viernes, 10 de septiembre de 2010

La barriga de Violeta

La barriga de Violeta sube y baja como un horizonte que quiere jugar a ser pelota y botar sin tiempo ni suelo ni techo. La cabeza de Alexis se deja acompañar por esa piel que a él le sabe a mapa de mantequilla y saliva. Han pasado tres segundos y tres mil fotogramas por la cinta sin fin que es el pensamiento del hombre que ahora cierra los ojos y parece soñar. El sueño es conocido, es el de siempre.

Hay una luz amarilla como de atardecer pintado. Hay una música que es la voz de Violeta cantando como desde muy lejos. Hay reflejos y los ojos se reciegan y fruncen los párpados. Hay sed o hambre o ganas de saber qué viene después. Los rincones son como huecos, como relojes de queso hubiera dicho Violeta, y todo parece doblarse, subir y bajar, al ritmo de su barriga. El sueño. La ilusión de un día tocar a su puerta y ¿vienes a dar una vuelta?, pero es que estoy cocinando, no puedo, quizá mañana. Y mañana es hoy y Violeta se ha pintado los labios y ha pensado que no vendrá. Y Alexis toca a su puerta, hoy también, y ella se pone colonia bajo las orejas y se mira al espejo con prisa y abre la puerta despacio y dice como acordándose, Alexis, ya no me acordaba, y bajan los tres escalones y bajan por la calle sin hablar, callando cada uno todo lo que quiere decir y así pasa una semana y otra y una risa y otra y como sin saber cómo llegan unos labios, un beso, más labios, más besos y una mano que abraza otra mano y tres palabras o tres suspiros, qué importa lo que digan si están juntos, si están bien.

Y la barriga parece detenerse un momento y el sueño, la película, parece congelarse o rebobinarse o ponerse a pensar si esto fue o no fue. Alexis siente esa piel de ballena tragándose su respirar, aprieta la oreja un poco más fuerte para oír el retumbar de un corazón allá al fondo. Violeta respira hondo y un maremoto alcanza el barquichuelo donde Alexis sueña. Zozobra. Así se llamaba su amor. Zozobra. Se lo pusieron casi al primer mes de darse la mano y los besos. ¿Zozobra de hundirse? No. Zozobra de flotar en esa barriga que sube y baja, que muelle la vida de este hombre. Zozobra es un nombre lleno de eses, lleno de huecos donde hincar las mieses de trigo que se van derramando en cada minuto de no saber cuál será el siguiente segundo. Te quiero, le dijo Alexis. Te quiero, le dijo Violeta.

El ojo de Alexis se despereza y rueda sobre un volcán que juega a ser ombligo y una mariposa que vuela quieta sin parar de volar. Hay amor y pereza de sentirse amor, hay un sol que atardece y una ventana y un querer que el sueño, o la película, se quede así, subiendo y bajando, barriga y ombligo, soñando y desoñando. La canción sigue arrullando, Alexis aprieta más su oreja y todo es como estar debajo del agua, dentro de ella, flotando como ella flota, sintiendo como ella siente.

Un día ella le preguntó qué sientes. Alexis siguió caminando por entre sus senos, acomodó la cabeza al vientre y calló hasta que el mar los cubrió. Zozobra, siento zozobra de saber que esto no es infinito, de saber que esto no es finito, de saber que cada palabra es un sueño, que cada sueño es una palabra. Entonces, ¿qué quieres?, preguntó Violeta, quiero seguir así, subiendo y bajando, en tu barriga, subiendo y bajando, mientras sueño, subiendo y bajando, mientras flotamos.

Y en el sueño Violeta no puede parar de reír. Ríe mientras anda, mientras canta, mientras llora, mientras sueña. No para de reír y ríe mientras recoge cada una de las prendas del armario, las va acomodando dentro de la maleta sin fijarse demasiado si sus camisas blancas se doblan o si algún jersey se cruza de brazos con una rebeca. Y piensa que igual se aman. Y ríe. Y llora y la maleta ya está a rebosar y se sienta sobre ella para que le quepa el alma en este viaje que aún no sabe si es llegar o irse.

