Me llamo Jonás Vallés y soy escritor de palabras perdidas. No os voy a negar que no me gano la vida con esto, ni con ninguna otra cosa, porque yo ya hace que no tengo ninguna vida que ganar.
Hasta hace unos años era prudentemente feliz y coleccionaba palabras. Las solía poner en fila, pegaditas unas a otras con sus conjunciones preposiciones comas y puntos; el pegamento habitual, vamos. Luego las repasaba una y otra vez y era como si me hablaran. Alguna gente a esto lo llama leer. Yo siempre lo he llamado soñar.
Un día quise pasar de coleccionar las palabras a coleccionar sueños y de coleccionar sueños a coleccionar momentos que convertir en recuerdos y entonces todo se jodió. Los recuerdos olvidaron los momentos, los momentos se burlaron de los sueños y los sueños sepultaron las palabras en afanes. Las palabras se murieron, casi todas de tuberculosis, pero algunas lograron escapar entre escupitajos y se descolgaron por la ventana, aprovechando que mi mujer la había abierto para escuchar a la gitana que cada primavera pasaba cantando la misma cantinela. Yo me había quedado absorto mirando su sexo transparentarse a través de las sayas que se ponía para planchar. Cuando quise darme cuenta la palabra adiós llegaba ya la calle y mi mujer y yo nos miramos largamente. El resto de las palabras murió de pena cuando ella se fue.
Luego todo fue una condena de puntos suspensivos y el amargo intento de reducir los silencios a su única palabra, pero ni siquiera ésta quería hacerme compañía, así que me dediqué a buscar el sida o alguna gonorrea entre los anuncios por palabras. Hasta que otra mañana de abril volví a oír cantar a la gitana e intenté imaginar aquel sexo que planchaba para que el delirio se me disfrazara de algo parecido a los sueños antiguos. En uno de los anuncios leí este texto:
"Palabra busca escritor que la escriba. Máxima discreción. Sólo mañanas. Teléfono XXXXXXXXX."
Llamé enseguida, pero comunicaba. Seguí llamando hasta que por fin una voz se descolgó por el auricular. Era una voz de mujer que decía: "¿Hola?, ¿hola?". Pasaron cinco o seis ¿holas? hasta que yo pude articular sonido y decir hola, era por el anuncio, yo soy escritor...
La voz de mujer era de las que te enlazan con su humo y te mecen junto a la narguile de sus respiros. Caí inmediatamente en el pozo de la palabra amor y me clavé las uñas para que mi sudor supiera a vino vestido de roja sangre que brindar a aquel sueño que esa otra mañana de abril volvía a disfrazarlo todo.
El trabajo era sencillo. Cada mañana, salvo lunes y martes, hasta que de nuevo cantara la gitana, tenía que escribir en escrupuloso orden cada una de las palabras que aquella voz me dictara, en un cuaderno tamaño cuartilla con tapas de hule negras. Bajo ningún concepto podía corregir nada de lo que escribiera ni volver a leer lo escrito. Cada hoja quedaba sepultada en el día en que se escribió, cada día moría ahogado en la tinta de unas palabras que no tendrían ayer. Acepté el trato.
Esa misma mañana, con mi viejo lápiz y mi libreta de hule negra, empecé a recuperar aquellas palabras que había perdido. La voz de aquella mujer dibujaba volutas de humo que adoptaban en cada momento la forma de la palabra que a mí me abrazaba muy dentro, como adivinando con cada tono de voz, con cada pausa, el pulso de mi respiro. Yo tenía prohibido hablar, preguntar. Sólo podía imaginar.
Imaginar puede convertirse en la droga más destructiva, en una tortura imposible y a la vez imprescindible. Mis mañanas eran su voz y mis tardes y noches se convirtieron en su eco latiendo en mis venas, en mi cabeza, en mi pene, en mis orejas rojas de frío esperando y temiendo la primavera. Desde que su voz callaba tras el teléfono, no podía hacer otra cosa que salir a la calle y caminar con ese rumbo fijo que tienen los que no van a ninguna parte. Caminaba durante horas sin ver, sin saber, sólo reteniendo en mi memoria, repitiendo en voz baja, cada una de sus palabras, en fila, en el mismo y riguroso orden en que ella me las había ido diciendo desde el primer día. Cada día empezaba de nuevo y añadía un nuevo día y volvía a empezar hasta tener toda la historia completa grabada en mi mente. Las lágrimas resbalaban cara abajo mientras recitaba los salmos de aquella voz. La gente me miraba con recelo y se apartaba. Yo a veces gritaba porque mi voz no era su voz, otras veces reía como un niño porque aquella historia era la historia más bonita que nunca nadie podía haber soñado.
LLegó la mañana en que la gitana volvió a cantar y la voz de la mujer en el teléfono me dijo:
—La historia termina aquí. Quema la libreta.
—Tengo que verte.
—Quema la libreta.
La quemé.
—Ahora cierra los ojos.
Los cerré y vi el rostro de mi mujer, su sexo transparentándose, sus silencios y todo ese amor que dejé escapar junto con las palabras.
2 comentarios:
Tengo el corazón encogido. Es precioso, Alex, precioso.
Lo único precioso, mágico, que existe, es que tú leas lo que alguien que en algún momento fui yo escribió.
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