sábado, 2 de mayo de 2009

La historia de mi padre

El manco nos estaba metiendo la bronca una vez más aquella mañana plantado justo delante de mí. Yo sólo podía verle la espalda y su pelo grasiento alfombrando una calva que ya le llegaba por el cogote. No hacía falta ver más, imaginaba perfectamente su cara desencajada y su ira antigua apoderándose del miedo de todos nosotros.

El manco había luchado con los nacionales. Algunos decían que había estado en África y que su mujer se había ido con un moro o cosas así. Lo seguro es que el brazo sí lo perdió en la guerra, por eso nos odiaba tanto. Sobre todo a mí que era zurdo e hijo de rojos, aunque esto último yo no se lo decía a nadie.

El viejo pupitre de madera crujió con un movimiento mío y Don Enrique se giró como una peonza con su único brazo izquierdo y sin mirar siquiera me asestó un manotazo en la nuca que llevó a mis morros a reventarse contra la mesa. La sangre de mi nariz llenando el cubículo del tintero me dejó asombrado a mí, y tan asustado a él que el rojo de su ira se transmutó en un santiamén en blanco de miedo. Habíamos intercambiado los colores y yo, quizá por primera vez, sentí haber ganado una batalla aun cautivo y desarmado y chorreando sangre por las narices.

El manco me socorrió solícito, más que para curarme para borrar toda esa escandalosa huella de su disparatada violencia. Mandó callar a mis compañeros que se burlaban alborotados y me acompañó al botiquín para asistirme. La amnistía duró lo que tardó en olvidarse del susto y verme otra vez escribiendo con la izquierda. Con su única mano me agarró de la patilla y me levantó un palmo del suelo. Esta vez ni mis lágrimas acallaron sus gritos ni las burlas del resto. Yo no podía entender esa aversión porque yo escribiera con la izquierda cuando él mismo lo hacía con tanta necesidad como yo.

Cuando llegué a casa no le conté nada a mi madre, ella nunca supo nada de los golpes del manco ni de las burlas de mis compañeros o de los insultos a mi padre ausente. Yo sólo quería mirar su silencio, su quehacer ensimismado. Me quedaba mirándola y me sentía orgulloso de ella, siempre callada, siempre de negro, y de mi padre, al que nunca conocí, pero del que había imaginado tantas biografías que parecían haber sido muchos padres, no uno. Ninguna de ellas me servía como historia, porque yo ya sabía muy bien que los perdedores no tienen nunca historia.

El manco siguió pegándome todo el curso, quizás para matar el miedo de aquella sangre; mi madre siguió cuidándome callada. Algunos días, antes de irnos a dormir, sacaba la caja de fotografías y me las iba enseñando con pequeñas acotaciones como "tu abuelo Andrés", "tu abuela Simona"... No habían fotos de mi padre, pero mi imaginación fabricaba todas las historias a la medida del cariño que sentía por mi madre.

Un día el manco citó a mi madre para hablar con él en el colegio. Más que temor sentí un asco infinito porque mi madre se mezclara con el mundo sórdido de mi escuela, porque perdiera esa paz que tanto me curaba del infierno que era para mí todo lo que no era ella. Creo que el motivo de la entrevista fue que el manco no conseguía que yo escribiera con la derecha e intentaba que mi madre le ayudara en su cruzada. Ella no me comentó nunca nada, pero desde entonces fue al colegio con bastante regularidad. Un día vi como el manco al despedirse acariciaba con su mano izquierda el trasero de mi madre. Ella le sonrió. Desde entonces no he vuelto a imaginar a mi padre, sólo sueño con tener dos brazos izquierdos, el mío y el del manco en una urna.


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