Nadie la despide en la cocina, ni un último quédate. Nadie se ha esperado en la casa mirándola en silencio para ver si el silencio de una mirada puede convencerla, nadie en el pasillo, ni en el zaguán, todos en sus recuerdos de mañana, cristalitos rotos, marcos caídos de fotografías, de serás mayor y linda, de serás como tienes que ser. El espejo sí le dice un adiós que es un miedo muy en el fondo. La maleta le pesa y los pasos le corren los peldaños a borbotones hasta llegar a la calle. Hace un día espléndido.

El barrio entero está desdibujado entre visillos y brillos de ventanas. Las miradas son las de ayer para siempre, las de hoy para nunca. Los alfileres se le clavan, pero ella se siente libre por primera vez, por primera vez mariposa que vuela a su bosque. En el suelo hay papeles todavía, sus cartas rotas, volaron por la ventana. En su mejilla aún resuena la última bofetada de una madre que ya no llora. En su bolsillo resuenan una monedas, el reloj le tiembla y el corazón parece pararse como queriendo un respiro. Violeta no puede parar de reír.

Camina a cuestas con su maleta, con todos los juegos de niña en cada rincón de esas calles. Todos están allí, sus ratos y sus silencios, sus por qués y cada una de las rayitas que grabó junto al árbol viejo. Estaba todo y estaban todos, los fantasmas reluciendo, haciendo equilibrio en una cornisa triste, uniéndose al asfalto, sabiendo que perdían a una víctima. Estaban las esquirlas de una sonrisa rota que quedaba atrás mientras ella avanzaba hacia el aeropuerto, el hombre repartiendo semillas a las palomas en la plaza, y que se parecía tanto a… pero no era él, era un deja vú.

A veces se le hacía fácil clasificar esas reproducciones de él en su entorno por sabores y colores, por rasgadura y superficie, por la precisión en el contorno de las manos, esas manos de pianista que la conocían por dentro y por fuera, que habían logrado atisbar con la punta de los dedos una liana solitaria y luminosa que desconocía por completo. Lo veía siempre, como un guardián transparente y dulce que se mimetizaba con un instante, deslizándose fugaz por el punto ciego de sus ojos.

Se dejaba pellizcar las mejillas por el viento helado de Praga, caminaba en círculos, en cuadrados, en estrellas, en triángulos, sabiendo que todos los rumbos la llevarían al mismo sitio: los brazos abiertos, cálidos e iridiscentes de aquel hombre que siempre tuvo dentro, en su imaginación, y que ahora existía también fuera, situado en una coordenada geográfica, un hombre de hueso y de carne, de ideas y letras, un pulmón compartido a distancia.

Seguía caminando mientras reía, no podía dejar de hacerlo, era reír o morir de obstrucción sentimental, de explotar hacia dentro por querer contener lo que jamás debe contenerse: el instante lúcido, preclaro, en que se justificaba la existencia, en que quedaba explicada por sí misma.

Miraba como si le hubieran regalado los ojos minutos atrás y aún no supiera usarlos; las flores, esas flores que él solía ponerle en el pelo, renacían ahora de sus cenizas hechas resplandor cromático, saltaba un poco cada dos pasos, como si el piso fuera una rayuela de baldosas reproducida mil veces por un calidoscopio.

No podía ni puede parar de reír, Violeta se mancha de tinta los dedos al tratar de ponerle un punto final a los desencuentros, las lágrimas, a los momentos lapidatorios, mientras aborda el avión que ha esperado toda su vida sin saberlo. Alexis regresa de su sueño por el tobogán de la barriga de Violeta. El vaivén es ahora suave, quedo, apenas un ritmo. Alexis levanta la vista y contempla el rostro dormido de Violeta, luego vuelve a sumergir su oreja en aquel lago callado para oír soñar a Violeta.

