sábado, 5 de junio de 2010

Manual para dejarse ir

Es fácil dejarse morir, pensó el protagonista del cuento que estaba intentando escribir Alex Lamico. Lo dicen todos los manuales: tú te dejas caer en cualquier sitio, a tu elección según tu estado de ánimo, y esperas allí, tumbado, con los ojos cerrados y sin pensar en nada. Yo lo he intentado varias veces, prosiguió su monólogo interior, pero sólo soy capaz de pensar en nada cuando no pienso que no tengo que pensar en nada. Y así, punto dos apartado tres del manual, es imposible dejarse morir.

Quizá pasaron dos horas o sólo cinco minutos y todo seguía igual con el sol cayendo a plomo y el protagonista sin conseguir dejarse morir. La gente que pasaba a su alrededor ni siquiera reparaba en su cuerpo atravesando el camino. Simplemente lo esquivaban poniendo los cinco sentidos en no tropezar con él ni doblarse un tobillo en el intento. Algún perro le olisqueó extrañado, pero tampoco despertó a su olfato un excesivo interés.

Dejarse morir no era tan fácil, así que al final el hombre se durmió y cuando despertó la luna estaba ya muy corrida y sintió frío y la misma desgana de antes. Ya no había nadie alrededor y se quedó muy quieto, haciéndose el dormido para no darse cuenta aún de que nada había pasado, de que todo seguía siendo pasado.

Pasaron las horas y amaneció y el hombre siguió tumbado y los primeros deportistas saltaron sobre su cuerpo sin apenas mirarlo, algunos ciclistas desmontaron para cruzarlo, otro perro, el sol otra vez quemando y él ya no sabía si dormía o si soñaba o si por fin estaba muerto y el pensamiento de ella ahí metido tan adentro era la otra vida que le vivía con ella acunándolo, riéndolo, y leyéndole en voz muy baja el libro de Murakami en un vagón de metro.

Se oyó a sí mismo recitar en la lejanía cada una de las palabras que había inventado para ella, vio su cara y su mirada de tres colores abrazándole para que le siguiera saliendo el respiro, vivió aquellos besos en aquel ascensor que bajaba al metro, olió su olor, dibujó sus pezones en su mente, acarició aquella lengua mojada en su paladar y apretó fuerte con las dos manos el sexo que ella había abierto para él. Llegó la tarde y otra noche y otro día y ella seguía allí en su mente, en cada rendija, en cada brizna de pensamiento que le agarraba como una caricia y no le dejaba dejarse ir.

Y ella, la chica que vendía carteles, un día le escribió en su cartel vacío: "Te quiero" y otro día borró su amor y todas sus caricias y todas sus promesas y se fue a leer otros cuentos, a medir otros metros, a soñar otros sueños donde la vida empezara de nuevo cada vida, cada cuento, cada día, cada sueño, cada palabra escrita del revés y del derecho para que no significara nunca lo mismo. Y quizá alguna noche aún le cayera por la mejilla alguna lágrima antes de dormirse, pero en su sueño ya nunca aparecería él.

Llegó un momento en que su cuerpo alcanzó tal grado de putrefacción, que el protagonista del cuento no pudo resistir más el olor ni los mordisqueos de las ratas y con mucho cuidado de no despertar, de no pensar en nada más que no fuera el pensamiento de ella, se levantó poco a poco, con la pereza de toda la vida a cuestas de eso que ya no sabía si era su ser o el sueño que ella estaba teniendo de él. Antes de alzarse de su propio cadáver se besó en la boca con un detenimiento exacto, como si así pudiera llevarse consigo para siempre la huella de la lengua de ella en su boca. Apenas se alejó unos metros la gente y los perros y los niños empezaron a arremolinarse alrededor de su cadáver. Se sintió un poco mareado.

Deambuló por el cauce del río hasta que llegó la hora y bajó a la estación. Al poco rato apareció ella sin sus gafas negras ni su alma. Llevaba puesta la tristeza de algún lunes y él quiso abrazarla y decirle estate bien, pero ya no tenía vida ni palabras ni sonrisas que la cuidaran. Sólo pudo acercarse mucho a ella, cubrirla con su bruma si es que él era bruma, acariciarla con su mente si es que él era mente. Subieron juntos al metro y ella abrió el libro por la página 260 y se acomodó detrás de ella y empezó a susurrarle cada una de las palabras de aquel libro que sólo se escribía cuando él lo recitaba.

Nada volvió a suceder, pero el protagonista creyó sentirse por un momento feliz.

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