viernes, 23 de octubre de 2009

El monstruo y la polaroid

Diez segundos para autodisparo.

A las nueve de la mañana Amadeo Moreno termina de un trago su cuarto barrechat y consigue que la copa ya no le tiemble en la mano mientras se ahoga con la siguiente calada al cigarro y se escapa corriendo al baño para escupir en el lavabo otro viscoso esputo rojo. Deja correr el agua para que desaparezca la sangre y el miedo. Se mira al espejo y sonríe sin ganas. Está vivo y aún puede caminar. Viste su raído traje oscuro y la corbata azul de ir a vender colonia de marca falsificada. Siempre le ha gustado su sonrisa, aunque también sea falsa.

Sale a la calle y lo ve. Hacía mucho tiempo que no lo veía, pero cada cierto tiempo se vuelve a encontrar con él. Desde que tiene uso de razón. Le recuerda mirando casi a hurtadillas como los demás niños jugaban, apartado, como sin derecho a mirar desde su feo y deformado rostro. Se recuerda a él mismo mirándole también huidizo, con miedo a que sus miradas se encontraran y aquello que era sólo un monstruo se convirtiera en una persona. Siempre había sentido vergüenza de la fealdad de aquel niño que se fue convirtiendo en muchacho a la vez que él en su mismo barrio. Nunca cruzaron una sola palabra y Amadeo se acostumbró a olvidarse de él apenas cambiaba de dirección para no verlo demasiado cerca.

Luego sin darse cuenta olvidó también su infancia y las cosas le fueron bien. Encontró un buen trabajo con cochazo incluido. Se compró un piso en una de las mejores zonas de la ciudad y una mujer rubia de bote que le parió un niño y una niña guapísimos. Se hizo de derechas y empezó a oír la Cope y a aguantar las broncas de la rubia por quedarse con el jefe a tomarse la cervecita de los viernes. Un día se quedó sin trabajo y poco después encontró a su rubia de bote follando con otro en su cama. Sólo pudo oír el llanto de su hija en la cuna y a su mujer gimiendo: "Dame caña, dame caña". Se fue sin maletas ni niños. Ahora se dedica a ir por las calles vendiendo las colonias e intentando ocultar con ellas el olor a putrefacción que desprende su hígado.

Cinco segundos para autodisparo.

Ya no recuerda que más le ha contado al monstruo. Sólo recuerda que por una vez ha tenido más vergüenza de sí mismo que del horrible y se ha acercado a él. Está mucho más deforme y monstruo, pero en un momento se ha convertido en persona. Han hablado y hablado sentados en un banco del parque. Ha descubierto que el monstruo es una persona cultivada y sensible, con un sentido del humor y de la ironía que él ha perdido hace mucho. Han recuperado con avidez toda la amistad que no se habían dado, se han mirado a los ojos sin miedo y Amadeo le ha perdido perdón sin decírselo. Aquel intocable al que todos rehuían está abrazándolo en ese banco y Amadeo siente cosquillas de cariño en la garganta y carraspea y dice que van a pensar que estamos liados y Tito, así se llama, ríe y dice que de alguna manera las infancias lían a las personas para toda la vida. Dicen muchas cosas más. Se levantan y caminan y Tito le cuenta que es muy feliz desde que aceptó ser como es, que está contento de haber vivido tanto y de haber sentido amor y el sol y todas estas cosas con las que algunos se engañan a sí mismos para no sufrir tanto.

Tito convence a Amadeo para que vaya a su casa y éste se sorprende de ver una decoración tan cuidada. Las paredes están llenas de fotografías del skyline de multitud de ciudades. Todas las ha hecho Tito. También hay un cuadro con un gato blanco eclipsado por una luna negra. Se llama "Eclipse de gato", pero ésa es otra historia, apunta el narrador. Amadeo se encuentra un poco incómodo, nervioso, en la casa ajena, y agradece el cardhu de doce años que le ofrece el anfitrión.

Tres segundos para autodisparo.

Tito es encantador y lo sabe. Le habla de sus viajes, de cómo le gustaba observar a los otros niños jugando al futbol porque, mientras lo hacía, se imaginaba a sí mismo jugando con ellos. Amadeo se atreve a preguntarle por su deformidad y Tito ríe como para adentro y sale de la habitación para volver enseguida con dos álbumes de fotos. Son instantáneas sacadas con una cámara polaroid. En la primera foto que le enseña hay dos bebés idénticos en una incubadora. Los bebés ya no vuelven a aparecer juntos en ninguna fotografía, pero en cada una de las siguientes páginas del álbum hay dos fotografías, cada una de ellas de un niño. Pocas páginas después Amadeo se reconoce y enseguida lo reconoce también a él. A cada fotografía el niño que fue Amadeo se muestra con mejor aspecto, a cada fotografía Tito aparece más deforme. Con el corazón a punto de helársele, Amadeo pasa página tras página, toda su vida y la de Tito están unidas por las fotografías.

—Es el retrato de Dorian Gray.

—No. Es nuestro retrato —Tito ha perdido su amabilidad—. Cada vez que yo te hacía una foto, parte de lo malo que llevabas contigo venía a mí. Desde que nacimos ha sido así. Tú has llevado el mal dentro de ti, yo lo he llevado fuera de mí. Ahora sólo nos queda la última foto.

