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miércoles, 7 de julio de 2010

Peces de colores

Violeta tiene la piel aterida, blanca como un témpano y fría como la distancia. No soporta más el tembleque de su corazón queriendo calentar tantos días lejos de los suyos y de aquel hombre que a veces calentaba sus piernas, su espalda o sus nalgas con el restallido de aquella otra piel.

Desde hace un par de semanas se ha mudado a la calle Letenska, junto al pasadizo del tranvía y frente al muro trasero del los jardines del palacio Wallenstein. Pero sigue perdiéndose, el encantamiento por el que las calles de Praga cambian de orientación y llevan a sitios diferentes cada vez, está tan activo en la Staré Město como en la Malá Strana. Así que Violeta sigue caminando sin importarle mucho adónde, sólo quiere callejear embutida en su forro polar, completamente embozada entre la capucha y las dos bufandas que la convierten en un ser ambiguo que avanza y retrocede, gira, sopesa y tiembla con la noche y las mortecinas luces del tranvía que por un momento iluminan sus ojos miel que saben ver mentiras en la oscuridad. En ellos hay sonidos de su tierra y risas que estallan más allá de su propia memoria.

Violeta ama todo este frío que no la deja vivir. Se pasaría la noche deambulando entre los callejones si no fuera porque su corazón se detendría. Mientras su cuerpo se colapsa su mente parece abrirse a otras dimensiones, a otros tiempos y religiones, todo fluye en su cabeza mientras sus pasos tropiezan con la nieve escarchada y con los adoquines de una ciudad construida sólo con los gritos y los sueños. Violeta grita, pero su garganta sigue callada, hay veces que el placer duele más que el dolor y su sexo palpita esperando el nuevo golpe. Ahora mismo no sabe si recuerda o sueña.

Cuando llega a casa, llena la bañera de agua muy caliente y se sumerge hasta borrar la última grieta de la tiritona. Las palabras flotan en sus labios a punto de salir como si fueran peces de colores. Cierra la boca fuerte y los ojos para que no se le escape ni una, para que todas sigan bailando muy juntas, abrazadas, hasta que llegue el momento de morirse en un papel. Juega con su sexo debajo del agua y añora aquella crema de mango con la que después del baño masajeaba su piel. Si estuviera ahora en La Portuguesa extendería su flujo por la cara, los pechos, el estomago, para salir a la calle y atraer el amor y la suerte. Pero está en Praga y el amor sólo existe si ella lo escribe.

Ha venido a Praga a escribir y olvidar el dolor, pero ninguna de las dos cosas ha ocurrido aún. Sólo pasea por las calles y recuerda con placer todo aquel daño, aquel romperse de su piel a cada azote, aquel temer más y pedir más, aquel sentir que dejó de sentir con el último golpe. No se acostumbra a tanta verdura hervida, a tanta noche y a tanto silencio, pero está bien, la soledad la acompaña y los minutos pesan como el hierro, los relojes son cajas de muertos y se mantienen firmes, formados en pelotón para ejecutar a cualquier segundo que se convierta en gemido. Y Violeta gime y se acaricia en círculos con dos dedos, el agua burbujea cuando se muerde el labio y un espasmo y otro más y esperar más, esperar y escribir, esperar y escribir. Sale de la bañera y el frío está otra vez allí, sentado en su silla frente al papel en blanco. Esperar y escribir.

Y escribe hasta el amanecer. Cada noche de dos a seis escribe sin parar peces de colores que revolotean en su cabeza. Escribe sobre aquel hombre, su amo, que una vez le propuso un juego. Escribe sobre cuando era niña y el mundo era interminable. Escribe sobre escribir para no pensar. A veces el papel se queda flotando en el aire y ella sigue escribiendo sin él, se levanta de la silla y recorre tres veces la habitación, de izquierda a derecha, nunca en sentido contrario a las agujas del tiempo que va pasando, yéndose sin irse, quedándose siempre como un envoltorio de lo que quizá fue. Se para frente al espejo y se desnuda, se queda ahí mirándose el vacío de aquellos momentos, de la ternura de aquel hombre y de su violencia, acaricia cada una de las mariposas que él mismo le tatuó, recuerda el fuego de la aguja, la textura de su saliva en la boca, el sabor de aquella sangre que nunca acababa de fluir. Hay veces que llora, pero el frío la vuelve a la vida y tiene que abrigarse deprisa, beber otra copa de slivovice y seguir escribiendo sobre aquel juego que vistió de rojo todas sus letras.

