sábado, 14 de marzo de 2009

Los abrazos en los bolsillos

(Hace unos años aprendí a compartir el periódico del almuerzo con una persona especial que un día, como prueba de que los dos sabíamos leer entre líneas, me regaló un libro de poemas de Joaquín Sabina. Hoy yo le regalo este cuentecito al estilo del maestro para recordar su sonrisa de chica lista comentando los bulos y las noticias)

Hacía menos de dos horas que habíamos estado follando en mi casa y ahora me estaba abrazando en medio del bar. Fue un abrazo más que de amor para darme toda su amistad sin palabras, toda su lealtad sin promesas que a mi me supo a un amor de por vida aunque durara unas pocas horas más. Ella era la camarera y el abrazo se terminó, las copas exigían toda su atención. Me quedé en mi mesa abrazando su espacio mientras la miraba deambular por la humorosa sala llena de música y sombras con voces gritonas que olían a alcohol. Era morena y vestía medias negras que le trepaban hasta una minifalda escasa, pero también muy negra bajo un ombligo con un piercing en cruz y un top tan negro como los pezones con los que yo aún jugaba en mi mente para no olvidar que más tarde los podría soñar. Los diecinueve días de Sabina eran noches que lo invadían todo con un estruendo de bafle cascado y yo rogué muy bajito que fueran, como en la canción, al menos quinientas. Seguí siguiéndola con la mirada y con todo el cariño del que era capaz a esas horas de mi vida y seguí sintiendo su abrazo dentro de todos mis silencios hasta llegar a ella un día, una noche, y quedarme mirándola mientras inclinaba las tetas para acercarme la primera copa que le pedí y creo que en ese momento, mientras acercaba mi mano a su copa y mis ojos a sus tetas, le puse nombre a cada una de ellas y hasta creo que me enamoré.

Luego vinieron palabras sonrisa envueltas de cortesía. Pocas, porque yo hablo poco y ella ríe tanto que no le hace falta hablar. Vinieron una noche más, otra, quizás dos más, y ya sabía su nombre, Violeta, y que detrás de su risa a veces había sólo silencio y a veces más risa aún. Entre cliente y cliente y copa y copa empezamos una conversación llena de medias frases cortadas por otras frases y preguntas que no esperaban respuesta o, por lo menos, no les importaba la respuesta. Nos acostumbramos a conocernos así, entre paréntesis de músicas y ruidos, entre idas y venidas de ella a mi mesa con su bandeja y sus piernas preciosas rozándome al pasar. Esa noche la esperé en la calle a que saliera. Hacía una madrugada húmeda y caminamos por las calles arrullándonos como gatos. Me contó y le conté, la besé, me besó y me acarició la polla en un portal. Me dijo que ella no podía ser fiel y metió las manos en los bolsillos de mi abrigo mientras me besaba. Yo la comprendí y le dije que no me importaba, pero me apreté mucho a ella para impedirle que me fuera infiel. Eran besos largos sin aire y quemando que se interrumpían unos a otros. Yo sólo quería estar allí en ella para siempre y no pensar que estaba pensando, no empezar de nuevo a distraerme recordando cada segundo que pasaba, cada milésima de beso y su lengua dibujando todos esos secretos en mi alma.

Llegamos a mi casa y ella se fumó un porro mientras yo besaba su nuca. Hablábamos despacito para no despertarnos del ensueño y nos contábamos todas esas cosas que luego hieren tanto cuando ya no tienen sentido. Amaneció y se hizo el mediodía y ella se fue legañosa dejándome sus medias negras para que pudiera dormir atado a ella. Yo me entrelacé suavemente con ellas y mantuve durante horas los ojos abiertos porque temía que si me dormía todo se convirtiese en un sueño.

Por la noche volví al bar y todas las palabras, las copas las risas y los besos parecieron repetirse igual y yo la miré a cada momento y la quise y quise que me pudiera ser fiel algún día. Luego pasaron las quinientas noches cada una igual y distinta. Nunca pudo serme fiel, pero entre cliente y cliente me miraba para que yo recordara el abrazo aquel y sintiera lo que me quería. Una noche, como tantas, la esperé a la salida del bar de la calle Siete, pero cuando pasó por mi lado llevaba las manos metidas en los bolsillos de otro tipo. Mientras se alejaba con él me pareció que de sus labios se escapaba un susurro confesándonos que ella no podía ser fiel.


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