Amadeo comprende y siente un poco de alivio. Está dispuesto. Tito prepara la polaroid, toma el cable disparador y se sienta junto a Amadeo. Ambos sonríen.

Autodisparo.

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domingo, 18 de octubre de 2009

La buena familia

 

Marta cierra los párpados y graba con fuerza en su oscuridad un deseo. Luego sopla y la vela se apaga y todos cantan y aplauden a sus quince años que por un momento parecen felices aunque la tarta la haya encontrado su padre en un contenedor. Abre los ojos y su mirada distorsionada por una lágrima recorre las arrugas de su madre, las manchas alcohólicas de las mejillas de su padre, los mocos de pegamento esnifado de su hermano pequeño. Se siente feliz y muy triste de saber que sólo es un momento.


La tarta está buenísima y se la comen en un santiamén, señor suspira la madre, y todos brindan con vasos disparejos y beben y el hermano eructa y el padre acaricia la mejilla de Marta, mi rubia maravillosa, y bailan aquel pasodoble de cuando era pequeña y los desconchados de las paredes sienten vergüenza de no haber sido capaces de seguir siendo como eran entonces, pero ya nada es igual y el padre se va al bar, a buscar trabajo dice él, y la madre sigue cosiendo los remiendos de la familia y Marta recoge la mesa, el mantel de hule agujereado por los cigarrillos, y se encierra en su cuarto a imaginar en su diario el primer día de sus quince años.

Ya es el segundo día y en el desayuno su madre le confirma lo que ya sabía: va a irse a casa de la condesa. Las dos lloran, se abrazan. Marta piensa en el chico que va a dejar, su madre se odia por lo que va a hacer. A su padre no lo volverá a ver, su hermano es como si no existiera ya. Su familia recibirá un dinero que se gastará pronto, como todo. Su madre balbucea un sinfín de excusas para taparse silencios que la acusen, Marta sonríe y la besa con dulzura, no te preocupes que estaré bien.


La condesa vive en una muy cuidada casa de campo, rodeada de huertas y jardines y con un río en el que han acondicionado una playa para su uso particular. Marta toca la campanilla de la puerta de servicio y tras unos segundos la puerta se abre y un hombre de aspecto rocoso y con aire juvenil en su sonrisa la recibe y ella hola, soy Marta. Él le coge la pequeña y deteriorada maleta y la acompaña hasta la habitación de las chicas. Allí no hay nadie y él le señala una de las cuatro camas, ahora sólo hay una chica más, Isa, en otra habitación duerme Carmen, la señora que se encarga de todo, y Juana, la cocinera, viene cada día. El hombre es agradable y consigue que Marta deje de temblar antes de dejarla sola para que se acomode. Al rato aparece Isa y todo parece ir mejor de lo que esperaba, serán amigas, piensa, y la acompaña a la cocina para presentarle a Juana y a Carmen.


Marta se deja llevar por los ánimos que le dan las dos mujeres y Carmen, una mujer lustrosa y sonrosada, le da las ropas que utilizará, le pellizca la mejilla y hace que se sienta bien, muy bien. Isa la coge de la mano y va a enseñarle toda la casa, no te preocupes, la condesa hasta mañana no vendrá, y le cuenta la historia de la casa, de la condesa, de Carmen, de Juana, de su familia, de su novio, ¿y tú tienes novio?, y a Marta se le hace un vacío en el estomago y musita sí, creo, tenía, no, ya no. Isa la abraza y le susurra al oído, ya verás al jardinero.


Es el día siguiente y aún no ha visto a la condesa, tan sólo ha podido espiarla desde la ventana de la cocina mientras aquella se bañaba en el río. Desde la distancia le ha parecido una mujer muy guapa. Se pone a temblar sólo de pensar en el momento en que la llame. Se ha puesto ya la ropa que le dio Carmen porque en cualquier momento tiene que estar disponible. No puede evitar sentir vergüenza, se siente desnuda con el minúsculo tanga blanco que deja sus labios vaginales al aire, con sus pezones pintados con lápiz de labios, con el cortísimo y transparente camisón de gasa blanca. Carmen la lleva frente a un espejo, le pregunta: ¿Alguna vez te has visto tan preciosa como hoy?


Por fin la campanita suena y Carmen le da un beso en la mejilla y la acompaña hasta el dormitorio de la condesa, no hables si ella no te pregunta, haz cada cosa que te diga sin emitir ningún sonido, no la mires nunca a los ojos. La condesa viste una bata negra, se acerca a ella y la toma de la barbilla, mira su rostro con complacencia y mientras Carmen abandona la estancia la besa en los labios, muy suavemente, la lleva a la cama, la tumba, le abre las piernas y besa su vagina, sus ingles, su clítoris, con un amor que Marta nunca había sentido, con un placer que su novio aún no había encontrado, y recuerda que no puede gemir, mientras la condesa introduce dos dedos en su vagina y siente dolor, y recuerda que no puede quejarse, y la condesa con su dulce sonrisa se yergue y dibuja un corazón en su frente con sus dedos rojos de sangre.

Más información:

http://es.wikipedia.org/wiki/Erzs%C3%A9bet_B%C3%A1thory

http://www.isabelmonzon.com.ar/condesa.htm

http://condesabathory.blogspot.com/

http://www.apocatastasis.com/alejandra-pizarnik-condesa-sangrienta.php

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