viernes, 21 de mayo de 2010

SUEÑO AZUL CON CHICA DE OJOS VERDES EN CUENTO GRIS CON FINAL TRISTE DE MAR

 

Hace unos años, en un viaje a Praga, me senté en la terraza del café Bily Jelínek. Mientras leía fragmentos al azar del libro del desasosiego, me entresacó de la lectura una voz femenina que se dirigía a mí en perfecto castellano, pero con un apenas identificable acento checo. Cuando alcé la vista vi ante mí a una atractiva mujer que me sonreía y que, señalando con el dedo el libro de Pessoa, se disculpó por la intromisión. Al poco estábamos compartiendo otro café y hablando un poco sin orden ni concierto de nuestras historias y orígenes.

Se llamaba Viktoria Bazenová, Novotná de soltera. Hablaba un perfecto castellano porque al ser su padre diplomático, su familia había vivido en Madrid hasta que ella cumplió quince años. Me contó que era escritora y que su mayor ilusión era escribir una novela en castellano. Estuvimos más de tres horas hablando y allí surgió una amistad que ha durado todo este tiempo. Cuando atardeció me acompañó paseando hasta mi hotel y por el camino me confió una historia que le acababa de suceder. No entraré en detalles, se trataba de una historia de amor que había dejado pasar, no sabía muy bien explicar si por miedo, por cansancio o por su situación de mujer casada. Me conmovió pensar que me contaba esto a mí, casi un desconocido, porque era una forma de que la historia, tantas veces para sí misma pensada, cobrara otro acento, como si así pudiera cumplirse de alguna forma lo que ella no llegó a vivir.

Hemos seguido siendo amigos y nunca más hemos hablado de aquella historia, pero hace dos semanas me envió por correo electrónico un primer texto que contaba aquella historia. En el correo me proponía escribir a cuatro manos su historia. Este texto que transcribo a continuación es el resultado.

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SUEÑO AZUL CON CHICA DE OJOS VERDES EN CUENTO GRIS CON FINAL TRISTE DE MAR

El café se llamaba Again. Eran las once de la mañana. Estaban sentados en la terraza, a dos mesas de distancia. Ella llevaba su cazadora de rockera y sus gafas negras, él su camisa desenfadada y su libreta de tapas de hule negras. Sus miradas se encontraron durante seis segundos, luego se buscaron a hurtadillas durante más de media hora. Ambos supieron enseguida que su historia no podía ser.

Al día siguiente el hombre le pidió permiso para sentarse en su mesa. Ella le sonrió y alzó sus gafas para que sus ojos tricolores también sonrieran. Las cosas ocurrieron rápido. Casi sin pensar. Ella, escultora, un café con leche corto de café. Él, escritor, uno solo descafeinado con sacarina. Una palabra, alguna pregunta, más sonrisas y luego más palabras cada día, garabateadas con letra menuda y temblorosa en pequeñas hojas sin cuadricular, arrancadas con cuidado de su libreta. Cada hoja era un poema, cada mañana una hoja puesta, enganchada al platillo del café, en la mesa redonda bajo los árboles y la mirada descarada del viejo camarero queriendo rasgar el velo de un sueño que él ya no podía soñar.

Cada día el hombre se acercaba a las once para dejar junto a ella su noche en vela, su tinta pesada de tristes horas inventando un pequeño refugio de los cielos rasos y de todos los infiernos pasados. Mientras ella intentaba cada noche llevarlo a sus sueños, él pasaba esas noches soñando escribir el cuento perfecto para llevar a la chica a vivir dentro de él. Ella se ceñía sus gafas negras de ocultar mañanas y él hablaba despacio o rápido según le iba el corazón en delimitarla, en ponerle las cotas y las medidas que la abarcaran, para hacerla posible, para hacerla verdad y no voluta y no espera.

Él se proponía cada mañana no contarle sus amaneceres para no agotar en unos instantes la vida que quería junto a ella y sin embargo, no lo podía evitar, y presuroso le recitaba palmo a palmo sus deseos más íntimos, entrelazándolos con las frases cotidianas que podía repetir a cualquiera, tomando un descafeinado, para quitarle quizá la importancia al intenso momento que estaba viviendo. Como si al mezclar así el amor y el resto evitara su huída, para que a ella no le entrara el pánico al saberse atrapada sin remedio en emociones tan intensas que la llevaran a escapar bien lejos, a salvo de todo y en medio de la nada.

