El rostro de la panadera se le quedó grabado tras los párpados, pero no volvió a reconocerla como panadera nunca más. Siguieron los rostros del camarero de todos los días, de la buena señora Rosenda que, como cada vez, le volvió a ofrecer los claveles que nunca compró y esta vez los claveles dejaron de existir, la señora Rosenda dejó de existir, pero su rostro se quedó grabado tras la desconocida cara del camarero y la desconocida cara de la panadera, así en fila, uno tras otro. A estos se les fueron sumando el viejo limpiabotas de la esquina de enfrente, el vendedor del cupón y todas las viejas figuras conocidas del barrio que pasaban a ser rostros desconocidos conforme iban engrosando la cada segundo más larga hasta el infinito lista de rostros desconocidos que se agolpaban pegados unos a los otros sin identidad ni recuerdo de ella, sin explicación posible a tanta cara pegada para siempre bajo sus párpados o dentro de sus ojos abiertos, todas sin cuerpo ni pasado convertidas en calcamonías gritándole en silencio ¿quienes somos, quienes fuimos, por qué no nos dejas salir, por qué no nos dejas vivir? Cada rostro que veía se convertía en una cara encerrada para siempre dentro su cabeza, cada rostro que apresaba era un ser menos que recordaba haber visto o conocido alguna vez, cada cara en la fila de su desmemoria era un olvido de algún ser querido, odiado o simplemente conocido. El mundo se le vacío de personas y se le llenó de caras hasta no poder ver ni un segundo atrás ni un segundo delante de lo que iba a venir o de lo que se había ido.
Solo conservó la memoria de tres mujeres a la que había creído querer alguna vez. A medida que los recuerdos del resto de su vida se iban perdiendo, los recuerdos de ellas iban haciéndose tan abundantes y detallados que sus minutos se convirtieron en un sudoku imposible en el que intentaba conjuntarlos en líneas que supusieran algún pasado. No pudo. Le faltaban las caras que completaran aquellas verdades construidas con tantas mentiras. Sus días se convirtieron en sus ojos cerrados y su vista recontando caras apelmazadas y truncadas de quienes fueran, decapitaciones sin sentido ni sangre ni sentimiento, sólo caras pegadas a la pared de su recuerdo, sólo vacío en aquella botella sin cuello ni mensaje puesta a zozobrar segundo a segundo, imagen a imagen, en un libro de fotografías sin alma ni cuerpo que le endemoniaba la vida y le hacía girar el carrusel del revés hasta pararse en una nada hueca llena de nadas y caras mirándole mirarlas rebuscando el sentido o intentando hallar algo, un nombre, que ponerles como pie de foto o encontrar, por fin por favor, un rostro al que ponerle la historia de aquello que él había querido. Posiblemente era la locura y por eso las palabras también se ponían en fila sin orden como los rostros, sin orden ni sentido iban ocupando sus filas, llenando los huecos de todos esos rostros vacíos para ocultar el dolor, el ya acostumbrado y mísero dolor, de no poder llevarse un rostro al recuerdo de todos sus olvidos.
Ese fue el castigo que duró hasta el fin de sus días por días y más días, por años y más años, juntándose caras al momento desconocidas tras sus párpados, juntándose recuerdos milimétricos en su dolor como afiches que le emponzoñaban el respirar. Volvió a vivir como la primera vez cada uno de los momentos, de las palabras, de las risas, de los besos, de los gemidos, de los llantos, de las dichas, de cada uno de aquellos amores, de cada una de aquellas torturas a la que aquellas mujeres desmembradas le seguían sometiendo sin piedad con tal de hacerle pagar por la temeridad de haberlas querido un poco más de lo que ellas estuvieron dispuestas a quererlo a él. Siguió hasta el fin acumulando rostros olvidados y probándoselos a sus recuerdos sin rostro como si fueran máscaras venecianas. Ninguna máscara sirvió, ningún recuerdo murió. Un día quiso recordar el crimen de tanto castigo, pero no lo consiguió.
2 comentarios:
Cautivador y sobrecogedor
Gracias por este momento
Beatriz
Gracias a ti, Beatrice, por regalarme, tras del mío, tu momento, que me lleva a días en que alguien, quizás como tú, se adentraba en los mundos del Dante para encontrarte y encontrarse.
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