sábado, 19 de septiembre de 2009

El disecador de almas

Al padre Juan toda la vida le había rodado alrededor de las almas. Primero, por vocación, apadrinaba en su edad infantil niños infieles para ganar la salvación de sus almas; luego, por profesión, se ordenó sacerdote para procurar que las almas, salvables o no, cumplieran cada domingo con su condición feligresa; después, por pasión, perdió la razón y su propia alma por el alma de unos ojos; y, finalmente y hasta la actualidad, su obsesión era la de robar, disecar y coleccionar almas.

Extraerle a un cuerpo vivo su alma no es tan difícil como puede parecer, pero sí que requiere un cierto grado de pericia y, sobre todo, una perseverancia suficiente. Es cierto que en ocasiones alguien sin la más mínima preparación o siquiera intención se te lleva el alma y ya no la vuelves a ver; ni al ladrón ni a lo robado; pero esto sólo ocurre en ocasiones excepcionales.

Esa mañana era una más de mayo y Juan caminaba perdiendo los pasos entre otros días también perdidos y algún pensamiento distraído. Siempre paseaba hasta las dos y a las dos se tomó el vino en la taberna y bromeó y habló de futbol y del maldito aborto y los tiempos en general que ya no eran de credos ni de creencias. El bar estaba lleno de almas, pero ninguna de esas le interesaba. Eran almas de segunda o de tercera las que le miraban sin ganas de verle, sin ganas de hablar más que de aquellas cosas que se decían siempre como sin decir nada entre risas y renuncias a sentir las risas o las penas. Su alma tampoco era ya la que le vivió, pero se había acostumbrado a vivir con ella los días iguales y amoldados a sentir casi sin sentir las ausencias de su alma robada.

Tras el vino dos calles y un primer piso poco soleado y con los ruidos de la calle colándose por las ventanas que ya no cerraban bien ni abrían del todo para dejar salir el olor de libros que entumecía las tardes emparedadas con miedo a que uno de esos ruidos volviera a ser un canto de gitana o a que alguna luna llena se burlara desde la ventana. Se comió el guisado de ayer y se puso los guantes de látex antes de entrar al cuarto de las almas.

Tenía más de cinco mil almas perfectamente clasificadas y documentadas. Su colección era el resultado de más de diez años de trabajo, los diez años que hacía que a él le habían robado el alma por última vez, los diez años que hacía desde aquella noche en la que andando sin alma buscando su alma se encontró frente a un hombre que tras besar a una mujer en un portal caminaba con toda su alma hecha sonrisa y sueño y mañana en su cara y a Juan le fue tan fácil sentir envidia y dolor y rabia y llevarse aquella alma enamorada que tapara el hueco de su pérdida.

Encendió la potente y blanca luz de la habitación de las almas y se acercó a la mesa donde las disecaba. Se apretó con fuerza ambas sienes con sus respectivos dedos índice hasta que de su boca comenzó a decantarse sobre un molde rectangular una papilla gelatinosa y blanca. Cuando dejó de arrojar aquel grumo se quedó absorto mirando cómo aquel espeso líquido se iba solidificando a la vez que en su superficie se sucedían miles de imágenes narrando la historia de aquella alma. Tras cinco minutos escribió en una ficha todos los datos que identificaban su última disecación y, como cada vez que añadía un nuevo alma a su colección, sacó la fotografía del rostro de la mujer que a él se le llevó el alma diez años atrás. Era un rostro de mujer que miraba con sus ojos como sabiendo y sorprendidos a la vez, con unas nubes azules que parecían hacer de trasfondo, de cuarto oscuro donde la realidad deja de ser una señora estirada y aprende a jugar a jugar. Se acercó de nuevo a su última adquisición y comparó la fotografía con la imagen que mostraba el molde con el alma. Comprobó que una vez más esa alma no podía ser la de aquella mujer y la guardó en la vitrina que le correspondía. Cerró los ojos y todas las imágenes de la mujer se proyectaron en su corazón. Supo que algún día volvería a encontrar el alma de ella, su alma, no importaba que tuviera que disecar cien mil almas más.

Al pensar esto se estremeció con un sudor frío. ¿Qué alma de ella encontraría? Las almas se van sustituyendo unas a otras y cada una de ellas pierde para siempre a la anterior. La gente no se da cuenta, pero de pronto su joven alma ha sido robada y otra la sustituye, otra que ya no es tan espontánea, tan vívida, y así sucesivamente hasta que un día a la vieja alma que se ha quedado a vivir con él ya no la quiere nadie, ya no se la roban porque ya no tiene vida ni ilusión y la gente a eso le llama madurez. Las almas van de un ser a otro en un carrusel incesante hasta que un día se acartonan en el esternón de algún ser que ya casi no es, pero Juan se quitó estos pensamientos de la mente y se enjuagó la cara antes de ponerse la sotana y dirigirse a la iglesia para oficiar la misa de las siete.

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