viernes, 2 de abril de 2010

El hombre del espejo y los días sin fin

 

En ese país los días duraban veinticuatro horas y nunca se volvían a repetir. Nunca se volvían a repetir porque ningún nuevo día tenía nada que ver con el anterior. Cada cosa o cada vida dejaba de sentirse en la hora 24 y volvía a renacer en el minuto cero sin tener el más mínimo recuerdo de haber existido o de haber sido. Los inviernos no se iban ni los veranos llegaban, la felicidad no se añoraba, sólo se sentía. Cuando se sentía. Todo sucedía tan de primera y última vez que en realidad a nadie le importaba si había pasado o no. La gente no se reconocía por la calle y los escaparates reflejaban extrañas caras acostumbrándose los perfiles.


Nunca nadie llegó a preguntarse cómo, pero las cosas así funcionaban bien, al menos durante veinticuatro horas. No había rencores ni amores, los destinos y las huidas siempre terminaban en el mismo momento y las horas más largas siempre se detenían bajo el mediodía.

 
En ese país el tiempo no duraba lo suficiente para saberse tiempo y las vidas se amontonaban en los cuerpos sin llegarse a tropezar. Un día uno era uno y otro día el mismo era otro, pero todo se sucedía y nada hacía pensar que pudiera volver a suceder.


Las primeras horas eran siempre difíciles para todos. Al amanecer daba la sensación de que había que hacer algo, pero esos ímpetus tempranos se iban calmando poco a poco, minuto a minuto, sin necesidad de más comprensión que la intuición de que la experiencia era como el falso recuerdo de un miembro amputado. Cuando el sol empezaba a calentar todo el mundo ya se estaba acostumbrando a ser sí mismo y no quería más que deambular y mirarse y mirar y unos pocos empezaban a soñar y se quedaban quietos, muy quietos, como un poco asustados de saberse soñar.


Esa noche llegó y el hombre del espejo se desperezó con ruido de huesos antes de acercarse a la maquinaria del reloj y acariciar suavemente con la yema de los dedos su única saeta. Con precisión y cariño avanzó la manecilla un segundo para que su vida fuera un segundo más corta y el nuevo día aplastó al viejo día y los hombres continuaron a lo que estaban haciendo siendo ya otros hombres y haciendo  otras cosas  diferentes  a  las que estaban  haciendo y el tiempo comenzó de nuevo, todo comenzó de nuevo menos la vida del hombre del espejo que estaba condenado a seguir su vida día tras día sin la suerte del olvido ni la paz de no saberse.


En ese país nada se paraba salvo el tiempo y el silencio. Todo continuaba diferente y extraño, todo era igual e irreconocible, todo era nada y nada servía más que para ser nada. Todo estaba bien y el hombre del espejo seguía cada día con su pequeña trampa adelantando un segundo la vida para que la pena no fuera tan larga, para poder llegar a algún día en el que no hubiera más días ni países ni toda esa tristeza de ver a sus amores odiarle o callarle en estaciones de metro, sin saberse ya amores, con mechones grises en los cabellos y miradas de desprecio y hastío, con tanto no ser ya, con tanto ser otra cosa, cada veinticuatro horas, que ya no era aquella otra cosa.


El hombre del reloj ve a sietelunas en la estación del metro, como cada día, y va hasta ella, como cada día, y le dice que aunque el tiempo ya no exista él la quiere igual, aunque ella ya no sea aquella y todo esté sucio hasta el recuerdo de aquella caricia en la mejilla bajando las escaleras del metro de aquella época en aquel país en aquella vida en que la vida parecía existir. Y sietelunas le dice no me digas nada, no sé quién eres, sólo quiero estar aquí sola con mi cara de pena y mi mechón de cabellos blancos, mis labios cerrados y no verte no verte más hombre del espejo que me buscas cada día y yo cada día soy otra otra muerta diferente que te olvida desde entonces. No me importas nada hombre quién seas, ¿te lo tengo que explicar o quieres que me muera?


Y el hombre del espejo sabe que sietelunas ya no tiene que explicar nada porque ya hace tanto que no existe que ninguna palabra tiene ya lugar ni asomo ni siquiera voz, pero la oye y se refugia por un momento en su mirada y quiere ver aquellas nubes azules pero ahí sólo hay vacío y locura de no saber más días, más tiempos que recordar para olvidar los otros tiempos. Nada existe, sólo el día y la estación de metro y el desprecio y el no querer haber vivido.


El hombre del espejo se aleja y sigue observándola cada día y avanza la manecilla del reloj para que todo acabe pronto.

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