Cuando amanece se va a dormir y cada una de las palabras que ha escrito durante la noche se convierte en un pez, cada pez un color, cada color un deseo y aparece el sol y la mañana está radiante de pájaros y sus cantos y ella se despierta desnuda con la mano acariciando el sexo de su amo y su boca llena de agua lo besa hasta hacerlo estallar y Violeta canta como los pájaros y se levanta a preparar tortitas y huevos para que su amo desayune y sea feliz. Las mañanas en La Portuguesa son siempre de domingo y por las tardes llueve a menudo. A Violeta le encanta andar desnuda por la casa y pasar cerca de su amo para que éste le azote con descuido las nalgas. Pasan las horas como a las escondidas, ninguna detrás de otra, primero las tres, enseguida las seis y no es difícil que luego las dos. Hay veces que vienen dos días seguidos de tres noches, pero ellos ni reparan en esto, sólo les importa el sol de la mañana y la lluvia de la tarde, los relojes son de queso y cuelgan blandos en las paredes, dejando gotear el tiempo por sus manecillas sin dedos. Las reglas son fáciles: el amo manda, la esclava obedece. Hay veces que ella juega a no obedecer y él la castiga con dureza para que se excite más. Cuando llega la lluvia los dos se sientan abrazados en el porche y contemplan las dos horas de chubasco en absoluto silencio. La lluvia cae a puñal y hace un ruido de mil alfileres sobre la hojarasca. Nunca he sabido en qué piensa ninguno de los dos en estos momentos, pero sé que se aman. Cuando pasa la lluvia el amo recupera su vara de mando y le ordena tareas a su esclava. Ella obedece con diligencia para que su amo no se moleste. Cuando termina se acerca a él para que le ate la esclavina a su tobillo. Otro día más ha ganado su premio de dolor. Él nunca la golpea fuerte, apenas que se marque un pequeño cardenal, apenas una gota de sangre que luego lamerá. Los golpes se van siguiendo muy lentos, con una frecuencia tan dispar que Violeta nunca puede adivinar cuando va a venir el siguiente. Esperar, escribir, esperar, escribir. Mientras golpea, el amo narra con su voz aguardentosa una historia que compone al son del restallar de la piel. A Violeta las historias de su amo le parecen tan bellas que las lágrimas hacen un charquito en las sábanas, cuando llega el orgasmo sus mariposas parecen volar.

Violeta siempre se despierta a mediodía, mientras los checos comen sus sopas grasientas. Los párpados la cubren como lápidas y el sueño y los peces de colores no la dejan respirar. Toma aliento: una, dos, tres, y el frío de nuevo la trae a la vida y comienza a temblar. Se viste tan deprisa como puede y se lía el primer porro del día. Se queda muy quieta, con los ojos tapados por sus manos entre calada y calada, quiere que no se le escape el sueño, quiere saber si ha vuelto a soñar lo que anoche escribió, pero el sueño es ya un montón de hierba hecha humo y ella se desespera por un momento porque otro día más todo está en orden: las horas esperan durante sesenta minutos y las cosas que pasan ya no vuelven. Su amo murió cuando ella le abandonó y ella busca una calle en Praga que le lleve hasta él. Esperar y escribir. Pasa un rato largo hasta que se decide a acercarse a la mesa y tomar la hoja de papel. Una vez más allí está escrito lo que después ha soñado, pero no se lee ni una sola palabra, sólo se ven peces de colores.

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