tan burdo como los italianos, o los mismos españoles. Pero este consuelo duró apenas unos segundos, porque en cuanto se levantaron y comenzaron a caminar enlazados por la cintura, atentos y corteses el uno con el otro, compartiendo el espacio de la misma forma que ambos se cedían el espacio, unidos y autónomos en esa frontera blanca que les hacía de faro o linterna, de boya y testigo de que se veían con otros ojos, uno al otro, no el otro al uno, que no necesitaban ver, sólo saber que sabían; en cuanto la vi a ella tan cuidadosa de él, a él tan seguro de y por ella, volví a sentir toda la envidia de no estar un poco más ciego, de no haberme dejado llevar por alguien, de haber preguntado demasiado, de haber querido ver más allá de lo que se puede ver.
Me desentendí de mi grupo y les seguí conforme salían, muy cerca de ellos. Hablaban un inglés que yo apenas podía comprender, apenas pronunciaban palabras, no parecían hacerles falta ya las palabras. La gente se cruzaba a nuestro alrededor acercándonos y alejándonos, estábamos cruzando los pasillos de la Concergerie cuando ellos se detuvieron frente a un banco, entre la multitud que no reparaba en ninguno de nosotros. Ella se sentó en el banco, ante la mirada ciega de él, y comenzó a bajarse alguna prenda de ropa, interior, desde la cintura. Imaginaos mi conmoción: la mujer se estaba quitando las bragas rodeada de toda la gente frente a su hombre que no la podía ver porque estaba ciego.
Ternura más erotismo es igual a perversión.
Y estas tres cosas imagino que son las que atan a cualquier hombre (por lo menos a mi sí) y a cualquier mujer (esto ya lo sé menos) a una pulsión, a un deseo de ir más allá, de seguir hasta donde sea.
No podía entender qué estaba pasando. ¿Se había dado cuenta la mujer de mi atención y había decidido mostrarme lo que nunca iba a tener o acaso era una invitación a tenerlo? ¿Se estaba desnudando en público como parte de un acto supremo de amor y sexo en el que ella mostraba a los demás lo que no podía ver él? ¿Sería el fin de este acto contárselo luego en el hotel, desnudos ya completamente ambos, o quizás caminando por el camino hacia el restaurante, o el mismo hotel, o en un ascensor, contándoselo al oído, haciendo de la narración tanto sexo como sexo de lo narrado? ¿Sería tanto su amor que ella me sustraería mis ojos viéndola en ese acto público para dárselos luego a él, con su imagen en ellos, en ese otro acto privado en el que el mirar se convierte en simple fetiche y lo que se ve está más allá de cualquier mirada? Seguí con mi envidia insana, con mi rabia eterna que me atronaba los oídos en un Dies Irae.
Fuera como fuera, estaba completamente absorbido por aquella pareja, por aquel hombre distinguido y elegante, que parado frente a la mujer, a un escaso metro delante y de espaldas a mi, no podía ve lo que yo veía, lo que nadie más parecía ver: unas esplendidas piernas apenas cubiertas por una tela que se desprendían de una especie de culotte y dejaban al descubierto un no tan explicito como yo esperaba, pero no menos excitante, tanga rojo.
A pesar de ser el suceso tan sensual siendo tanga como no siéndolo, a mi entender empezaron a dejar de tener plena validez mis elucubraciones pseudopsicológico-eróticas y descarté al momento todo mi protagonismo en la historia. Yo era el mirón, el narrador ahora, de una historia en la que quizás mi papel no tenía tanta importancia, seguramente las cosas no ocurrían por mí, pero, y esto es la gran paradoja de lo narrativo, ahora, cuando lo cuento, sé que tampoco hubieran sucedido sin mi.
La mujer se levantó y ambos continuaron su camino, yo continué siguiéndolos, enamorado de la ternura que irradiaban, del amor que les suponía, de la fuerte carga simbólica de los dos colores que me habían atrapado, el blanco del bastón y el rojo del tanga, la ternura y el erotismo, la pasión y el cariño.
