domingo, 5 de septiembre de 2010

La miel

 

De su casa a la fábrica de segundos había apenas cinco minutos. Su despertador sonaba a las 6.30 y una vez más a las 6.38. Norman se levantaba sonámbulo, tratando de no hacer ruido, y recorría el pasillo a oscuras, sin saber muy bien si recordaba o aún soñaba. El espejo era otro hombre y la loción facial y las gárgaras le devolvían a la consciencia. Luego todo pasaba por sus pasos.

Ajustándose el cinturón siempre la miraba un momento dormir. Boca abajo, con la cara enmarañada por el pelo y la pierna derecha haciendo un cuatro con la izquierda. La veía dormir, pero ya no pensaba en nada ni se acercaba a darle un beso suave en la frente. Ese tiempo ya se había ido como él, como cada día, cerrando despacio la puerta para no despertarla, bajando los escalones pisando las mismas huellas los mismos sorbos de café en el bar de abajo las mismas palabras los buenos días los mismos ecos. Luego caminaba entre el humo de su cigarro y fichaba cada día a las 7.30.

Susan lo veía mirarla con las manos en su cinturón y esa cara sin ojos aún perdida entre la penumbra. Se hacía la dormida para que él no tuviera que sentirse despierto. Cerraba más fuerte los labios para que ni una sola palabra se creyera todavía viva. La sombra parecía dudar si acercarse, si acordarse del camino hasta aquel lado de la cama, pero siempre se iba. Las manecillas del reloj seguían marcando el ritmo de los pasos alejándose, de la puerta cerrándose, de sus manos buscando la entrepierna, apretando fuerte como un grito para extraer de sus ubres todos los cariños muertos. Sus dedos conocían perfectamente la coreografía que hacía soñar a su sexo con aquellos otros ritmos que entraban y salían, aquellas flores, aquellos abrazos nada más despertar.

Mientras se masturbaba, a Susan se le llenaba la cabeza de palabras, de guiños y risas, de días sin noche, de ilusiones puestas a colgar en cada mirada. Eran las palabras de entonces y otras nuevas que ya no sabía si fueron verdad. Todas venían cada mañana cuando la sombra de su marido le dejaba hueco para poder soñar despierta. Susan mantuvo los ojos cerrados mientras su cuerpo se replegaba en varios espasmos y sus muslos se llenaban de miel.

Fabricar segundos no era un trabajo complicado, pero requería mucha concentración y la imaginación precisa para hacerlos ni muy iguales ni muy diferentes. Norman se sentaba a las 7.35 en su puesto y, después de ponerse las gafas negras de seguridad, ordenaba con mucha atención los útiles. A su izquierda había varias cajas planas y abiertas. En cada una de ellas se podían ver los segundos vacíos. En cada caja un color. Los rojos eran para segundos rápidos, de esos que pasan sin pensar; los azules, eran segundos intensos, podían durar más o menos, pero siempre dejaban un recuerdo profundo. También estaban los verdes, amarillos, negros, blancos, e incluso los segundos incoloros. Todos eran pequeños cubos que parecían brillar si los mirabas demasiado e incluso podían llegar a cegar si no llevabas la vista protegida. A su derecha se apilaban las fichas donde, una vez fabricados, registraba la referencia de cada uno de ellos con la letra pequeña y meticulosa de un orfebre. Frente a él su bloc de notas de hojas blancas sin cuadricular, encima del bloc una pantalla iba cambiando de color según el tipo de segundo que tuviera que crear. Llevaba tantos años en esa faena que para él era fácil fabricarlos. Con su mano izquierda tomaba uno de los cubos, del color que la pantalla le indicaba, y con su mano derecha garateaba alguna palabra en el bloc. Para cualquiera que pudiera leer su grafía inconexa nada de lo escrito tendría ningún sentido. Pero para él tres palabras ya eran un segundo. Con el tiempo y la destreza las palabras no llegaban a ser más que simples signos, dibujos imposibles con forma de pez, quizá. Tras un tiempo de concentración en el que invariablemente cerraba con fuerza sus párpados para que esas palabras se creyeran vivas, el segundo estaba ya listo para caminar. Sólo quedaba apuntar su referencia en la ficha correspondiente y dejar caer el cubo por el receptáculo del color indicado. No le llevaba más de tres minutos fabricar un segundo, era una buena media.

Susan se llevó los dedos a la boca y chupó aquella miel como un desayuno dulce. Se estiró sobre la cama y quiso volver a saborear aquellos segundos de placer que cada mañana la saludaban como un regalo que le hiciera olvidar la noche. Cada amanecer, nada más irse la sombra, ella volvía a vivir aquellos días en que la sombra era luz y le sonreía, era música y le hablaba de Cortázar o de algún escritor maldito sin obra. Susan cerraba los ojos y las escenas se sucedían como en un cine en super ocho mientras su mano parecía mover la manivela del proyector. Poco a poco se acostumbró a esa plenitud ensoñada, a ese hueco feliz donde no cabía su razón ni su marido. Las palabras y las miradas se fueron haciendo raras, los encuentros en la cocina o en la salita eran desencuentros y la casa se dividió en dos, la de su presencia y la de su ausencia. Susan sólo vivía para su despertar y su miel. Al principio se llegó a asustar cuando comprobó que tras cada orgasmo eyaculaba una pequeña cantidad de miel, pero su sabor era tan dulce, su orgasmo tan corrientazo, que ahora se le hacía imposible parar de soñar. Se pasaba el día en la cama, o por cualquier rincón de la casa, destilando miel con su mano. Cada vez sentía más placer, cada vez derramaba más miel.

Norman hacía mucho tiempo que no iba a casa a comer. Aunque su turno terminaba a las 3 de la tarde, prefería tomar un bocadillo rápido en la cafetería del trabajo y subir de nuevo a su mesa. Entonces sacaba una caja nueva de su armario y la colocaba a su izquierda. En ella había también cubos, pero, a diferencia de los otros, estos no eran de un solo color, podían ser azules y rojos o verdes y azules o rojos verdes y azules o incluso podían tener todos los colores a la vez. Norman seguía el mismo método que por la mañana, con la salvedad de que ahora la pantalla permanecía apagada y no escribía ninguna palabra en su bloc. Cada segundo que creaba lo tenía en su cabeza desde el primer día que conoció a Susan. Cada segundo de tres minutos le había durado a él todos estos años desde entonces, sin dejar de latir ni un segundo. Conforme los iba creando los guardaba en su bolsillo para luego, como cada noche, dejarlos derretir en los labios de su mujer mientras ella dormía.

Así apuraba cada jornada hasta muy tarde y luego caminaba despacio sin rumbo por la ciudad para darle tiempo a ella a que se durmiera, para evitarle la incomodidad de su sombra. Aprovechaba el paseo para ordenar los segundos del siguiente día, para prepararlos y convertirlos en el placer de Susan. Cuando llegaba a casa, abría la puerta sin hacer ruido y andaba el pasillo hasta la habitación para, convertido en sombra, acercarse a aquellos labios que besaba suavemente antes de bañarlos con cada uno de los segundos que había creado para ellos. Aquella noche, cuando desenmarañó la penumbra hasta el cuerpo de su mujer, sólo encontró un gran charco de miel.

 

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2 comentarios:

Susan Urich Manrique dijo...

Bebe es un tipa adorable, no había visto este video =D. Del cuento, ni hablar... podríamos repetirnos la historia durante mil noches y aún así no sería aburrida. Abrazo, beso.

alex lamico dijo...

Hay personas con las que ninguna noche puede ser repetida. :)

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