Que eran más grandes. La distancia entre los peldaños era mayor y la distancia entre lo más alto y el suelo también. Recuerdo escaleras más altas y puertas más grandes, distancias mayores y esfuerzos mayores. Más lejos, pero también más cerca. Más frío, sobre todo más frío. El dolor en las manos, las manos golpeadas por balones de cuero y sobre todo por verjas, palos, hierros. El frío y el dolor en las manos y un agujero en el pecho al correr. Saltábamos verjas, verjas enormes, teníamos miedo y frío. Saltábamos verjas y una de esas verjas oxidadas me hizo un agujero en la tripa, un agujero que sangraba. Recuerdo el frío y el sabor de la sangre, sangre de la nariz o de los dedos o de la tripa, pero sobre todo recuerdo escaleras grandes y el dolor del cuerpo al caer constantemente. La extraña sensación de tener cuerpo y la extraña sensación de tener miedo. También cortar el césped del jardín, limpiar la hierba que se atascaba en las cuchillas, pensar en cualquier otra cosa mientras tanto. Problemas con el tiempo. El tiempo que separa cortar el césped de volver a
Los relojes, la obsesión por los relojes, por tenerlos y mirarlos y la mierda de estar siempre debajo de alguno, la mierda de las horas decidiendo cosas, horas de hacer algo y horas de hacer lo contrario, horas infranqueables como un jodido muro de acero.
¿Qué más recuerdas de las escaleras?
Sólo eso; la altura, el dolor, el frío y las horas.
Hace año y medio tuve la suerte de estar cerca de Ray Loriga en una charla con escolares de bachillerato. Es un tío duro, pero cercano, de estos que beben su tercio de cerveza en la botella, te hablan como colegas y piensan, como tú, en tocarle el culo a la morena de al lado. Es un duro tierno de los que se cortan al afeitarse frente al espejo, como nosotros. Además es amigo de Leonor. Qué coño. Te debo una visita, Ray.
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