A veces intentaba, con mucho esfuerzo y pocos logros, dejar pasar el momento en silencio, prudente, para que ella no notara que lo único que quería era pasarse el día y la vida entera hablándole al oído, susurrándole los te quiero que se le agolpaban uno tras otro, retenidos por el temor, y cuya luz de salida esperaba con tanta ansia que a veces casi no podía ni respirar. Para dejarlos correr sobre su cuerpo, su mente y su alma, sin piedad, sin límites, sin barreras y sin porqués. Para inundarla de besos aplazados sin fecha de caducidad.

Ella vivía entonces cada palabra con su mirada y alguna vez reía y otra vez suspiraba para mirar al suelo buscando el sentido de algo, el punto que parara la noria y el vértigo de todo detrás de todo sin que viniera nada, sin que valiera nada más que la figura a contraluz del hombre que se alejaba sin entrar en su sueño, sin entrar en su cama. Cuando se iba el café y el rato con charla, abrigo, caricia de su mirada, el hombre acurrucaba en la mano de ella la hoja plegada de sábana para que ella soñara. Y mientras pasaba aquel abril de luces tenues y miradas brillantes, a ella se le quedaba pequeño el infinito y él la deseaba cada vez más. La hoja se deshacía en letras que caían como lágrimas sobre su cara hasta llegar a ser rocío entre sus piernas y ella la apretaba fuerte en el cuenco de su mano para sentir el deseo como una caricia susurrándole muy abajo una nueva historia que la penetrara con la fuerza de cada palabra, de cada imagen del hombre llegándole cada día, a las once, desde la nada.

Cada noche ella desplegaba la hoja y la leía muy despacio, dejándose arrastrar por cada letra, por cada palabra, hasta llegar al sueño, guiada por el camino de unas lentas lágrimas que surgían de todo el tiempo perdido, de tanto tiempo sin soñar, sin querer, sin buscar. Luego llegaba el sueño que ella quería vivir. Todo estaba allí: los árboles, el camarero, la mañana, el sol, el deseo, pero el hombre de cada día a las once no llegaba. Pasaba el sueño y el hombre no había llegado. El estremecimiento, la ansiedad, el desvelo, volvían hasta la madrugada y la luz de leche iba iluminando sus ojos abiertos, temerosos de cerrarse para no volver a encontrar sus sueños vacíos. En cada hoja había escrito un sueño, pero el hombre que los escribía nunca se encontraba en ellos.

Aquel día, cuando salió para reunirse con el hombre, llevó consigo su cámara de fotos y cuando éste llegó le besó suavemente en la mejilla y le dijo: “quiero hacerte unas fotos” y se quitó las gafas y el hombre vio su alma reflejada en el mar de aquellos ojos, sin poder imaginar que allí iba a perderla. Todo transcurrió igual, pero aquel día ella, además de su cuento, se llevó el material con el que construir su sueño. Con la ayuda de las fotos modeló con parafina una réplica perfecta del hombre, ensambló con la parafina un molde de barro e introdujo el golem en el horno. Cuando la parafina se derritió, escanció bronce fundido en el alma del hombre de barro y descansó durante el tiempo necesario para que la colación se solidificara.

Desvistió el bronce de su piel de barro y se quedó mirando aquella réplica como miraba a aquel hombre hasta que la escultura se hizo sueño despierto y hombre y vida y amor y sonrisa que la abrazaba y suavemente le quitaba la sombra de un temor con un suave beso en los labios y unos dedos cuidadosos, los del hombre, desabotonando su blusa, acariciando su cuello, su oreja, su nuca, su pelo, su cuello otra vez hasta llegar a su pecho y a su suave pezón sonrosado, despertando a un roce que se iba extendiendo por su pensamiento hasta notar su piel incendiada, su boca amarga con gusto a saliva de él que le daba más sed de él, y sus lenguas abrazaron sus cuerpos y se desnudaron y se recorrieron dibujando el mapa exacto de sus sexos con manos y dedos, con lenguas y bocas mordiendo esos rincones de sus vidas donde la identidad no necesita nombres. Y cuando pasó el orgasmo el bronce siguió siendo bronce y aunque ella rebuscó en su cuerpo no pudo encontrar la huella del hombre, sólo las de sus lágrimas y la de su propia mano acariciándose.