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Este sueño no es un relato. Ni siquiera sé quién lo ha escrito. El que esté ahora en mis manos es fruto de uno más de los azares que suelen ocurrir a diario a cualquier persona, en cualquier lugar del mundo. La historia es más o menos así:

En mi último viaje a Praga fui, como siempre que visito la ciudad, a cenar al restaurante El Golem, en pleno barrio judío. Es un sitio que me encanta porque refleja de una forma sutil la esencia y, a la vez la decadencia, de la vieja Europa. Apenas había cuatro mesas ocupadas además de la mía. Sólo se oía un leve rumor de conversaciones en checo y alemán, envuelto en la lírica y amable música de Dvorák: Las canciones del manuscrito de Königinhofer. Y digo el título porque hay veces que la banda sonora es el argumento. A mi izquierda y en diagonal, dos mesas más allá de la mía, una hermosa joven cenaba en solitario. Tenía el pelo corto, castaño oscuro me pareció en el tenuemente iluminado local. Nuestras miradas se cruzaron y rehuyeron un par de veces antes de que la chica, no sin cierta timidez, se dirigiera a mí:

­­­­—Perdone, ¿es usted español? —Seguramente me hubiera molestado más que me confundiera con un español si no me estuvieran mirando un par de ojos que parecían rescoldos de estrellas y su voz no fuera esa voz dulce que sólo las orillas del Orinoco son capaces de templar.

—En realidad debí nacer en Lisboa. Mis padres adoptivos me recogieron de un contenedor y me llevaron con ellos a España —la cara de la muchacha se quedó congelada un segundo con la boca ligeramente abierta. Hay veces que la verdad sólo se puede contar como si fuera ficción. La chica dudó visiblemente si continuar la charla o sumergirse en su plato de bramboračka, excelente sopa de patatas con mejorana que podía oler desde mi mesa. Al final sonrió y prefirió obviar la cuestión.

—¿Le molesta si me siento en su mesa? —Preguntó al mismo tiempo que con su dedo señalaba mi mesa. Por supuesto asentí tan sorprendido como halagado y, por qué no decirlo, con una esperanza creciente de que la buena voluntad del rabino Löw estuviera mandándome ese regalo del cielo que con unos ajustados vaqueros se dirigía, plato de sopa en mano, hasta mí.

Pocas veces me he encontrado tan a gusto con una persona que acabara de conocer. Sin darnos cuenta los dos empezamos a hablar y al poco parecíamos conocernos desde hacía tiempo. Ella me habló de su país, de sus problemas políticos, de su pueblo, de la sabiduría de los indígenas, de su perro y su morichal, del color del cielo tan diferente al de Europa. Me contó que era bruja y que tenía cuatro mil años. Me dijo que podía ver dentro de mí y que por eso me había hablado. Que tenía la habilidad de entrar en los sueños de la gente a la que quería. Me dijo que era escritora y me recitó un poema. Me habló de Alejandra Pizarnik y de Oliverio Girondo. Me aseguró que Cortázar era también brujo y que ella lo había visto más de una vez paseando por algún parque. Hablamos mientras cenábamos y luego de cenar. Repetimos copa de vino y a ella le brillaban los ojos a cada cosa que me contaba, luego pedimos dos copas de becherovka y al poco pedimos dos más. Su risa estallaba en mi sorpresa y me hacía reír.

—¿Por qué no sabes reír, por qué no te ríes para afuera? —Me preguntó.

—Porque tengo miedo de que alguien me robe la risa —le contesté.

Seguimos hablando un buen rato de nosotros y poco a poco noté que según nuestra cercanía aumentaba, mis legítimas intenciones de llevar a aquella preciosa muchacha a mi hotel iban quedando relegadas por una simpatía y camaradería poco habitual. Me confesó que se había dirigido a mí porque me había oído hablar en checo con el camarero. Me dijo que quería pedirme un favor. Le dije que si estaba en mi mano. Me dijo que creía que sí. Le dije, dímelo.

Sacó de su bolso una libreta de anillas con la tapa dura y decorada con dibujos. Las hojas eran azules con renglones blancos. En la primera hoja ponía: “Desfragmentos”. Abrió la libreta por la mitad. Aparecieron dos hojas secas y dos hojas de papel escritas y un tanto arrugadas. Una estaba escrita en checo, la otra en castellano. Me preguntó si le podía traducir al castellano lo que estaba escrito en checo. Me pidió que se lo escribiera en la libreta y que luego se lo leyera. Cuando empezó a escuchar lo que yo leía sus ojos comenzaron a llorar muy en silencio, muy despacio, como si sus lágrimas fueran las sílabas de mis palabras. Al terminar sonrío como disculpándose y me leyó la segunda hoja, la escrita en castellano. Cuando terminó me preguntó:

—¿Te das cuenta?

