jueves, 10 de septiembre de 2009

Los sueños y los días

 

Volví a pasar por la misma calle de la acequia, por la fábrica abandonada con sus tres pilotes cerrando el camino, con su ruido a noche y su farol apedreado que lo sumía todo en la oscuridad misma, en la oscuridad igual de otra vez que recorría las mismas calles de aquella infancia que un día ya no despertó.

No veía nada y lo veía todo mezclado con los futuros humillados a pasado, con los pasados pervertidos por sus no querer ser o querer jugar a haber sido futuros. El tiempo se escondía en los portales y me sacaba la lengua a cada paso. Una burlona lengua sucia y larga como la vida. Seguí caminando entre las sombras y las grietas de aquel barrio antiguo. No tuve miedo o sí lo tuve y era eso el miedo. Tu sonrisa.

La fábrica se quejaba y los gatos la acompañaban. Era un ruido dulce de fábrica abuela, de vida replegada mirando hacia atrás, como esperando que llegara aquello que se rezagó. Eran gatos negros con la cola pisada y la vida magullada alrededor de los cascotes de la chimenea industrial. La fábrica hacía mucho que había sido derruida. En su lugar ahora había un centro municipal, un contenedor cultural lo llamaban, para no llamarlo nada.

La acequia tampoco estaba ya, pero yo la seguí, haciendo equilibrios, jugando a pisar la raya para no caer, para no pensar más en sí o en no. Mis amigos estaban en el sitio de siempre con sus conversaciones de apretar dientes y creer a ciegas, querer a tientos, entender a miles. Jugaban a la taba y a poner nombres a las cosas. Me acerqué a ellos y quise charlar, jugar, pero cada uno de ellos me miró y me dijo una palabra de esas que nadan bajo el agua sin oírse nada, sin decir nada, y cada uno de ellos se volvió, se sonrió, se fue, me dejó con la palabra sumergida en el agua que ya me llegaba hasta el cuello y dentro de mi cabeza nadaron sus palabras como peces bobos, ciegos y mudos, haciéndome cosquillas en los ojos y tragué saliva para no llorar. Se fueron todos. Sentí angustia y frío y con una arcada salieron todos los pececitos rosas por mi boca. Se cayeron a la acequia y allí siguieron sin decir nada. Sólo eran palabras.

Tras la acequia había un muro de mediana altura y tras el muro las vías del tren. El muro estaba lleno de pintadas de masones y requetés. También una que decía: "Bartolo se folla a la Carmen", y otra que decía: "¿Por qué no puedo estar con quien yo quiero?" y a mí me pareció una frase muy triste y llena de oes, que es como decir que las "o" copulan y son. Salté la acequia y me encaramé a la pared hasta llegar justo a la "o" de yo. Toqué en ella con los nudillos y al poco alguien abrió. Entré.

Dentro de la "o" todavía estaba más oscuro que fuera, así que al segundo coscorrón decidí arrodillarme y gatear con el máximo cuidado posible. Olía a hueco y un zumbido de o retumbaba por todas partes. Estaba en un túnel muy angosto y muy largo. Al fondo se vislumbraba un hilillo de luz. Cambié de postura y en ese segundo pasaron más de tres horas de gateo a medida que la luz se agrandaba hasta que todo fue luz y la "o" o el túnel ya no existía y yo caí en una luz muy blanca y pegajosa que me cubrió hasta llegar a tragar una especie de papilla con un extraño sabor a vainilla. En el fondo de aquella inmensa laguna sobresalía una plataforma como tierra firme. Nadé con mucha dificultad hacia allí y cuando llegué subí a ella. Era tan infinita como la laguna blanca, tan negra como el infinito y tan llena de palabras como los amores que vienen. Las palabras se lamían el clítoris unas a otras, se amontonaban entrelazadas y lascivas exhortando gemidos de placer para acompañar a sus fingidos orgasmos. Comprendí que me acababa de bañar en semen de letra y sentí un poco de asco.

Comencé a patear las palabras, a pisotearlas hasta que sus gemidos gimieron dolor y una de ellas, reventada por dentro, me dijo: "La literatura no puede ser distracción" y yo le di la razón y seguí pateándola hasta que dejó de gemir y continué abriéndome paso por la plataforma, pateando y leyendo un libro del revés donde pude leer:"El alomorfo de mi mirada es su reflejo en la tuya" y di un traspié y caí por un hueco de mirada azul precipicio y caí con el libro agarrado fuerte de las solapas y caí toda mi vida cayendo y gimiendo y rogué no sé a quién que despierte cuando llegue al fondo, que despierte y desperté y seguí cayendo con el libro agarrado por las solapas, seguí cayendo y desperté y seguí cayendo y al fondo no había nada, sólo otra vez la acequia, mis amigos dándome la espalda, la fábrica en ruinas, la vida del revés. Quise despertar. Dormir. Poder volver a soñar.

Le rogué a las sombras
unos gramos de oscuridad.
Y a la multitud pedí prestado
un poco más de soledad.
Al grito le pedí silencio,
calma a la ciudad.
Llamando por su nombre al sueño,
éste no tardó en llegar.
Había diecisiete espejos rotos
encima de un altar.
Reflejando esa parte de nosotros
que intentamos ocultar.
Había un mapa imaginario,
un libro sin final.
El camino estaba ya trazado
y algo nos impedía andar.
No puedo recordar jamás
cómo acaban los sueños.
Después de despertar
se desvanecen y los pierdo.
No puedo recordar.
No puedo recordar jamás...
Los sueños. Los sueños.
Cómo acaban los sueños.
De ceniza y de promesas rotas
se tiñó el amanecer.
Mis penas y mis huesos flotan
entre aviones de papel.
Diecisiete osos de peluche
buscan algo en que creer.
Diecisiete tumbas, diecisiete nubes,
lo intento, pero no puedo correr.
No puedo recordar jamás
cómo acaban los sueños.
Después de despertar
se desvanecen y los pierdo.
No puedo recordar.
No puedo recordar jamás...
Los sueños. Los sueños.
Cómo acaban los sueños.
No puedo recordar jamás
cómo acaban los sueños.
Después de despertar
se desvanecen y los pierdo.
No puedo recordar.
No puedo recordar jamás...
Los sueños. Los sueños.
Cómo acaban los sueños.

(091: “Cómo acaban los sueños”)

 

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