jueves, 6 de mayo de 2010

El hombre que se quemó el alma

El hombre que tenía la llave abrió la inmensa puerta de madera con la rapidez que su cojera y su aún dormido entendimiento le permitieron. Tosió y escupió antes de embocar su cuerpo pastoso a través de la negrura del local. Sus renqueos le llevaron a la llave de la luz y todo se iluminó de amarillo triste como cada triste día se iba oscureciendo su vida desde el miércoles 16 de mayo de 2001. Aquél día le regaló un doble cd de Victoria de los Ángeles, era su cumpleaños, y ella le envío un sms que decía:

"Tengo los morros escosios J. Has oído el (alomorfo de “la”) aria 1 del 1r. CD? (si lo haces ahora no la pongas muy alta, lo justo para que la música te arrope".

El aria 1 del primer cd se titulaba "Oh mio babbino caro" y al hombre que tenía la llave aquella noche quedó arropado por esa música como una condena a varios siempres. Se venció sobre la vieja silla giratoria de agujereado skay negro y abrió a la misma hora del mismo reloj el cajón donde lo guardaba todo: las medias negras que ella conjuntaba con aquel body negro, el sujetapelos de plástico amarillo que aún conservaba algún resto de cabello, el paquete de Marlboro con 7 cigarros ya secos, el vaporizador fusiforme y dorado con el que ella incesaba la cama cuando de madrugada la abandonaba para volver con su marido y dejarlo a él con el olor de su ausencia. Sacó, como cada día desde entonces, una abultada carpeta que contenía cada uno de los capítulos que ella le había impreso de "Alicia en el País de las Maravillas". Cada uno de ellos estaba contenido en un sobre en el que ella, antes de depositarlo sobre su mesa de trabajo, había escrito "Señor L., Aventurero y Exportador de reptiles". Volvió a hojearlos una vez más y se detuvo como siempre en el "que le corten la cabeza" para sonreír y toser y escupir en un mismo gesto que el alcohol de tantos días y el cansancio y el hastío de tanto repetir, tanto repetir, habían convertido en mueca estúpida, abotargada saliva seca sobre la comisura de una vida podrida. En varias carpetas más se arrugaban cientos de hojas con cada uno de los escritos que él le había escrito, con cada uno de los mensajes de correo electrónico que se habían enviado, ordenados por fecha, impresos en azul los de ella, impresos en negro los de él. Allí estaban todos los escritos del hombre del espejo, todos los pensamientos del sujeto elíptico, todos los susurros de la mujer de negro, todos los sortilegios de las rotondas y los gatos.

Releyó, releyó otra vez lo que ya no sabía si era pasado o literatura, ternura o vicio. Puso en el equipo de música el cd y los dos minutos y un segundo que dura el aria duraron otra vez toda su vida mientras la sonrisa y la saliva y el desgarro en el pecho, la amargura de un momento apenas, tan repetida que ya es como un esputo más. Recordó el día del techao de los besos, y el primer encuentro en la escalera, su sonrisa abrazándole, guiando paso a paso por un mundo que él quería descubrir. Recordó su primera cena y a aquella chica que cantó "Algo contigo". Recordó como cogió su mano sobre la mesa y ella la retiró, recordó el paseo hasta el pub donde ella le empezó a contar aquella historia que ahora, diez años después, se había convertido en su propia historia. Y todas las cosas volvieron a ocurrir, como cada día, cada vez que leía aquellos escritos leía las mismas cosas diferentes que volvían a ocurrir de distinta manera, las mismas letras contaban diferentes historias donde ella siempre era ella y diferente. La innumera.

Y leyó la vez que ella le dijo:"No me lo pongas difícil" y a él se le rompió el alma porque sabía que las cosas fáciles no valen la pena y volvió a leer, como cada vez, el mismo párrafo y ya no ponía eso, ponía: "Sé que querer es fácil si no se tiene miedo". Y ella tenía miedo a querer, a que la quisieran, y una noche, en aquel garito, metió las manos en los bolsillos del abrigo del hombre que tenía la llave y le besó durante dos lunas nuevas y le dijo como disculpándose: "Yo no puedo ser fiel" y él en ningún momento pensó que ella no estaba hablando de su marido, sino de él. Y todas las palabras, todas las historias volvieron a mudar en un baile en el que los ojos de cualquier lector terminaban por llorar.

Y leyó la vez que ella le dijo: "Tengo un nudo en el estómago" y fueron a aquel jardín en aquella plaza y ella le dijo hemos terminado y el no tenía palabras, por primera vez no había ninguna palabra que decir ni escribir y ella se fue y a partir de aquel día sólo quedaban para follar y ella lloró, lloró con sus lágrimas tranquilas y desoladas y le gritó en la estación del metro: "¿Qué quieres de mí?" y él le dijo: "Yo sólo quería quererte" y hace unos días el hombre que tenía la llave la ha encontrado en el metro, como muerta con su pelo gris y sus ojos apagados, su gesto de los días malos en los que sus labios se plegaban desvalidos como escondiéndose del mundo. Y se han mirado con la mirada del revés y las letras se han callado todas y el hombre que tenía la llave se ha dado cuenta de que ni uno sólo de los minutos que ha vivido pensando en ella ha valido la pena y ha sentido tanta pena por ella, ha sentido tanta pena de él, de cada uno de los días que no ha vivido releyendo aquellas letras para que fueran de ella, que no ha dudado en echar a correr con su alma amputada y su pierna de carbono hasta abrir el cajón y cumplir el rito diario por última vez antes de quemar aquel inmundo local con él dentro, aquellos inmundos relatos, aquellos inmundos escritos que se escribían de nuevo cada vez que él los leía, cada vez que una nueva llama los ennegrecía como aquella mujer había ennegrecido su puta vida.

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