—Sí, las historias se continúan —respondí—, pero, ¿por qué una hoja está escrita en castellano y la otra en checo?

—Porque la que está escrita en castellano la escribí yo. Estaba soñando que soñaba tu sueño, Alexis —se incorporó sobre la mesa acercando su rostro al mío y me susurró con ese acento que parecía bailar—. La que está en checo la escribirás tú mañana, cuando despiertes del sueño que tendrás conmigo.

Un escalofrío recorrió mi espalda. Sus ojos me atrajeron lentamente hasta sus labios y su lengua pareció recorrer cada uno de mis días hasta que desnuda y aún con la respiración agitada, se quedó dormida acariciando mi cabeza sobre su barriga.

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domingo, 5 de septiembre de 2010

La miel

 

De su casa a la fábrica de segundos había apenas cinco minutos. Su despertador sonaba a las 6.30 y una vez más a las 6.38. Norman se levantaba sonámbulo, tratando de no hacer ruido, y recorría el pasillo a oscuras, sin saber muy bien si recordaba o aún soñaba. El espejo era otro hombre y la loción facial y las gárgaras le devolvían a la consciencia. Luego todo pasaba por sus pasos.

Ajustándose el cinturón siempre la miraba un momento dormir. Boca abajo, con la cara enmarañada por el pelo y la pierna derecha haciendo un cuatro con la izquierda. La veía dormir, pero ya no pensaba en nada ni se acercaba a darle un beso suave en la frente. Ese tiempo ya se había ido como él, como cada día, cerrando despacio la puerta para no despertarla, bajando los escalones pisando las mismas huellas los mismos sorbos de café en el bar de abajo las mismas palabras los buenos días los mismos ecos. Luego caminaba entre el humo de su cigarro y fichaba cada día a las 7.30.

Susan lo veía mirarla con las manos en su cinturón y esa cara sin ojos aún perdida entre la penumbra. Se hacía la dormida para que él no tuviera que sentirse despierto. Cerraba más fuerte los labios para que ni una sola palabra se creyera todavía viva. La sombra parecía dudar si acercarse, si acordarse del camino hasta aquel lado de la cama, pero siempre se iba. Las manecillas del reloj seguían marcando el ritmo de los pasos alejándose, de la puerta cerrándose, de sus manos buscando la entrepierna, apretando fuerte como un grito para extraer de sus ubres todos los cariños muertos. Sus dedos conocían perfectamente la coreografía que hacía soñar a su sexo con aquellos otros ritmos que entraban y salían, aquellas flores, aquellos abrazos nada más despertar.

Mientras se masturbaba, a Susan se le llenaba la cabeza de palabras, de guiños y risas, de días sin noche, de ilusiones puestas a colgar en cada mirada. Eran las palabras de entonces y otras nuevas que ya no sabía si fueron verdad. Todas venían cada mañana cuando la sombra de su marido le dejaba hueco para poder soñar despierta. Susan mantuvo los ojos cerrados mientras su cuerpo se replegaba en varios espasmos y sus muslos se llenaban de miel.

