jueves, 16 de julio de 2009

Exhibiciones y roturas

La entrada al parque de las buenas personas era gratuita. Todos los domingos por la mañana, pero también sábados y cualquier festivo, el recinto se llenaba de familias avitualladas hasta las cejas de los más variados tipos de comestibles y chucherías. Los niños, en especial los que acudían por primera vez, hocicaban nerviosos intentando adelantar con el olor lo que sería su primer avistamiento de una buena persona.

Para mí no era ningún espectáculo. Llevaba más de cinco años contemplando las mismas escenas, las mismas caras complacidas de una excursión que perdía su sentido desde el primer momento en que el visitante había tenido la idea de ser visitante. Mi trabajo no era sencillo, pero de tanto repetirlo se había convertido en algo que no era capaz de explicar. Simplemente lo hacía. Durante las seis horas que permanecía estático en mi urna, contemplando sin mirar a los cientos de estúpidos que se quedaban tan estáticos como yo, intentando hacerse mimos de mí mismo, mi cabeza estaba tan vacía como lo estaba mi vida el resto de las horas que mimaba el culo de alguna botella en algún tugurio del puerto donde las personas ya hacía mucho que habían dejado de ser buenas o malas o personas.

Muchos de ellos sólo venían para joder. No eran tan tontos. Sabían que lo de las buenas personas era un camelo tan grande como la llegada del hombre a la luna. Se traían preguntillas escritas para ver si caía en alguna, para ver si me afloraba la mala leche que seguramente los niños ya habían olido desde la entrada. No había peligro de que nada pasara, yo estaba muerto y mis respuestas estaban tan muertas como sus preguntas. Era fácil ser buena persona. El trabajo no estaba tan mal aunque de repente me picaran los huevos y no me pudiera rascar. Algunos directamente me insultaban e incluso me echaban las corfas de las pipas arropados por las risas apenas disimuladas de sus progenitores. Putos bobos de domingo.

Ese día me había tocado el papel de buena persona sin suerte y me habían vestido de mendigo con una pierna rota y una sonrisa un poco gilipollas de estar pidiendo que me rompieran la otra. Como era la misma sonrisa que se me ponía en cuanto me bebía tres vinos no me costó nada entrar en el personaje y así estaba tan a gusto cuando de pronto vi su cara delante de mí mirándome sin verme. Habían pasado casi siete años desde que me prometió que nunca me dejaría el día antes de dejarme, desde que me dijo ahogándose en llanto que ella era una buena persona y hacía lo que tenía que hacer porque no podía más, desde que me juró por sus hijos, que se murieran si no, que yo era su único amante y yo la creí hasta que la vi con su otro amante. Habían pasado siete años desde que dejé de creer en las buenas personas.

No me reconoció porque nunca en su vida me había reconocido, sólo me miró como miraba ella las cosas que le daban pena y a mí me dio mucha pena verla y tampoco reconocerla porque ya no era ella, no era su sonrisa sus ojos su boca sus nubes azules y esa forma que tenía de enamorar por sentirse enamorar. Estaba mayor y el pliegue de sus labios se había hecho duro donde antes era comprensión, su gesto estaba encorvado hacía dentro cuando antes era una mano tendida a la caricia. Me puse a temblar de rabia. No podía soportar que esa que tenía delante de mí hubiera suplantado a aquella con la que yo podía pasear del brazo mientras me susurraba canciones que hablaban de nosotros. No podía soportar que se hubiera plantado delante de mí sólo para romperme la urna donde descansaba la otra, aquella mujer que me mentía para hacerme feliz. El sudor se me convirtió en sangre al primer golpe que le di a los cristales que saltaron hechos añicos y mis siete años de perderla murieron agarrados a mis dedos apretando su cuello. Ella no murió, yo creo que tampoco, pero ya nada fue lo mismo, sólo la risa gilipollas de los espectadores satisfechos al fin de desenmascarar a una buena persona y luego el vino.



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