lunes, 26 de abril de 2010

Chica leyendo a Murakami en el metro

El cartel que llevaba la chica colgado al cuello ponía: "No moleste, por favor, estoy leyendo". Estaba leyendo un libro de Murakami. Tokio Blues. Lo llevaba leyendo, lo llevábamos leyendo, más de dos semanas. Como iba por la página 260, justo cuando muere el padre de Midori, calculé que más o menos, a dos viajes de seis paradas al día, le quedaba una semana aún para terminarlo. Yo llevaba más de un mes poniéndome a su lado en el metro, un poco detrás y en diagonal, para poder leer cada palabra que entraba por sus ojos y compartirla. Había veces que me parecía oír en su mente el eco de la misma palabra que yo acababa de leer y entonces, sí, por un minúsculo momento era feliz. Antes de Murakami habíamos leído un minúsculo librito de Camilleri sobre Caravaggio, apenas nos duró dos días, y antes de éste los dos nos emocionamos y hasta nos excitamos con "El viajero del siglo", de un tal Neuman. A mí nunca me ha gustado leer y al principio de conocerla simplemente la observaba. Cada día me ponía un cartel diferente para que no reparara mucho en el demacrado rostro que no podía quitarle la vista de encima. Me encantaba verla sumergirse en el libro que llevara, sentir su respiración acompasarse con aquello que de pronto vivía en su interior, con las comas y puntos que marcaban su pensamiento, su pulso y cada latido de mi corazón expectante a cada uno de los mínimos gestos que la historia que sustituía a su historia le provocaba; imperceptibles para cualquiera, pero grabados en mi mente con un cincel que también me arañaba el alma.

Aquel día, entre la tercera y cuarta parada, en la página 272, cuando Hatsumi pregunta a Watanabe si el amor de éste es ilícito, la chica de improviso cerró el libro sobre sus dos pulgares, se giró y se quedó por un largo momento mirando mi cartel. Un temblor convulso me bañó de sudor y pánico. La chica leyó el cartel, pude oír también este eco, y con un movimiento muy lento de su mano derecha alzó sus gafas de sol y sus ojos para mirarme. Eran unos ojos azules y verdes a la vez, con la mirada más limpia que había visto nunca, con cientos y miles de letras flotando en ella, proyectando cada una de las historias que había leído, que había vivido, en mi deseo de vivirlas yo con ella. Me sonrió con dulzura y congeló por un instante infinito su mano su mirada y su alma para que yo pudiera leer en ella, luego acarició mi cartel y lo leyó en voz alta: "Ya no tengo palabras". Después de eso, abrió el libro y siguió leyendo.

Durante dos días no me atreví a subir en el metro con ella, así que me perdí buena parte de lo que quedaba de Tokio Blues. Me limité a acudir a la tienda donde trabajaba. Allí me parapetaba tras el escaparate e intentaba seguirla con la mirada sin que ella lo sospechara. En la tienda vendían carteles. De todos los tipos y con toda clase de leyendas. La gente entraba y salía con un cartel nuevo, con una leyenda nueva, colgado del cuello. Cada leyenda era una vida nueva, o una forma de ser diferente para el que la portaba. Unas eran completamente abstractas: "Ilusión", "Espero continuamente"; otras incomprensibles: "Dios de los azules", "Sator Arepo Tenet Opera Rotas", y muchas, la mayoría, eran simples y repetidas nominaciones: "Cartero", "Orador" e incluso "Pensador". Cada cosa, pensamiento o ser que existiera en este mundo estaba reflejado en una leyenda. La gente cambiaba constantemente de cartel y leyenda con la esperanza de un día encontrar una vida que verdaderamente les valiera la pena, pero aún no se sabía de nadie que hubiera dado con la leyenda adecuada. Yo, por mi parte, fabricaba mis propias leyendas, aunque bien sabía que sólo un cartel homologado podría surtir efecto, pero también era cierto que en general hacía ya mucho que no me interesaba nada mi vida, ni cualquier vida salvo la de aquella mujer con la que podía vivir escasos momentos cada día mientras leía por encima de su hombro.

Al tercer día no pude resistir más la ausencia de su eco y volví al metro a leer con ella el último tercio de la novela. Iba por la página 332, cuando Midori, con gafas oscuras, como la chica de las gafas de sol que la leía, y vestida con un jersey de color de la artemisa (soñé para siempre verla a ella vestida con ese color), no quiere hablar con Watanabe y yo me pregunté si ella querría volver a hablarme, a leer con su lentitud de sueño deseado la leyenda de mi cartel, a sonreírme con esos labios que sonreían marcando el camino de la vida que yo hubiera querido vivir si hubiera podido escribir la leyenda "Me das paz cuando me miras", pero mi cartel de ese día ponía "No tengo más días" y ella se giró y me miró largamente y luego miró mi cartel y leyó con su voz de cantar nanas a los hombres rotos: "No tengo más días" y me acarició la mejilla y sonrió y me dijo: "¿Quieres que almorcemos en el río" y me quitó el cartel y se quitó el cartel y bajamos en la sexta parada y fuimos hasta el río y allí me cantó una canción que decía "No hago otra cosa que pensar en ti" y escribió en su cartel "Necesito que me abraces" y nos abrazamos y estuvimos así todas nuestras vidas durante uno o dos minutos y creo que una de sus lágrimas llegó a mis labios y entonces los dos reímos y ella me dijo no tengo el cartel que diga "Te quiero" y me besó en los labios y a lo lejos vi su vida, su hija, y me alegré de que fuera feliz sin necesidad de carteles y el sol se fue, Murakami se fue, y ella se volvió y me pidió no vuelvas, y yo le prometí que no volvería a leer tras su hombro nunca más, no subiría nunca más en su metro ni iría a mirarla tras los cristales y escribí en mi cartel una leyenda que decía: "Los ecos de tus palabras fueron mi voz" y corrí a comprarme Tokio Blues, edición de bolsillo, y empecé a escribir en los huecos de sus páginas la vida que yo hubiera querido vivir con ella.

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