Y cuando se metió en la cama pudo llorar un ratito a gusto, tranquila, dando rienda suelta a todas las emociones contenidas después de haber recibido tanto cariño. Y lloró pensando que quizá sería la última vez que volverían a verse. Habían vivido aquella historia juntos, conociendo desde el principio cómo iba a terminar. Y ahora le dolía el alma, de tanto querer y de saberse tan querida, sin más. No habría más palabras, ni más caricias ni más besos ni más sonrisas. No podían permitírselo, y al saberlo de antemano, cada momento había sido más intenso que cualquier historia incierta que parece tejerse destinada a la eternidad. Apostaría una y mil veces que no habría nunca una historia tan de verdad, aún siendo casi irreal, mitad soñada, mitad vivida. En cada lágrima que ahora derramaba había una parte de esa historia, y ahora resbalaban por sus mejillas como despidiéndose de ella, de él y de sus vidas. Y recordó aquellos momentos iniciales en que sin propósito y casi sin darse cuenta, empezaron a coincidir en varios lugares, en varias canciones, en varias palabras, en algunas calles y en muchos sueños. Y cómo la certeza de saberse comprendidos los fue acercando poco a poco y tan rápido a la vez, que en un abrir y cerrar de noches los días se hicieron comunes y los deseos también. Recordó, sonriendo mientras lloraba, la emoción compartida de saberse solos en medio de la multitud. Y cómo hubo días en que no salía el sol por mucho que se empeñara el uno o el otro en que había que prender la luz. Y no quiso entonces pensar en nada más, se rebeló contra la lógica que auguraba que aquello tenía aquel final y contra el que no pudo o no supo luchar. Visitaría cada día el lugar donde soñaron, pero contemplándolo de lejos, para que no doliera más. Y sabía que pasarían los días, y los meses y media vida quizá hasta poder irse una noche a dormir sin llorar.

Esa noche ella al fin lo soñó. Se fue a dormir con sus quimeras de siempre, temiendo una vez más que no llegara aquello que tanto deseaba, llevarlo a compartir su mar. Se acurrucó entre las sábanas sintiéndose más indefensa que nunca por todo lo que no iba a pasar y derramando las lágrimas de siempre, empezó a soñar. Y lo vio aparecer a lo lejos, caminando por la orilla de aquella playa, desdibujada aún la mirada temblorosa y ardiente que cada día le mostraba al llegar. Le tendió la mano para que no pudiera escapar y le susurró “quédate conmigo, te voy a enseñar mi mar”. Él cogió su mano, acercó sus labios a su boca, rozándola, depositando el primer beso en su mejilla para acercarse lentamente a sus labios y resbalarlos con su lengua, muy despacio, apretándolos como si apretara así el tiempo en ella. Acarició con sus pulgares las sienes de la mujer y fue descendiendo con ambos dedos por sus pómulos, aumentando la presión a cada centímetro, modelando ese rostro por el que había escrito cada una de sus letras. Continúo su caricia hasta llegar a los labios que estaba besando y los introdujo suavemente en la boca de la chica, junto a su propia lengua, a la vez que con los restantes dedos sujetaba su nuca. Penetró aquella boca con su lengua y sus dedos, con ansia, con la sed de todo aquel mar que le llamaba, con la avaricia de tragarse aquellas lágrimas azules de ahogo y ganas que se vertían en su lengua hecha ariete y pene llegando muy adentro en aquella boca abierta y rendida para él. Las manos continuaron bajando por el cuello y luego rasgaron la blusa de la mujer con un crujir de ola que se confundió con el primer gemido de ella, quemándose desde las sienes a los píes, goteando flujo por la entrepierna, mojada desde el primer pensamiento que tuvo de él viéndolo llegar un día a aquel café.

Le dijo: “gracias por tantas palabras, gracias por tanto amor.”

Y el hombre le contestó: “Yo quería llevarte a mi cuento, y tú me has traído a tu sueño. Estamos igual de lejos, igual de solos.”