Fabricar segundos no era un trabajo complicado, pero requería mucha concentración y la imaginación precisa para hacerlos ni muy iguales ni muy diferentes. Norman se sentaba a las 7.35 en su puesto y, después de ponerse las gafas negras de seguridad, ordenaba con mucha atención los útiles. A su izquierda había varias cajas planas y abiertas. En cada una de ellas se podían ver los segundos vacíos. En cada caja un color. Los rojos eran para segundos rápidos, de esos que pasan sin pensar; los azules, eran segundos intensos, podían durar más o menos, pero siempre dejaban un recuerdo profundo. También estaban los verdes, amarillos, negros, blancos, e incluso los segundos incoloros. Todos eran pequeños cubos que parecían brillar si los mirabas demasiado e incluso podían llegar a cegar si no llevabas la vista protegida. A su derecha se apilaban las fichas donde, una vez fabricados, registraba la referencia de cada uno de ellos con la letra pequeña y meticulosa de un orfebre. Frente a él su bloc de notas de hojas blancas sin cuadricular, encima del bloc una pantalla iba cambiando de color según el tipo de segundo que tuviera que crear. Llevaba tantos años en esa faena que para él era fácil fabricarlos. Con su mano izquierda tomaba uno de los cubos, del color que la pantalla le indicaba, y con su mano derecha garateaba alguna palabra en el bloc. Para cualquiera que pudiera leer su grafía inconexa nada de lo escrito tendría ningún sentido. Pero para él tres palabras ya eran un segundo. Con el tiempo y la destreza las palabras no llegaban a ser más que simples signos, dibujos imposibles con forma de pez, quizá. Tras un tiempo de concentración en el que invariablemente cerraba con fuerza sus párpados para que esas palabras se creyeran vivas, el segundo estaba ya listo para caminar. Sólo quedaba apuntar su referencia en la ficha correspondiente y dejar caer el cubo por el receptáculo del color indicado. No le llevaba más de tres minutos fabricar un segundo, era una buena media.

Susan se llevó los dedos a la boca y chupó aquella miel como un desayuno dulce. Se estiró sobre la cama y quiso volver a saborear aquellos segundos de placer que cada mañana la saludaban como un regalo que le hiciera olvidar la noche. Cada amanecer, nada más irse la sombra, ella volvía a vivir aquellos días en que la sombra era luz y le sonreía, era música y le hablaba de Cortázar o de algún escritor maldito sin obra. Susan cerraba los ojos y las escenas se sucedían como en un cine en super ocho mientras su mano parecía mover la manivela del proyector. Poco a poco se acostumbró a esa plenitud ensoñada, a ese hueco feliz donde no cabía su razón ni su marido. Las palabras y las miradas se fueron haciendo raras, los encuentros en la cocina o en la salita eran desencuentros y la casa se dividió en dos, la de su presencia y la de su ausencia. Susan sólo vivía para su despertar y su miel. Al principio se llegó a asustar cuando comprobó que tras cada orgasmo eyaculaba una pequeña cantidad de miel, pero su sabor era tan dulce, su orgasmo tan corrientazo, que ahora se le hacía imposible parar de soñar. Se pasaba el día en la cama, o por cualquier rincón de la casa, destilando miel con su mano. Cada vez sentía más placer, cada vez derramaba más miel.

Norman hacía mucho tiempo que no iba a casa a comer. Aunque su turno terminaba a las 3 de la tarde, prefería tomar un bocadillo rápido en la cafetería del trabajo y subir de nuevo a su mesa. Entonces sacaba una caja nueva de su armario y la colocaba a su izquierda. En ella había también cubos, pero, a diferencia de los otros, estos no eran de un solo color, podían ser azules y rojos o verdes y azules o rojos verdes y azules o incluso podían tener todos los colores a la vez. Norman seguía el mismo método que por la mañana, con la salvedad de que ahora la pantalla permanecía apagada y no escribía ninguna palabra en su bloc. Cada segundo que creaba lo tenía en su cabeza desde el primer día que conoció a Susan. Cada segundo de tres minutos le había durado a él todos estos años desde entonces, sin dejar de latir ni un segundo. Conforme los iba creando los guardaba en su bolsillo para luego, como cada noche, dejarlos derretir en los labios de su mujer mientras ella dormía.

Así apuraba cada jornada hasta muy tarde y luego caminaba despacio sin rumbo por la ciudad para darle tiempo a ella a que se durmiera, para evitarle la incomodidad de su sombra. Aprovechaba el paseo para ordenar los segundos del siguiente día, para prepararlos y convertirlos en el placer de Susan. Cuando llegaba a casa, abría la puerta sin hacer ruido y andaba el pasillo hasta la habitación para, convertido en sombra, acercarse a aquellos labios que besaba suavemente antes de bañarlos con cada uno de los segundos que había creado para ellos. Aquella noche, cuando desenmarañó la penumbra hasta el cuerpo de su mujer, sólo encontró un gran charco de miel.

 

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