jueves, 7 de mayo de 2009

Los cánticos y las sirenas

-Hola, tú debes ser el nuevo.

El cántico me hizo detener y levantar la vista. Tres escalones más arriba había una sonrisa disfrazada de sirena y todo el encanto del mundo. Nos presentamos: Marta, la mujer de un antiguo compañero de instituto; yo, encantado y sin un puto mástil donde atarme y resistir a mi nueva compañera de trabajo.

Nos hicimos amigos cordiales, luego cómplices; enseguida aprendimos a hablarnos con los ojos y a guardarnos los silencios como quien cede el paso. Su risa era una noria escondiendo los miedos y su voz se convirtió en el único personaje capaz de contar cualquier historia que pudiera haber sido.

Me ofreció su número de móvil y yo lo rechacé avisándole de que si me lo daba querría más y ella me envío un sms para que pudiera acercarme a ella entre las rotondas y los gatos negros hasta su casa a comer pato y después de hablarme de su vida como si fuera una sábana tendida en su balcón para mí y de enseñarme sus piedrecitas negras de Tenerife y acercar su aliento a mi mejilla nos despedimos y me besó muy suave en los labios y luego cuando yo ya iba de vuelta, me envió otro sms que decía "¿te ha gustado mi pato, te has convertido en sapo?"

Al poco fuimos amantes y amigos cordiales y cómplices. Ella buscaba palabras para regalarme junto a sus nubes azules, sus abrazos, sus recuerdos y tanta comprensión para mi recién estrenada condición de sapo que a mí se me amontonaban los segundos para quererla cuando en un garito de madrugada metió sus manos en mis bolsillos y me dijo que ella no podía ser fiel. Desde aquella noche la seguí por cada rendija de cada noche y de cada día, la contemplé desde cada una de sus innúmeras, le escribí los pocos torpes versos que pude aprehender para ella, le cedí mi vida y la de todos los demás para poder estar con ella incluso cuando no estaba ella.

Los días nos siguieron enamorados y se acostumbraron a acompañarnos en nuestros paseos y nuestras lecturas, en sus abrazos profundos buscando un refugio que ella misma no se daba, en sus sorpresivas iras y furtivos hastíos, en su miedo o en esa pequeña locura que la hacía llorar con lágrimas tímidas que yo nunca supe comprender. El mundo existía dos pasos más atrás de su brazo colgado del mío escuchándola cantarme al oído coplas y aquella vieja canción de The Bangels. Una noche me abrazó y me prometió que no me dejaría nunca.

Los ratos se nos fueron viniendo y yendo, y sin sentirlo ya no éramos tan cómplices y ya no éramos tan amigos y un día me envío un sms que decía: "¿Por qué no puedo estar con quien yo quiero?" Luego ella me dejó y todos los días se fueron con ella. Nunca quiso volver a hablar conmigo.

Yo perdí mi vida y el empleo y me fui a buscarla donde no estuviera, por todas esas ciudades en las que habíamos soñado estar; pero ella estaba tan dentro mío que se agarraba a mis pulmones y no me dejaba respirar ni dormir ni pensar en nada más que no fuera volver el tiempo atrás, del revés, y volver a vivir lo mismo, exactamente lo mismo, porque nada podría ser mejor.

Pasaron los años y yo regresé sin un céntimo y muy enfermo, sin casa ni personas de antes ni después. Me dediqué a mendigar por las calles y a beber hasta matarme. Un día nos cruzamos, ninguno de los dos nos reconocimos aunque ambos supimos al instante quiénes éramos. Desde entonces la espero cada día en el mismo rincón. Ella me echa unas monedas y sigue su camino. Yo la odio con toda mi alma por no ser ya ella mientras sigo buscando dentro de mí a aquella sirena.


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