Y la chica se deshizo de su lengua y con su lengua recorrió esa piel que ella misma había modelado con sus dedos. Besó su nuez y abrió su camisa para morder sus pezones y su pecho, su ombligo. Sus dedos soltaron el cinturón, desabotonaron el pantalón del hombre para que cayera muerto en la arena. De un tirón la mujer bajó sus calzoncillos y le atrapó con ambas manos los testículos y el pene, apretó fuerte como si amasara barro mientras con sus dedos acariciaba sus ingles, su escroto, sus nalgas. Sus labios volvieron a unirse, a chuparse las lenguas y a separarse otra vez mientras la boca de la chica descendía hasta la cintura, hasta el muslo izquierdo, subía a la ingle y se perdía allí, mojando con su saliva cada pliegue de aquel hombre que no había podido sentirla sin ser estatua, sin ser algo más que una replica escrita de algo que no podía existir. La mujer introdujo el pene en su boca y cerró los ojos, su lengua lo circuncindó y lo bañó de sal, lo cimbró y lo bombeó como si quisiera sacar cada segundo del deseo que allí se almacenaba. Él se tumbó en la arena y la mujer, sin soltar el miembro de su boca, se ahorcajó sobre él. Sus glúteos bailaban a centímetros de la lengua del hombre y goteaban sobre aquella boca entreabierta olor de mar y sudor de sexo. El hombre agarró el tanga de la mujer por ambos extremos de su tira central y lo estiró hasta introducirlo entre sus labios vaginales, acercó su lengua y lamió el interior de sus muslos, sus ingles, sus glúteos, su ano, su vagina. Sus dedos recorrieron luego cada uno de estos sitios, horadando a aquella mujer en cada uno de sus recuerdos.

Ella le dijo: “Gracias por estas caricias, gracias por este amor.”

Y el hombre le contestó: “Yo quería darte cada uno de mis días, y tú me has convertido en estatua. Estás igual de sola, estás igual de lejos.”

Ella se puso a cuatro patas y él le bajó el tanga hasta los tobillos, se irguió sobre sus muslos abiertos y cobijó el pene entre las dos nalgas; lo mantuvo allí mientras lloraba el mar sobre la playa y las nubes ocultaban todo el sueño y el azul del cielo se disfrazaba de deseo. Introdujo su pene en la vagina mojada. Estuvo un rato sin moverse, sobre aquella grupa con sus manos abrazándole las caderas. Recordó cada una de las palabras que había escrito para ella, para vivir por ella, y las fue olvidando una detrás de otra, para morir por ella. Comenzó a mover su pelvis, al principio muy despacio, luego rítmicamente, progresivamente, mientras aquel culo que tanto había deseado se abría a su compás. Sus embestidas se hicieron más irregulares y más fuertes. Al chocar su pelvis con los glúteos de ella un estallido sordo les olvidaba de lo que habían sido, de lo que habían querido. Sólo quedaba el ruido, el mar, la playa, sólo los glúteos sonando y su pene sintiendo venir el orgasmo y los gemidos de ella acariciándose el clítoris con desesperación, y todo lo que no pudo ser mirándolos y burlándose un poco también.

La chica le gritó: “Espera, no te corras.”

Él le gritó: “Espera, no te vayas.”

Y ella sacó aquel pene de entre sus nalgas y lo metió en su boca y apretó fuerte para que no se derramara en la arena ni una gota de aquel esperma, para tragárselo todo y poder recordar su sabor cuando despertara del sueño.

Y él se quedó mirando aquellos ojos mar y cielo y nube por última vez y acabó de desnudarse. Caminó hacia la orilla y cuando el agua le llegó al cuello siguió caminando hasta el final. Ella lo miró diluirse en el verde y supo que le recordaría siempre. Metió dos dedos en su vagina y los llevó mojados hasta sus labios, los lamió absorbiendo hasta la última partícula de olor del sexo del hombre al que sólo amo en sus sueños. Se vistió despacio y abrigó su mirada con el gris del cielo nublado. Se quedó un rato largo mirando aquel mar. De espaldas y a contraluz parecía estar esperando a alguien, pero cuando se giró sus ojos eran del mismo azul del sueño. La muchacha del cuento sonrió y se puso sus gafas negras, luego se alejó caminando por la orilla. Cuando despertó no consiguió recordar si había soñado, pero al hombre no volvió a verlo nunca.

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