sábado, 21 de noviembre de 2009

En un tren

 

La estación del Norte de Valencia es, además de un poco secesionista, modernista y muy bonita. P está esperando el tren para Vinaroz y una mujer, muy joven para él, se le acerca y le pregunta si esa es la vía del tren para Barcelona y si hace falta cancelar el billete en algún sitio. P está aburrido y cansado y triste, pero la sonrisa de la muchacha es como una película y él le dice que cree que sí porque él va a Vinaroz y que no hace falta validarlo porque él tampoco lo ha hecho y ella le mira sin dejar de sonreír y le dice gracias y le sigue mirando y un muchacho se le acerca y muy formal, las distancias, también le dice gracias y se aleja con la muchacha unos metros y ella con su preciosa sonrisa y su preciosa mirada se despide en silencio.

P no puede evitar sentarse en el vagón detrás justo de la pareja. La chica tiene una melena rubia que debe saber a medialuna y unos ojos azules grises que parecen chisporrotear cuando miran, su culo es un tobogán donde apenas se sujetan unos shorts negros y su pezón izquierdo parece desperezarse tras su camiseta también negra. A P le duelen los pensamientos y saca su libreta de hule negro para escribir algún poema que le esconda de la memoria.

El tren arranca y la chica y el chico hablan y ríen y parecen querer gustarse y ser muy amables e ingeniosos. Los principios siempre son así y P se alegra, qué estupidez, de notar que la pareja se conoce desde hace poco cuando ve cómo el chico mira el culo de la chica que se ha levantado para coger algo de su mochila y saca unas fotos y empieza a enseñárselas al chico y a P que espía desde el asiento de atrás. La chica, en una de esas, mira y ve la mirada de P y vuelve a sonreírle como antes y a P le hace daño la vida otra vez y se alegra de seguir vivo otra vez.

Las fotos y los paisajes pasan por la ventanilla y P se levanta para ir al servicio y luego se acerca al bar y pide un orujo blanco de esos que acartonan las lágrimas en la faringe e intenta no recordar que recuerda cada segundo que se fue cuando una sombra rubia a su lado le sobresalta y es la rubia pidiéndole fuego y él, temblando a su edad, no fumo, pero el camarero seguro, y ella, su sonrisa, gracias, ¿qué estás bebiendo?, orujo, ¿qué?, orujo, es aguardiente, lo hacen en Galicia, ah, Galicia, el año que viene iré a Galicia, ¿eres francesa?, sí, soy de Lille, ¿de Lille?, qué lejos y qué acento tan bonito que tienes, que bien hablas español, es que yo siempre tengo novios españoles y así se aprende mucho, jajaja, y su mirada y sus labios abiertos y P viviendo otra vez, pobre tonto.

Y pasan cinco minutos y parece que han pasado dos meses y ella está muy cerca y huele muy bien y ya saben a qué se dedica cada uno; lectora, en una editorial, ella; funcionario, de prisiones, él; tan joven, ella, tan mayor, él. Tan bonito estar así hablando mientras pasan los campos y casi rozar el agua de sus ojos y casi rozar sus labios con los dedos y todos los años pasados parecen zombis saliendo de sus tumbas y agarrándose a los tobillos de P para que su ilusión no se convierta en otra mentira.

Las palabras parecen músicas que no importa lo que digan, los gestos se van haciendo cercanos y ovillo y lana con gusto de estar cerca, casi rozándose, y lo que piensan se queda siempre dos segundos detrás de lo que sienten, como si fuera una doble imagen de lo que quisieran sentir. Ella habla y ríe y cuenta y de pronto la sonrisa se congela y el gris de los ojos es un poco negro y la voz un poco grave, un poco hueca, completamente nueva al contarle algo que nunca había contado, que un día un chico murió por ella, justo en una vía de tren, porque el chico la quería, pero ella no, la historia de siempre y el tren, la adolescencia, la vía, la muerte. Y P calla que no le importa nada la historia, pero verla así triste y seria y tan adentro ha valido tanto la pena de cualquier muerte, de cualquier vida, que P no puede evitar sentirse un poco hipócrita cuando pone su mano sobre la de ella y siente el contacto de su vida y se siente más cerca de ella que de sí mismo y sabe que todo es mentira, cualquier cosa, y hubiera muerto allí mismo por besarla, pero la muerte nunca ha sido tan fácil, y sólo puede acompañar el desliz de la lágrima de la chica por su mejilla, cuánta mentira, y susurrarle un tú no tuviste la culpa sabiendo que no es verdad, que todos tenemos siempre la culpa, por más que escribamos poemas para engañar.

La mano de P sigue yaciendo sobre la de la chica. El traqueteo del tren divide la vida en trozos y el tiempo parece una línea recta que se aleja de sí misma. Es ya de noche y P y la chica siguen hablando. Es posible que nunca follen, pero los cuarenta y cinco minutos que llevan juntos ya han removido cada uno de sus flujos, lo demás es puro acontecimiento. P pide otro orujo y ella le acompaña, P le cuenta su historia, le habla de su mujer, su amor desde los dieciséis, de su hija, su único amor, de su amante, de los celos de su mujer, de la locura de su mujer, de la muerte de su hija ahogada por su mujer, de su soledad, de su culpa, de su hastío, de su nada. El tren llega a Vinaroz.

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