Llegamos al patio del Palacio de Justicia y el hombre y la mujer se sentaron en las escalinatas. Yo me uní a mi gente y desde lejos seguí observándolos. Hubiera dado cualquier cosa por cambiarme con aquel hombre, por estar cerca de aquellas piernas desnudas aunque no pudiera verlas, por sentir aquella mano en la mejilla una vez más, aunque no fuera la misma mano. Oía la voz de la mujer en mi imaginación inventando historias para aquel hombre que no podía verlas, pero sí sentirlas. Todo el Réquiem volvía a sonar en mis oídos y cada nota era una palabra de ella, una ternura, una sonrisa…
No pude resistirme a quedarme un poco con ella, con él, para siempre y aprovechando que mi cámara tenía un buen zoom, simulé que le hacía fotos a mi amiga P. cuando en realidad se las hacía a ellos. Éstas son:
Como podéis ver, la mujer es bellísima. La distancia a la que tomé la foto y mi mal pulso impiden apreciarlo bien, pero convenir conmigo que semejante aparición en medio de un grupo de turistas sudorosos y cansinos es para impresionar a cualquiera. Llamo vuestra atención también sobre el tanga que se adivina entre sus muslos: mezclar la Sainte Chapelle, el Réquiem de Mozart, la elegancia y belleza de esta mujer, la presencia del hombre y un bastón de ciegos y tendréis una historia, seguro.
En esta foto ella parece observar su móvil mientras él parece pensativo, con la vista como perdida.
La mujer hablando por su móvil y él como contemplando algo en la lejanía. La mujer parece mirar mi objetivo. ¿Seré yo el protagonista, al final? ¿Existirá sólo la historia si se narra?
La mujer continúa hablando por su móvil. El hombre se ha puesto unas gafas y lee una guía de París. En ese momento me di cuenta de lo equivocado que había estado. El bastón blanco, que todavía estaba en poder del hombre, no era para él, sino para ella. Ella era la ciega.
No puedo negar que me desencanté bastante de todas mis elucubraciones y que la explicación de ese supuesto striptease privado y exclusivo ofrecido a mi cegada persona era mucho más sencilla y, por lo tanto, real: como señal de respeto al lugar que iba, la Sainte Chapelle, y dado que su vestido dejaba casi al descubierto sus piernas, se había puesto esa especie de culotte durante el concierto; luego, al terminar, se lo quitó. ¿Por qué iban tan elegantemente vestidos? Es posible pensar que luego del concierto fueran a una cena o a una fiesta. Todo, desde el primer momento, había ocurrido en mi imaginación, hasta el punto de que si no hubiera hecho las fotos hoy en día no podría estar seguro de si esta pareja había asistido o no al concierto. Pero nada de eso importa, en realidad, lo único cierto es que en mí crearon una historia, una preciosa historia que algún día escribiré. Evidentemente yo no había sido ni protagonista ni visible en ningún momento para ella, pero ella algún día será la protagonista de algo que no vio.
Estuvieron sentados un rato y continuaron camino. Salieron del Palacio de Justicia y cruzaron hacia la orilla del Sena. Yo quise seguirles, pero mis amigos me llevaron en dirección contraria. Aún hoy en día los imagino caminando lentamente junto al Sena, bajando a su orilla, cruzando el Pont Neuf, hablándose muy despacio, contándose historias reales o inventadas. Imagino al hombre hablándole de mí, de mis ojos viéndola, fijos en su tanga…
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Hace algunos años, en un viaje a París, ocurrió este suceso que os voy a contar y que se convirtió en un cuento de los que terminan con puntos suspensivos, como esos finales abiertos de las buenas narraciones que no quieren pontificar, aleccionar ni formar con un final, feliz o no, que no sería más que el golpe definitivo de autoridad de un autor, dios omnipresente, que lo sabe todo, lo puede todo y lo controla todo.
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